domingo, 29 de mayo de 2011

El Teatro de las Ocurrencias




I
Tener la oportunidad de actuar en el “Teatro de las Ocurrencias” es lo máximo en la carrera profesional de cualquier artista que se precie. La catedral mundial de las representaciones. El Coliseo del siglo veintiuno. El edificio singular consta de un escenario circular, coronado por una enorme cúpula en lo alto que le dota de una sonoridad mágica. Hacia el frente se proyecta el patio de butacas y los palcos laterales. Desde cualquier punto, los más de cinco mil espectadores, sí, sí cinco mil, del aforo sienten hasta la respiración de los actores. La ornamentación es sobria. Nada distrae la atención del público. Por detrás de la escena, se superpone la zona más exclusiva. Mesas alargadas donde, mientras los comensales degustan los platos más exquisitos, disfrutan de una panorámica tridimensional incomparable compartiendo casi el mismo decorado. Obra maestra de la arquitectura, los espectadores de la zona frontal y los de la zona posterior no se ven entre sí. Representen lo que representen, todas las entradas están ya comprometidas para los próximos tres años. Aquí, en el grandioso “Teatro de las Ocurrencias” actuó hace un tiempo Begoña Guimerá.

II
Cuando en la Compañía “Viento y Marea” anunciaron la llegada de un nuevo director, Nicola Niespera, los integrantes recibieron con alegría la noticia. Un impulso para la calidad, el buen trabajo y el éxito. “Este hombre sí que sabe”, decía Begoña, “yo he visto obras suyas, y aún me cae la baba por el impacto y el ingenio de sus planteamientos”. Igual lo contrataban por eso, porque “Viento y Marea” necesitaba un relanzamiento, y la llegada de Niespera aseguraba ese nuevo impulso.

III
“Señores”, explicó Nicola Niespera al minuto y medio de su llegada, “mi presentación es el trabajo. Empiecen ustedes por el principio. Los veré y escucharé atentamente. Posteriormente realizaré mis comentarios”. Los profesionales de la orquesta terminaron de afinar los instrumentos. Los actores, con ropa de calle, aclararon sus gargantas y estiraron músculos. Toc, toc, toc, tres golpes de batuta. Arriba el telón. El vacío “Teatro de las Ocurrencias” se inundó de música en aquel ensayo general. Todo encajaba Llegó el momento de Begoña Guimerá, sus minutos de gloria, y a ellos se entregó por completo. Se transfiguró. Fue el personaje, no fue ella. Estaban las butacas vacías, pero ella actuaba para todo el mundo. Tras tres minutos intensísimos, se retiró por un lateral y respiró fuerte. Se felicitó a sí misma, por lo bien que lo había hecho. La obra siguió discurriendo como un río caudaloso que atravesaba zonas con grandes relieves. Música final. Telón. Silencio. Gargantas secas. Dos aplausos sueltos. Una libreta con algunas notas. Un suspiro muy hondo. “Señores”, dijo conteniendo la voz, “vaya una mieeeeerda que han representado”. Murmullos de protesta. “¡Silencio, exijo silencio!”. Nicola se levantó movido como un resorte, y empezó a descabezar uno por uno a todos los títeres. “Hay mucho que corregir, mucho que trabajar para salvar esto”. Cuando llegó a Begoña, se le acercó a la cara, y así a bocajarro, a menos de cincuenta centímetros, le dijo: “…usted, usted parecía un pato mareado”.

IV
Con la llegada del nuevo director y su férrea disciplina, entre los integrantes de la Compañía bajó el nivel de confianza y aumentó el recelo. Nadie se fiaba de nadie. Un cometario crítico o discordante por parte de algún descontento podía ser filtrado interesadamente hacia Nicola Niespera, quien continuamente señalaba hacia la salida del magnífico teatro, “quien no esté de acuerdo, ahí tiene la puerta”.

Begoña, en otro tiempo tranquila, era ahora un manojo de nervios. La tenía tomada con ella. Estaba claro. Con el único que podía desahogarse algo, tampoco mucho, era con Cirilo el percusionista. El marcador de ritmos. “Me descentra… me acompleja… hago exactamente aquello que me pide, adopto los registros que él quiere, y sigue pareciéndole mal… le tengo miedo a este tío, Cirilo, me da verdadero pánico”. Compartían café antes iniciar un nuevo ensayo. “Begoña… lo único que es seguro es que éste no es más que tú o que yo… “. Apretaba los palillos con sus manos y añadía: “la prueba está en que, seguro, seguro, es un pobre tipo que come y bebe, caga y mea, como todos…”.

V
Llegó el estreno. Llenazo absoluto. Indescriptibles los minutos de reconocimiento. Los aplausos inacabables. El éxtasis. Las lágrimas de emoción entre los actores y los músicos de “Viento y Marea”. La salida en volandas del director, del genio, de Nicola Niespera. Besos al respetable. Mano al corazón. Nadie quería retirarse del magno “Teatro de las Ocurrencias”. Nadie. Bullicio en los camerinos. Taponazos de cava golpeaban el techo. Gritos de júbilo. Somos los mejores bueno y qué. Niespera fue de uno en uno estrechando manos, felicitando personas. Abrazos. “Muy bien”. “Bravo”. “Genial”. “Soberbio”. Daba palmadas en la espalda. Una tras otra. Le correspondían. Cuando llegó a Begoña, ésta se quedó paralizada. Le dijo: “Tú, como siempre, un pato mareado”. Y sin esperar réplica, siguió adelante para felicitar al siguiente.

VI
Las representaciones se sucedieron con igual éxito. Con las mejores críticas. Fue en el mismo pasillo de los camerinos. “Quería hablar contigo, Begoña”. Ella, que estaba ya ataviada con el vestido, se detuvo expectante. “Quiero ser franco contigo”. Tragó saliva. “No vas a seguir en la obra, Begoña, eres muy buena, muy profesional, pero no das lo que yo le pido al personaje”. Joder. Un mazazo. Podía haberle replicado. Podía haberse puesto de rodillas, “Nicola, no me hagas esto, por lo que más quieras, por favor…”. Podía haberse ido y dejarlos tirados. Que se jodieran, que se apañaran y se comieran con patatas la obra. Pero no. Salió cuando le tocó. Se transfiguró nuevamente. Fue por última vez el personaje, no fue ella. Y ya, cuando los atronadores aplausos ensordecieron el gran “Teatro de las Ocurrencias”, ya entonces, fue cuando entre los gritos de júbilo del resto de la compañía, las lágrimas se le escaparon sin permiso. No esperó a ponerse la ropa de calle. Se encaminó hacia la salida, porque ya sabía dónde estaba la puerta. Mentó a la familia de aquel puto y caprichoso Niespera, y deseó con todas sus fuerzas que el personaje, en manos de otra actriz, agrietara la obra, la hundiera del todo y arrastrara detrás a aquel capullo que “comía, bebía, cagaba y meaba como todos”.

domingo, 22 de mayo de 2011

No desaparezcas

I
Amanece en Mediavilla. Ni un alma recorre sus calles. O sí. Un taxi se detiene junto a la puerta del Café El Teatro. No ha hecho ruido porque es de los que lleva el motor eléctrico. Se abren las puertas y bajan los tres amigos. Victorio. Armando. Damián. El último, Damián, paga. Hace el gesto de exprimir la cartera. Risas. No queda más que un exiguo billete arrugado. “Nos lo hemos bebido todo”. El taxi se va. Allí quedan, los tres de plantón. Hace fresco. Victorio pregunta: “¿La última?”. Sí, para él va a quedar algún local abierto. Bueno, seguro que alguna churrería estará a punto de abrir para los desayunos. Armando bosteza, “lo a gusto que voy a coger la cama, y dentro de dos horas los nanos van a venir a despertarme…”. Es el momento de las despedidas. Ha pasado la noche en un soplo, entre batallitas pasadas y proyectos pendientes. El que se va fuera es Damián. Se va. Recibió una oferta “irrechazable”, dijo que sí, y lo esperan en Tondon. El despegue de un avión por encima de los tejados y de sus cabezas rompe la quietud. Con uno como ése se irá Damián en unas horas. Victorio y Armando lo abrazan ruidosamente, plas, plas, plas, “mantengámonos en contacto”, “claro que sí, tío”, “ve preparando una habitación para cuando vayamos a verte”, “¿habitación? ¿no te vale el suelo?”. Hay emoción en esta despedida. Ese avión dibuja una línea blanca ascendente en el cielo. El camión de la basura cruza y deja su estela. Cada amigo emprende un camino diferente. A Damián ahora le parece que antes las calles eran más rectas. Y los edificios estaban más quietos.

II
Han pasado meses. En Tondon llueve mucho. Cae agua sin interrupción durante horas y horas. Por eso está todo tan verde. A Damián le está costando adaptarse. Aunque no lo diga. Dispusieron su alojamiento en el hotelito del pueblecito donde se ubica la factoría. Casas aisladas de madera. Muy lejos de la urbe. Diríase que vive literalmente en la empresa, que le han puesto un camastro junto a la mesa de su despacho, que las semanas se suceden monótonamente y que todos los días parecen Lunes, incluidos los Sábados y Domingos. En los momentos malos, que los hay, se acuerda de los amiguetes. Se imagina sus frases de aliento, cada una con su sello de identidad. Victorio demasiado impulsivo. Armando demasiado reflexivo. De todas formas, no les piensa contar que aquello no es lo que pensaba. Hacia atrás, ni para coger impulso. No les ha llamado desde que llegó. Ni tiene intención. Mira el calendario. Y se alivia porque falta poco para volver, aunque sea de visita. Entonces sí, los contactará y se irán, como siempre, de parranda. En estos momentos, ahí fuera, para variar, llueve como si se hubieran dejado en el cielo la manguera abierta.

III
Medianoche en Mediavilla. Los banquitos están invadidos por quinceañeros que siembran el suelo con cáscaras de pipas y colillas porque como es sabido las papeleras están de adorno. Levantan voces con aspavientos. Hay tráfico. Zumban motos saltándose el semáforo en rojo. Pasan coches con las ventanillas bajadas y la música maquinera a toda paleta. Un taxi se detiene junto a la puerta del Café el Teatro, que aún está abierto. Por el ruido del motor diesel parece la camioneta que reparte el gas y que nunca se sabe cuándo pasa. Se abren las puertas y bajan. Victorio. Armando. Damián. A Damián no le dejan pagar. Hay un bronco tira y afloja entre Victorio y Armando. Gana Victorio. El taxi escacharrado se va. Quedan los tres, de plantón. Con las manos en los bolsillos. Damián tiene que preguntar: “¿La última?”. Señala al Café el Teatro. Armando niega con la cabeza: “…a mí me sabe mal, pero mañana temprano tengo que ir con los nanos al fútbol”. Y Victorio da la puntilla: “…yo me encuentro muy cansado, he tenido mucho tute hoy…”. Bufff. Un discreto apretón de manos, y un “llámanos cuando vuelvas a venir, Damián”. Los amigos se van. Damián queda solo. Resopla. Emprende lentamente el camino a casa. Ya, ya notó algo cuando, lleno de entusiasmo, después de todos estos meses, les llamó para quedar. Pero un poco más y no lo consigue. Ambos decían tener la agenda llena de compromisos. So cabrones, ¿no vais a tener un rato para vuestro amigo? Y cuando por fin los ha tenido delante esta noche, la frialdad del reencuentro ha sido tal que casi engancha una pulmonía doble. Y él que, de normal, es poco hablador ha tenido que ir llevando el peso de la conversación durante la cena. A pesar de que lo suyo en Tondon se cuenta con dos palabras: Lluvia y fábrica. Hacer literatura con eso es tarea de titanes de la imaginación. Así ha transcurrido la velada. Sin postre y sin copas después. Es más que evidente. Algo ha ocurrido con Victorio y Armando. Casi ni se miraban entre ellos. Contestaban con monosílabos. Mantenían la mirada perdida. Consultaban continuamente el reloj. “A ver, qué pasa aquí, que yo me entere”. Será una chiquillada, seguro. Damián ha intentado ejercer de papá de los dos. “¿Aquí?, nada”. “¿Tú ves que pase algo?”. Nadie ha abierto ya la boca después de este intento.

IV
A Damián, callejeando por Mediavilla, le ha entrado una sensación rara en el estómago. Porque constata que una amistad cohesionada durante años ahora está saltando por los aires en pedacitos. “Y eso”, se pregunta, “cómo se recompone”. Está un poco crudo. Restañar resquemores abiertos. Desinfectar rencillas. Entablillar malentendidos. No es cirugía fácil. Ni tiene un postoperatorio rápido. Damián se siente culpable por haberse desconectado completamente de ellos desde que se fue a Tondon. Aún está a tiempo. Se da la vuelta. No habrán llegado cada uno a su casa. No es tan tarde. Y tirará de móvil. Los llamará. No irá con sermones. Escuchará lo que le tengan que decir, tomarán todos buena nota, que ya no son unos críos, y sobre todo él esperará a que le reprochen: “Y aunque tú estés fuera, a la próxima, por favor, no desaparezcas”.

domingo, 15 de mayo de 2011

El rostro del hombre que grita "Basta"


I
Si en ese momento me dan con una maza en la cabeza, me hace el mismo efecto. “Fabián, que me voy”. Mauricio tartamudea para decírmelo. “¿Cómo que te vas?”, le grito. Él explica: “…quiero probar por mi cuenta….”. Me contengo. Siempre pasa lo mismo. Los coges y no tienen ni puñetera idea de nada. Te preocupas. Les enseñas con paciencia. Con mucha paciencia. Y a la que se creen que saben un poco, los más buenos, los más espabilados, se te suben a las barbas, vienen del taller al despacho y me sueltan: “…que ahí te quedas, me voy”. Yo estoy dando golpecitos con los nudillos en la mesa. No lo hago nunca, pero tratándose de Mauricio, intento retenerle: “¿Es por dinero?”. Niega con rotundidad. Después de unos segundos en los que el silencio se corta, aún me dice: “…bueno, no te preocupes, antes de irme acabaré la estructura del castillo”. Pero yo le corto en seco: “ni se te ocurra ya tocar un clavo”. Estoy muy jodido y se me nota. Le señalo: “Ahí está la puerta”. No hay más que hablar. Conversación terminada.

II
La marcha de Mauricio me ha dolido más que ninguna otra. Era mi mano derecha. Por lo tanto, ahora es como si yo estuviera manco. Él ya hacía y deshacía a voluntad. Nos entendíamos sin palabras. Yo me había desentendido totalmente de los trabajos propios del taller. Esto era cosa suya. Ésta era ya su casa. Ahora me he tenido que enfundar de nuevo el mono de faena. Y la falta de práctica se me nota. Esta tarde Viko, un operario, me ha visto dudar delante del ninot de una bailarina y me ha soltado: “Mauricio no lo hubiera hecho así”. Me estaba criticando. A mí. No he tenido más remedio que decirle que ya que no le gustaba cómo lo hacía yo, recogiera sus trastos y se fuera con el puto Mauricio “a hacerlo como él”. Desde ese momento, en este taller se trabaja a destajo. Y no se discute. Principalmente porque no se habla.

III
Terminamos el ejercicio anual y pudimos entregar los monumentos contratados bien acabados y a tiempo. Y esto, tan aparentemente obvio en un artista serio como yo, este año no ha sido nada fácil. A medida que he ido entrando en los detalles, he descubierto que Mauricio ya me estaba haciendo la cama antes de irse. El muy cabrón. Iba retrasado en los plazos. Como si las Fallas fueran en Mayo y no en Marzo. Me ha tocado pringar siete días a la semana, veinticuatro horas al día, para llegar a tiempo. He perdido casi hasta la camisa que llevo puesta. Pero he cumplido. Y las fallas se han llevado dos terceros y dos cuartos premios en sus categorías. Las cuatro Comisiones han quedado, como siempre, encantadas. Y las críticas han sido, otra vez, magníficas. El artista Fabián, apuesta segura. Sobre todo por el impresionante Castillo Medieval, que los ha dejado a todos con la boca abierta.

Hasta aquí la alegría y la gloria en la casa del pobre. Lo digo porque, en las fechas que estamos, el año pasado ya tenía firmados los nuevos proyectos, y éste es el día que aún no tengo ninguno. Ahora me dan largas. Me dicen que la economía está chunga. Que si me puedo apretar un poco en el presupuesto. ¡Ja! ¿Aún más? Que busquen otro primo. Me da que sí, que lo tienen. Me da que se llama Mauricio. Me da que les ha presentado también una propuesta. Me da que mi mejor alumno es ahora mi peor competidor.

IV
He contestado la llamada porque no me sonaba el número de móvil. Resulta que era él. Ostras, Mauricio. Después de tantos meses. Hecho un corderito, todo amabilidad. Muy formal. “Cómo estás, Fabián”. Le he exagerado: “A tope de faena”. “Yo también”. Esto me ha fastidiado, porque lo suyo debe de ser verdad. Me ha explicado que la nave donde trabaja se le queda pequeña. Me ha indicado dónde está. Conozco el polígono, me hago una idea. Y me llamaba para que le hiciera una visita. O sea, que limando rencillas. De puertas afuera, nosotros los del gremio, nos llevamos bien. Cuando yo quiera, cuando me venga bien. Le he contestado sin pensar mucho que me pasaré por allí pasado mañana.

V
He llamado al telefonillo. Entonces he sentido el miedo escénico. Me hubiera dado la vuelta. Pero era tarde. El mismo Mauricio me ha franqueado la puerta. Sonrisas de oreja a oreja. Nos hemos estrechado la mano fuertemente. “Pasa, estás en tu casa”. Si quería impresionarme, lo ha conseguido. Orden, limpieza. Maquinaria nueva. Esto no es ya el taller de un artesano. Ordenadores. Programas tridimensionales que menciona y que yo desconozco porque no los necesito. Por cierto, me he cruzado con Viko. Ahora trabaja con él. Lo suponía. Hice muy bien en echarle. Seguramente, cuando aún estaba conmigo, actuaría de espía e informaría a Mauricio de mis movimientos. No me ha saludado siquiera. Como si yo fuera la pared. Allá él.

Mauricio me ha ofrecido café. De los de cápsula. Mientras se llenaba el vasito con su espumita me he percatado. Del boceto. Estaba medio cubierto por otros papeles. Muy bueno. Una maravilla. El rostro del hombre que grita “basta”. Mauricio no se ha dado cuenta de que yo lo he visto. De un sorbo me he tomado la cafeína, me han entrado las prisas, le he dado el cum laude que el viejo profesor le puede dar al doctorando, y le he deseado todos los éxitos del mundo. Al fin y al cabo era lo que Mauricio pretendía. Que yo reconociera que es ya un genio y un artista de primer nivel en este mundo fallero.

Una vez fuera de allí, con todo el oxígeno del mundo, me he dirigido directamente a mi viejo taller y delante de una lámina y con el carboncillo de toda la vida, mis manos, las dos, la derecha y la izquierda, han empezado a trazar con pulso firme la imagen que todavía permanecía fresca en mi retina.

VI
El calor de las llamas sobre el “rostro del hombre que grita basta” me llega de lleno y evapora mis lágrimas. Me embriaga la emoción mucho más que otros años si cabe. De nuevo, ante mí, el Ave Fénix que arde, se purifica, y resurgirá de sus cenizas. La gente espera expectante a que la estructura gigante caiga vencida por el fuego. Y la música suena por encima de los últimos petardos que todavía explotan. Estoy en segundo término en esta “cremá”. Palmaditas en mi espalda. A modo de consuelo y felicitación. Este sí. Éste ha sido el año de mi triunfo, de mi primer premio. El artista fallero Fabián se consagra. Qué casualidad, todas las crónicas coinciden en destacar que, Mauricio, otrora discípulo aventajado de Fabián, ha escogido también como remate para su monumento al “rostro del hombre que grita basta”. Los expertos le afean que reclame con desesperación a los cuatro vientos la paternidad de esta figura tan original y expresiva. En público y en privado le dicen: “Eso no está bien, Mauricio. Un maestro es un maestro. Y tú aún estás empezando”.

domingo, 8 de mayo de 2011

Buen Camino (II)



I


A Eusebio todavía le tiemblan las piernas. Y eso que es un profesional como la copa de un pino con una trayectoria exitosa y dilatada. A estas alturas ya ha visto casi de todo. Pensaba que, junto a la nave varada en el terraplén rojizo, recogería ya sólo un cuerpo sin vida. Otro más. Otro caído más. Y ya van unos cuantos en los últimos tiempos. Por eso le han saltado las lágrimas y le han empañado la escafandra cuando ha detectado un hilo de vida en el corazón de Camilo. Y ha gritado tanto y tan fuerte: “¡RESPIRA! ¡ESTÁ VIVO!” que casi ha roto el tímpano del controlador de la nave de salvamento. Es un milagro. Un prodigio de la resistencia. “Aguanta, Camilo, aguanta un poco más, resiste, que ya estamos aquí, que hemos venido a recogerte”. Le acopla la mascarilla de oxígeno y trata de incorporarlo, pero pesa más que el plomo, y se tiene que ayudar con la minigrúa que trae consigo. “Nos vamos a casa, nos vamos”, exclama Eusebio. Camilo recupera momentáneamente la consciencia. Trata de hablar, de decir algo. Mueve los labios. Eusebio acerca el micrófono. Apenas audible, Camilo susurra: “perdona que no me levante… como decía Groucho”. Y Eusebio entonces se troncha de la risa, “qué jodido el tío, con lo que ha pasado, aún tiene ganas de guasa…”.


II

Eusebio ha sido siempre muy racional. Todo lo que ocurre siempre pasa por algo. Sin embargo, en el caso de Camilo, no le encaja el rompecabezas. Aquí la lógica, afortunadamente, no ha funcionado. Eusebio tiene el informe del “Caso Camilo” pendiente de terminar. Quién sabe. En Camilo puede que esté la clave a la resistencia humana en el futuro. Esperará al resultado de las analíticas más rigurosas. A nivel de partículas. Y volverá a hablar con él las veces que haga falta en busca de respuestas. Lo malo es que no saca a Camilo de un bucle muy abstracto. El superviviente evoca nada menos que a su abuelo. Y al Camino que él hizo para él y con él más de veinte años atrás. Eusebio se confunde. Qué tendrá que ver el camino y el abuelo. Camilo se explica, “mi abuelo y yo vamos juntos en esto”. Eusebio se frota la cabeza. Qué me quieres decir, Camilo, ¿se te ha aparecido tu abuelo después de un montón de tiempo y te ha ayudado? El gesto de Camilo y sus ojos empequeñecidos son elocuentes. “Mira, Camilo, esto, por favor no se lo cuentes a nadie porque te van a mirar mal y encima no te van a creer”. A Eusebio, desconcertado, sigue sin cuadrarle el círculo.



III

El GPS conduce a Eusebio a una calle tan estrecha, que parece imposible que en ella se levante el edificio de “La Experiencia”. Otra barbarie urbanística de finales del siglo veinte. Camilo había insistido. Se quedaría allí, en la residencia geriátrica, una temporada porque “tenían equipos de rehabilitación tan buenos como los de los mejores hospitales”. Nada que oponer. La vieja puerta acristalada se abre cuando le detecta la fotocélula. Una señora uniformada se le acerca, “Buenas tardes, ¿a quién viene a ver?”. En un segundo, el astronauta Eusebio, ha visualizado ya toda la profundidad de campo de la planta baja. Deformación profesional. La cocina. El comedor. El ascensor en el lateral. El salón al fondo. Las cristaleras. El jardín. Los naranjos bordes. El frondoso jazmín. “Venía a ver a Camilo”. Gesto de contrariedad. “¿Camilo? ¡…pero si Camilo se fue!”. ¿Qué? “Hace cuatro días”. Eusebio resopla. Ya nos la ha jugado. Y ahora qué. Por dónde lo busco. La bronca que le voy a meter cuando lo encuentre… “¿Y no ha dicho dónde iba a ir?”. La empleada afirma rotunda con la cabeza. “…tiene a la residencia entera pendiente de él”. Explíqueme eso. “…Camilo se ha ido a hacer el Camino”. A Eusebio le sale cara de cuadro. “…yo me acuerdo que, hace ya años, viviendo su abuelo en La Experiencia, y siendo él jovencito, ya lo hizo… y la lió… madre mía, sí que la lió”. Eusebio pasa hacia el interior. Alucina. Todos los butacones están ocupados. Los residentes se giran hacia Eusebio y le saludan levemente, pero inmediatamente vuelven el rostro hacia la pantalla de la televisión de alta definición que cuelga de la pared. “A ver si está mal el canal”, advierte una abuelita. “No, no, no, está muy bien: Nos dijo que buscáramos el 10, el 20 o el 30, que igual daba…”. “Hombre, es que como no se ve…”. “Tranquila, mujer, que aún faltan cuatro minutos”. Murmullo. Expectación. Eusebio no da crédito. Tome, tome asiento. A la hora convenida, un cañonazo de sonido, hay abuelitos que están más sordos; y una imagen perfecta irrumpen en la pantalla. “¡Muchos saludos a toda la peña de “La Experiencia”…!”. Aplausos. Silbidos jubilosos. No se le ve, pero es Camilo. “Puede que mis piernas no estén como hace veintitrés años, puede que los alrededores del camino hayan cambiado y parezca otro, pero…”. Eusebio, mientras se va hundiendo poco a poco en la silla lateral donde se ha dejado caer, abre su cuaderno digital de notas y relee sus últimos apuntes: “Avanzo kilómetros y kilómetros en sueños. Cuando me despierto, sigo en el mismo sitio. Construyo la casa en sueños. Cuando me despierto, no hay más que un solar. Escribo páginas y páginas en sueños. Cuando me despierto, el papel sigue en blanco”. Los tacha. Y escucha a Camilo, qué cabrón, qué suerte tiene, en estos momentos ha parado a media docena de peregrinos y, junto a un mojón y una flecha amarilla, están diciendo todos a la vez: “¡BUEN CAMINOOOOOOO!”.

domingo, 1 de mayo de 2011

Buen Camino



I

“¡Hola, Camilo! Qué alegría le vas a dar a tu abuelo cuando te vea… Tan refunfuñón que estaba, hoy sí que le va a salir un día redondo…”. El chico entra en el vestíbulo de la residencia “La Experiencia”. Carga una mochila. Se desengancha los auriculares. Venía con la música puesta a tope. Gran contraste entre la potencia musical que traía y el sordo silencio que flota en el edificio. “Qué tal, Sara… ¿está mi abuelo en el salón?”. “…pues me parece que no, que vas a tener que buscarlo en su habitación y sacarlo de las orejas hacia fuera, hacia el patio a ver si le da un poquito el aire y el solecito”. “Vamos a ello”, contesta él subiendo al ascensor.

Dos toques suaves en la puerta. Camilo entra. El abuelo no lo ha oído. Está en la silla de ruedas, de cara al ventanal, que a su vez da al balconcito que da a la calle. Contraluz en su rostro. No, no lo ha oído, pero lo reconoce al instante cuando, con cuidado para no asustarlo, le toca el hombro. Sonríe. “Perdona que no me levante, como decía Groucho”. Se le iluminan los ojos. Le brillan. “Qué tal estás”. “Aquí no me aburro, no me dejan”. Descarga la mochila encima de la cama. Debe de pesar un quintal, porque el colchón se hunde. Le ofrece asiento. Camilo la rehúsa, prefiere estar de pie. “Tienes poca luz, ¿subo la persiana?”. Mejor que no. El resol le molesta. Están unos minutos así, en silencio. Repasan lo cotidiano. Qué has comido. “Lo que más te gusta a ti, toda la cebolla de la ensalada”. Qué tal duermes. “De día bien”. Camilo salta de pronto: “Abuelo, he pensado que nos vamos a ir tú y yo a hacer el camino”. Al abuelo le entra la risa. Y un ataque de tos. “…si no es desde Roncesvalles, ya sabes que yo no me muevo, no me merece la pena”. Camilo abre la mochila. Empieza a sacar cables y conectores. “Ríe, ríe… tú decías que me ibas a llevar un día, pero como veo que no te decides, tengo que dar yo el primer paso…”. Destripa la tele plana que está pegada en la pared. Enchufa. Desenrolla un hilo. Saca una caja con una mini antena. Trastea. “Tú y tus aparatitos electrónicos…. Es algo a lo que nunca llegué… me he quedado estancado en los libros de papel”. Camilo conecta. Prueba. Van saliendo canales en la tele. Rayas. Uno. Teletiendas. Otro. Más anuncios. “Mira, abuelo: es muy fácil”. Le entrega el mando de la tele. “Cuando termines de comer, te subes, y en vez de ponerte la vuelta ciclista, de tres a cuatro de la tarde, más o menos, buscas el canal diez, veinte o treinta. Cualquiera de los tres”. El abuelo aprieta. En la tele no aparece más que una pared gris. “Ahora no se ve… pero estos canales van a una cámara que tengo puesta en… esta gorra”. Camilo se encasqueta la gorra azul. “…y tú vas a ver lo que yo vea… y vas a oír lo que yo oiga y lo que yo te cuente… “. El abuelo levanta las cejas. Aprieta el mando fuerte. “¿Alguna pregunta?”. El abuelo mira la tele. Se ve a sí mismo, porque el nieto con la gorra puesta le enfoca a los ojos: “Sí… ¿cuándo decías que nos vamos? Es por mirar la agenda”.

II

“Hale hop. Pues ya estamos aquí, abuelo. Probando, probando. Espero que la recepción de la señal sea la correcta. El día ha salido especialmente duro. Porque, como podrás comprobar, llueve. Pero contábamos con eso. Total, es un poco de sirimiri que viene bien para refrescar las ideas. Abuelo… ¿has visto lo espectacularmente verde y frondoso que está todo esto? Por donde mires. Fíjate en la panorámica. Y eso que no hay mucha visibilidad. No, no creas. Parece que voy solo, pero somos muchos andando en el camino. Cuidado, vienen bicis. He de estar atento, porque hay peligro cierto de que se me lleven por delante. Van zumbando…”. Ring, riiiiiiing. “¡Buen caminooooo!”. “¡Buen camino! Éste el grito de guerra. Aquí todos están a lo mismo. Espera, espera, voy a saludar a éstos que se han parado a recuperar fuerzas. Hola. Hola. Es que voy con mi abuelo, que os está viendo. ¿Podríais por favor saludarle? Lo que me temía. Son guiris. Los hay a patadas. No me entienden ni jota. Probaré con estos otros. Hola, hola. Voy con mi abuelo. ¿Os importaría saludarle?”. Ahora sí. A la de una, a la de dos, a la de tres; los cinco a la vez. “¡Holaaaaa, abueloooo! ¡Buen caminoooooo!”. “Ha quedado perfecto, ¡gracias!”. (…) “Pasito a pasito. Lo que más me destroza las piernas son las bajadas, no las subidas. Hay que ir echando el freno”. (…) “Y van apareciendo los mojones a nuestro paso. Éste es el 100. Mira. Cada vez nos quedan menos para llegar. Pero aún falta mucho. Voy un poquito rezagado. Pero contento. Según pasemos por los sitios de referencia intentaré que me pongan el cuño también en tu papelito. Vamos juntos en esto”.(…) “¡Atención, vacas!. Ufffff, impresiona verlas tan cerca…”. Piripipí, piripipí. “Abuelo, que me entra un mensaje en el móvil. En vivo y en directo. Anda, mira: Es tuyo. Espera…. Lo leo. “Éxito de audiencia. Habitación llena mirando tu retransmisión. Es como si yo estuviera ahí, a tu lado. Abrazos. Buen camino. Tu abuelo”.(…) “Ejem: ¡Muchos saludos a toda la peña de “La Experiencia”…! De eso se trataba, abuelo, de ir juntos, ¿no…?”.

III

“Houston, tenemos un problema. Hace días que no recibo la señal de retorno, pero quiero pensar que mi emisión sí llega a su destino. Yo sigo transmitiendo. He salido de la nave en busca de fuentes de energía y provisiones. El radar las detectaba muy próximas al área en que me encuentro. Las necesito urgentemente. Los sensores calcularon mal. La fuerza de la gravedad es diez veces superior a la de la Tierra. Y ahora estoy prácticamente clavado al suelo. Me cuesta horrores avanzar un solo paso. Apenas he puesto lo imprescindible, pero la mochila pesa… un huevo. Y parte del otro. Pero lo peor es lo del aire en esta atmósfera. Su inhalación me descompone por momentos. Debe ser que el filtro de la máscara está ya muy saturado. Hablando claro, Houston, me voy por la patilla. Veo váteres por todos lados. Y eso es señal inequívoca de que estoy empezando a tener alucinaciones…”.

IV

“¡Pero Abuelo! ¡Qué sorpresa!”. “Qué pasa, Camilo, ¿te extrañas de verme?”. “Hombre, la verdad, que estés aquí me extraña un poco, sí”. “A ver… ¿quién es el mayor caminante de la familia?”. “Sin discusión: tú”. “Pues ya está, aquí me tienes… Íbamos juntos en esto, ¿no?”. “Me pillas un poco chungo, abuelo, muy jodido”. “Ya, ya te veo…”. “Además me he desorientado… todas las estrellas me parecen iguales”. “Bueno, eso es más serio. Pero, venga, no tienes tiempo para lamentarte ahora. Dame la mano. Sin miedo. Si te caes, te levantas. Si te vuelves a caer, te vuelves a levantar. Como siempre has hecho. No vas a ser menos ahora. Vamos, Camilo, agárrate bien de mí, arriba. Hale hooooop”. “Jo, qué fuerte estás, abuelo”. “Je, je… Y eso que hoy no había cebolla”. “…los de La Experiencia te estarán buscando…”. “…ya me encontrarán, tú no te preocupes… ¿estás mejor?”. “Mucho mejor… y ahora, ¿por dónde tiramos?”. “Busquemos las flechas amarillas y los mojones. No hay pérdida”. “Por ahí entonces…”. “Buen camino, querido Camilo”. “Buen cami… ¿Abuelo? ¿Abuelo…? ¡ABUELOOOOOO…!”.