I
Resbalando,
derrapando, a punto de caerme por la roca, le grito: “Eduardo… si viera mi
padre por dónde nos metes, te pone una demanda… es un abogado muy importante,
que lo sepas”. El profesor de Historia me replica contundente: “Menos hablar y
más fijarse dónde apoyáis los pies… estáis aquí porque habéis querido venir…
ahora bien, si te quieres echar atrás… vuélvete tú mismo”. Miro hacia abajo.
Menudo barranco estamos remontando. Da vértigo. No, no, no: yo sigo adelante.
Somos diez los escogidos. Y de los diez, el más renacuajo yo. Me querían dejar
en el campamento, con la cocinera. Pero ya insistí. Yo voy, yo voy. Me agarro
bien a la cuerda. Basi me tiende la mano, auuuuppppp, me da un estirón, y
parece que vuelo. Ya estoy arriba. Sudo por debajo de mi gorra blanca. “¿De
verdad ha pasado alguna persona por aquí antes?”. Hacemos recuento. Estamos los
once. Un trago a la cantimplora de agua caldosa. “¿Falta muchoooo?”. Eduardo mira el cielo, las nubes, los montes
bajo nuestros pies. “No, ya casi estamos”.
II
Donde
parece que no hay humanidad posible, se levanta una pequeña cabaña. Un huerto
con tomates, pimientos y no sé cuántas cosas más. A Eduardo se le ilumina el
rostro. “Sigue aquí…”. Redobla sus pasos. A nuestro encuentro sale un hombre
alto, enjuto, un palmo de barba canosa y frente curtida por el sol. Con un hábito marrón de tela de saco. Y
sandalias. Sandalias gastadas para andar por aquí. Yo que me quejo de mis botas
montañeras. La primera impresión es de un miedo que revuelve los intestinos. Ellos
sonríen. Se abrazan. “Mario, amigo, cómo estás”. “Lo que faltaba, para romper mi soledad, no
sólo has venido tú, sino que te has traído toda tu clase…”. Vaya. Yo me pensaba
que ahora era cuando Eduardo pronunciaba esas famosas palabras: “Doctor
Livingstone, supongo”.
III
Por
mucho que Eduardo nos haya advertido, cómo nos vamos a estar quietos y callados
por aquí. Eso es pedir imposibles. Hemos sacado el agua a cubos del pozo. Y
hemos acabado pozal va, pozal viene, hechos unas sopas. CHOOOOOOFFFFFFF. Ha empezado
Basi, conste. Y nos hemos puesto ciegos a uva todavía verde que crece en la parra
que da sombra a la cabaña. Eduardo se ha enfurecido, “¡estáis por civilizar!”, cuando nos ha visto tirando hasta racimos
enteros… Luego he recapacitado: estamos desperdiciando comida valiosa para
Mario… Pero yo quiero saber. Qué hace un tipo como éste aquí en pleno siglo
veinte. ¿Tiene alergia a la gente? Me pego a Eduardo. Me pego, escucho, no me
pierdo detalle y a la que puedo, pregunto. Qué hace éste tío aquí, tan lejos
del mundanal ruido.
IV
Cinco
años lleva en este reducto. Sin tele, sin periódicos, sin nada. “…esto es una
cárcel sin rejas”, le digo. “… aquí tengo todo lo que necesito”, replica.
Menudo aburrimiento. “…aunque también es verdad que cada vez son más los
excursionistas que consiguen llegar hasta aquí… y cada vez éste sitio es menos
solitario…”. La puerta de la cabaña está entreabierta. Pegada a un saliente de
la montaña, en realidad, es una cueva. Jo, yo quiero entrar ahí. Antes de que
Eduardo me diga, Nacito, tú dónde vas, yo ya me he colado. Auahhhh. Y qué veo.
Una cama de paja. Esto tiene que ser incómodo. Qué más. Libros apilados en una
estantería. Cacharros colgados en una cuerda. Un crucifijo. De enchufes nada. Y
aquí dónde… dónde eso, pipí y popó. Y con qué se limpiará cuando termine. Me
apunto la pregunta para cuando salga.
V
Hora de
volverse. Hemos revolucionado la paciencia del anacoreta. Eduardo saca de su
mochila un fajo de sobres. “Son cartas para ti… me las dieron cuando supieron
que venía a verte”. Mario las rehúsa. “Si quisiera saber algo del mundo,
volvería al mundo…”. “Quédatelas por lo menos, puede haber un momento en el que
te apetezca leerlas”. Nos despedimos en global. Emprendemos el regreso. Tengo
un montón de dudas en la punta de la lengua. Por qué. Por qué una persona va a
querer estar sola por voluntad propia. No me cuadra. ¿No tendrá tiempo después,
cuando se muera, para eso? ¿Qué sentido tiene? ¿Huye de alguien? Es que no lo
entiendo. Lo que me callo, porque si digo algo, Eduardo me pela, es que he
cogido un cuaderno que Mario tenía encima de su mesa, y me lo he puesto, entre
la camiseta y el pantalón. Eso es… ahí están escritas, supongo, las respuestas
a mis preguntas.
VI
Menudo
comité de bienvenida. Mi padre, mi madre, mis abuelos, mis hermanos, mis primos,
mis vecinos. Falta el coro parroquial. Todos me quieren abrazar (estrujar) cuando
me ven bajar del autobús. Qué alto. Qué moreno. Qué fuerte. Protesto: “Oye, que
han sido diez días el campamento, no diez años”. Cuando voy a despedirme de
Eduardo, mi profesor de Historia favorito, que ya no será mi tutor el curso que
viene, me da un no sé qué, una emoción, y le digo: “oye, tú, que lo de la
demanda de mi padre era broma”.
VII
Contengo
la respiración. Voy de puntillas. El mejor sitio para estar solo, para que no
moleste nadie, para poder leer el cuaderno robado de Mario sin interrupciones es…
claro que sí. El wáter de mi casa. Hasta que cualquiera de los meones de mis
hermanos lo aporreen tengo unos cuantos minutos de tranquilidad y soledad
absoluta. Paso el cerrojo. Mmmm…. Jopeta qué letra tiene el anacoreta.
VIII
Cumplimentado
el test psicológico, después de la última charla con el hermano prior, emprendo
un nuevo camino. He tenido que contestar cien preguntas, firmar cien documentos.
Me pregunto de nuevo… ¿es que hace falta alguna razón para querer estar solo?
El camino ha sido largo. Aquí no sube cualquiera. Cuando he avistado la cabaña,
el hermano que hasta ahora la ocupaba, ha hecho un ademán, y sin mediar
palabra, ha emprendido el camino de regreso. Bueno, vale, soledad, voto de
silencio, pero hubiera estado bien un “esto está aquí y esto lo guardo allá…”.
Ahora voy a tener todo el tiempo del mundo para averiguarlo.
IX
“Mario,
hoy tienes la voz un poco tomada… es que la diferencia de temperatura entre la
noche y el día empieza a ser tremenda… dentro de nada, apretará el frío… y no
lo has tenido en cuenta… no has venido aquí sólo a una vida contemplativa… si
te dedicas sólo a contemplar, dentro de unas semanas te quedarás como un
carámbano… así que no tienes otra que coger una sierra e ir a cortar todas las
ramas secas que se te pongan a tiro, ¿me oyes, Mario?”. “Sí, claro que te oigo.
No estoy sordo”. “Pues eso: Si te quedas
tieso que no sea por el frío”.
X
La
primera en la frente. Sí. Literal. El anterior inquilino era bajito y pasaba
tal cual por el marco de la puerta de la cabaña. Yo, ya sé que no. Las primeras
veces el instinto hacía que me agachara. Anteayer, entré con un poco de prisa y
AYYYYYYYYYY. Qué golpe, qué (perdón) ostión. Perdí el conocimiento y casi la
cabeza. Menudo golpazo de bienvenida. He debido estar varios días grogui. Ahora
ya no sé en qué fecha vivo. Por la luz del sol, puede que sea Octubre ya. O
Noviembre incluso. El tiempo del calendario se me desdibuja. Menudo principio.
XI
Creo
que si hablo conmigo mismo y me doy
conversación no estoy solo del todo. Es como si me hiciera trampa. He decidido
pues callarme. Lo que me diga, en adelante, me lo diré pensando.
XII
Desde
entonces, miles de pensamientos se me agolpan a la vez. Es como si mi mente se desdoblara
una y otra vez. Hay pensamientos que son puro grito dentro de mi conciencia.
XIII
Cantar
tampoco vale. "Un libro quedará abierto, una carta sin escribir, de un árbol caerá una hoooja y yo, me alejaré de tiiii....". La naturaleza que me envuelve no
tiene la culpa de lo mal que canto. A partir de ahora, nada de cantar tampoco. Ni
un tralará.
XIV
Me
dispongo a vivir mi primera primavera en mi retiro voluntario. Oigo voces.
MARIOOOOOOO. Me llaman. A mí. Algo gordo ha debido pasar para que vengan a
buscarme. Una guerra mundial, un terremoto. Me levanto de la mesa. Salgo a toda
prisa. Uppps. Me meto un guarrazo con el marco de la puerta. Son Elías y
Alicia, dos de mis nueve hermanos, los que me siguen en orden. Van con un
hombre. Qué bueno. Han hecho el esfuerzo de venir hasta aquí para verme. Cómo
están los demás. “Muy bien. Te mandan recuerdos”. A mi memoria vienen las
calles de Mediavilla, su huerta, los coches por los adoquines de la carretera
nacional. Ellos tampoco se andan mucho con rodeos. Hay que arreglar las cosas
de los padres. Sacan papeles. Y me piden que firme. Qué es esto. “…nos cedes tu
parte a Elías y a mí… todos están de acuerdo… si es que bajaras de nuevo, ya
nosotros nos hacemos cargo y te reintegramos lo tuyo”. “No sabes el gasto que
nos supone mantenerlo… es preciso poner las cosas en regla”. Les digo que para
eso no hacía falta que vinieran. Se encienden. Insisten. No hace falta. No
firmo nada. Ellos me dicen de todo. Como cuando éramos pequeños. Según se
alejan, al otro, que dicen es un notario, le dicen, “aunque no haya firmado, da
igual, usted, ha comprobado, y da fe, que éste no está en su sano juicio… a la
vista está dónde ha venido para esconderse…”.
XV
No sé
de dónde ha salido el animal ése. Lo que sí sé es que tiene la pata lastimada.
Y que ha debido de padecer, porque si trato de acercarme, huye despavorido. “Ven,
bicho, ven, que no te voy a hacer daño”. Rompo mi voto de silencio, porque no
creo que entienda mis pensamientos. “VEN BICHO, VEN, QUE NO TE VOY A HACER DAÑO”.
Bicho me mira con cara de lástima. Me entiende y, a la pata coja, se me acerca
sumiso.
XVI
Comparto
espacio y comida con Bicho. Me sigue a donde voy. Me rodea agradecido. De dónde
habrá salido. Para llegar aquí ya habrá tenido que andar, ya. Corretea bien,
sin cojeras aparentes. Me hace compañía. Me-hace-compañía. Me aterro al reparar
en eso. No he venido aquí para estar acompañado. Aunque Bicho no sea una
persona. Abro la puerta. Ahora es de noche. Estira su cuello. No entiende. Y no
sé si lo va a entender. Le hago una seña. “Sal, ve a hacer tu vida”. Remolonea.
Lo cojo en brazos. Uffff, cómo pesas, Bicho. Lo llevo hasta la ladera. Lo
suelto. “Fussssssss, fusss”. Se queda desconcertado. Y yo respiro hondo. Qué
hago ahora contigo. “Déjame solo, Bicho, he venido para eso”. Corro hacia la
cabaña, cierro detrás de mí. Espero que, mañana, con la luz del alba, cuando
abra de nuevo la puerta, él ya no esté ahí, esperándome.
XVII
La
quietud de las ramas. El silencio de los pájaros. Mi instinto me indica que
algo no va bien. Igualmente recorro el perímetro de la cabaña. Cuando voy de
regreso, UUUUUPPPPP, YA TE TENGO CABRÓN, NO TE MUEVAS. Alguien me ha tirado al
suelo de un empujón, me ha inmovilizado y tira de mis brazos hacia atrás.
Pienso, ya tiene que tener ganas, ya, el que sea, de venir hasta aquí, quien me
quiera robar, con lo poco que yo tengo. “….suéltalo, creo que nos hemos
equivocado, Guillermo”. Me ayudan a levantarme. Magullado. Me sacuden el polvo.
Por la pinta, me han confundido con el ladrón del Banco Mardebé. Son cinco
policías de la secreta. Hombres de Dios. Si hubiera sido yo, no habría venido
aquí a gastarme la pasta. “Estas cosas pasan, créame, que es usted una
fotocopia del ladrón”. Comparten conmigo unas infusiones, y se despiden
ruborizados, disculpándose de nuevo. De nuevo las ramas se mueven, los pájaros
cantan como solían y la quietud vuelve alrededor de la pequeña cabaña.
XVIII
No sé
si lo he soñado. Un ángel, era un ángel, podría ser un ángel. Bajaba. Y yo me
quedaba petrificado. Sin habla. Anonadado. Depositaba una bandeja con
alimentos. No quiero ser irreverente, porque cuando me he levantado a por la
bandeja, ésta no estaba. No quiero ser irreverente… he venido aquí para estar
solo… y no dejo de tener compañía. Podrían ser alucinaciones. Los sedientos que
caminan por el desierto ven oasis con palmeras y agua abundante. Yo, que llevo
varios días a base de caldo hervido con hierbas que se parecen a los cardos, he
visto… a ver si… esas hierbas. La soledad sólo es estar solo, no estar loco.
XVIII
POOOOM,
POOOOM, POOOOMMM. “¡Nacitooooo, ¿sales yaaaaa? Llevas mucho rato. ¡¡Necesito
entrar!!”. Aguantando el asedio, con los pantalones bajados, levanto la cabeza
de mi lectura y contesto: “¿¿Queréis dejarme solo??”.
(….)
(….)
XXIX
…primer
día de clase tras las vacaciones. Algarada general. “Nano, cómo te has
estirado, cabrón”, oigo que me dicen al verme. Yo, voy a piñón. Ya veré luego
la clase que me toca. Directo a la sala de profesores. Pregunto por Eduardo, el
de Historia. Tengo que hablar con él. En mi bolsa, el cuaderno, el cuaderno de
Mario. Glup. Si he tenido bemoles para cogerlo, los he de tener para
devolverlo. Le diré, “yo no quería… estoy muy, muy arrepentido”. Ahí está. “Eduardo,
yo… glup”. Que me expulsen el primer día de clase por ladrón, pero que me defienda
un abogado distinto de mi padre… Mi padre es tan duro que seguro me pide doble
pena para que escarmiente.
(….)
XL
...desde
donde termina el camino rural con más pedruscos del mundo hasta la cabaña del
anacoreta hay todavía unos diez kilómetros por una senda desdibujada y cuesta
arriba. Sólo se puede subir remontando un barranco, y en esta época preotoñal,
donde las hojas amarillean y posan sobre las rocas, discurre el agua de las
primeras lluvias. El terreno está mucho más resbaladizo y peligroso.. Me repito
lo que le voy a decir cuando lo tenga delante, “lo siento mucho, te devuelvo el
cuaderno, yo no tenía mala intención”. Eduardo me tiende la mano. “Eeepp,
arriba, arriba”. No tenemos tiempo que perder. Miramos el horizonte. Nos orientamos.
Y seguimos adelante, siempre adelante.
XLI
No hay
nadie. Los hierbajos crecen en lo que fue el huerto de tomates. La puerta batea
por el viento contra el marco. Sí es una puerta bajita, sí. Yo aún quepo. Un
perro baja monte abajo y se planta frente a nosotros, enseñándonos los
colmillos. Eduardo blande un palo. “¿BICHO? ¡BICHO, quieto”. Es, no puede ser
otro, BICHO. Escucha su nombre y se calma. “Este animal no puede ser malo”. Se
hace un lado. Y entramos dentro. Mario ya
no está. Los libros se alinean en el estante tal y como los vi al principio del
verano. Un cuaderno nuevo encima de la mesa. Eduardo lo abre. Yo, que todo lo
quiero ver, voy detrás. Aquí, sólo dos palabras escritas: “DEJADME SOLO”.