I
Bajando por la calle Cocinas de Mediavilla, cuando empieza la zona peatonal, hay un local, a mano derecha que pone “Administración de Loterías Ilusionantes”. Lo que son las cosas, mira que paso veces por ahí, y nunca antes me había dado cuenta. Fue hace unos meses cuando me percaté. Paseaba con mi primo Sebastián al caer la tarde, para estirar las piernas. Arreglábamos el mundo entre los dos. Nos íbamos fijando en las fachadas de las casas, ésta la acaban de pintar y qué bien ha quedado… Mira aquella, como no la arreglen ya, con las grietas que tiene, cualquier día se viene abajo. Es que a mí me gustaría de mayor trabajar de Auditor de Calles. Me sale la vena urbanística. Los pondría a todos firmes. Usted, quite ya ese tendedero, hombre. Fuera esa antena inmediatamente. Las persianas y los toldos, pónganse de acuerdo y que sean según la norma, hagan el favor. El caso es que le pregunté: “Sebastián… y ese local… ¿qué es?”. Creyó que le gastaba una broma. “Pero Mateo… no me puedes estar hablando en serio… las Loterías Ilusionantes están ahí de toda la vida…”. Glup. Si él lo decía, verdad sería. Eso significaba entonces que yo acababa de detectar una laguna amnésica en mi memoria. Aún me propuso más: “Es Jueves… ¿quieres que hagamos una primitiva?”. “Venga. Pero que sepas que a mí nunca me ha tocado nada de nada. Ni en una rifa el jamón. Ni en unas elecciones el ser vocal suplente de mesa”. Mi primo abrió la puerta metálica, y yo, un poco alucinado le seguí, no le iba a decir que de verdad de la buena es la primera vez que me daba cuenta de que eso está ahí. Pero ya se veía, por el terrazo del piso, y por los azulejos setenteros que no es un bajo que hayan abierto la semana pasada precisamente.
II
Fortuna. Tiene guasa que la mujer que nos atendió en la Administración se llamara precisamente así. Me ahorro los comentarios afilados. Sebastián le pidió: “Tía Fortuna, por favor, dos primitivas ilusionante para el Jueves, una para cada uno”. Bueno. Yo le propuse: “Si sale algo, a partir, primo”. “No, Mateo, porque tus ilusiones y las mías seguro que no se parecen en nada”. No le entendí. Esta mujer nos dio un resguardo. Y yo quise preguntarle… “pero, ¿esto es legal? ¿esto cotiza al Estado? ¿Cómo es que los otros juegos, los cupones, quinielas y compañía no han puesto el grito en el cielo…?”. Me callé. No vi que mi primo tirara de monedero, ni que la tía Fortuna nos pidiera ningún euro. “Y esto… ¿cómo se paga?”. Sebastián movió la cabeza, “Jo, macho, pues cómo va a ser, con ilusión, esto se paga con ilusión”.
III
Han pasado, ya digo, meses desde que yo entrara aquella vez, de la mano de mi primo Sebastián, en la Administración de Loterías Ilusionantes. Ahora sí, ahora ya sé que está al final de la calle Cocinas, a la derecha. Esta tarde no ha podido venir mi primo a dar una vuelta. Yo he dejado el coche en el límite de donde empieza el tráfico restringido, y me he encaminado andando hacia allí. He pensado: “Hoy voy a entrar”. No había nadie dentro. La otra vez tampoco. Me he dicho entonces: “Así ¿cómo puede ser rentable un negocio, por mucha ilusión que tenga?”. “Buenas tardes”, me ha saludado la tía Fortuna. He sacado mi cartera. Ahí tenía guardado el resguardo de la primitiva. Arrugadito, pero no roto. “¿Puede comprobar si ha tocado algo?”. Y ya puestos, después pediría otra primitiva ilusionante para el Jueves. La mujer ha cogido el papelito y lo ha pasado por la máquina. Clinc Clinc. Luz verde. Eso qué significa. “Vaya, qué suerte: lleva premio”, ha dicho sin demasiado entusiasmo. A mí se me han disparado las alarmas: “¿Premio? ¿Qué premio?”. “Hay cuatro acertadas… por lo tanto es un premio menor”. “Bueno… ¿y en qué consiste?”. La tía Fortuna mira la pantalla plana de su ordenador. Y lee: “…puede usted, de acuerdo a su listado de ilusiones, ser invisible durante 24 horas”. Alto. Vale ya. Hasta aquí hemos llegado. Me iba a dar la vuelta, “ya vendré, ja, já, a recoger el premio otro día”. La tía Fortuna me explica: “…es que ha venido tan tarde a comprobar el resguardo que éste caduca hoy…”. Ah, claro. Caduca hoy. Miro hacia el techo, hacia las paredes, “Fortuna, dígame, dónde está la cámara oculta”. La mujer no pestañea ni mueve un músculo. Sólo pregunta: “¿lo aplicamos ya?”. Yo le sigo la broma, miro el reloj: “…son las siete, hasta mañana a las siete no me tiene que ver nadie entonces…”. “No, claro que no”. Me río de la poca gracia que tiene. “Pues vale, venga, que empiece la transparencia”.
IV
Se lo tengo que contar a Sebastián. “Macho, esta tía lotera está loca”. Regreso hacia el coche, no tengo ganas de pasear más. De camino, un señor con un carro viene de frente. ¡Frena, frena, frenaaaaa! BROOOOOUUUUM. De frenar, nada. Me ha embestido. Me ha tirado a tierra el muy bruto. “¡Pero hombre…! ¿Es que no mira por dónde va?”. Pone cara de espanto. Mueve los ojos hacia todos lados. No se explica. Yo tampoco. Un momento. Yo sí, yo sí me explico. Pero no puede ser, y además es imposible. Este tío no me ha visto. Le agito las manos, “Eh, eh”. Le pongo caras. “Eh, eh, eh”. Nada. Como si estuviera ciego… Otro momento… es como si yo fuera invisible. Lo dejo tirado en el suelo. Corro hacia el escaparate del “Horno de leña”, repleto de bandejas de pastelitos y saladitos. Corro a mirarme en el reflejo, claro. Pero no estoy. No me veo. Uf, qué efecto. Entonces grito. ¡¡¡¡AAAAAAAHHHH!!!. Y la poca gente que transita por la calle se gira para ver quién ha gritado. Desde las ventanas que dan a la calle Cocinas. Desde detrás de las puertas de las casas. “Hay que llamar a la policía, ya”, ha sugerido una señora, “porque tal y como se oía ese chillido, por aquí cerca están matando a alguien”.
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