martes, 23 de febrero de 2016

El último encargo

I
La verdad es que tienen muchas. Amontonan las bolsas, mochilas y carteras en la pared del escaparate. DEPORTES RIESGO. Las hay de marca-marca y de marca-no-tan-marca. Orlando se queda mirándolas tras el cristal con carita de lástima. Y más desde que la cremallera de su vieja mochila heredada de su hermano Wilfredo, dijera que ya no cerraba más, y dejara al descubierto sus libros y libretas según pasaba el tirador por los dientes. Con cuál se quedaría. Con cuál. Le encanta esa blanca. La señala para sí. Blanca nuclear. No es un color muy apropiado para una bolsa que tiene que dar tumbos por el suelo, pero… es que es tan chula… Está colgada en lugar preferente. Va a ser que no, pero de hoy no pasa. Entra. Espera a que le hagan caso. Espera mucho, porque Orlando es invisible a ojos de la dependienta. Cuando la vendedora fracasa en su empeño de vender un chándal fosforito, repara en él. Es su turno. Se interesa por la bolsa blanca. “Tienes buen gusto, chaval”. Quisiera verla. Parece que a la de la tienda no le va a venir bien alborotar el orden y simetría de la exposición, pero bueno. Abre la vitrina, la coge con un dedo y se la muestra. “Jopeta… ¡no pesa nada!”. “Es que has ido a mirar la mejor de todas… está hecha con nylon de la Nasa… ligero como el aire… ignífuga… impermeable al agua y a los disolventes… resistente como el acero”. Orlando se queda boquiabierto. Y luego están los bolsillos. Estratégicos. Ya imagina cómo quedará. Aquí el bocata. Aquí el estuche. Aquí la ropa de deporte.  Es… es fantástica. Luego le da la vuelta a la etiqueta. Y mira el precio. “¿Vale eso?”. “Te puedo hacer un cinco por cien”. Orlando suspira. Da las gracias. Carga pesadamente con su mochila viejuna. Ya sabe lo que le van a decir en casa. “…con ese precio, ni que tuviera una banda de música dentro”.
II
Los Viernes, después del cole, a merendar a casa la abuela. Pan y chocolate redondo. La abuela Emma lo recibe sentada en su mecedora. Se balancea. “Tete, tienes la mochila, que cualquier día se te escurren los números y las letras por debajo”. Orlando baja la cabeza y encoge el hombro. “Ya…”. Luego le cuenta. Que ha visto una en la tienda de Deportes. Pero que es muy cara. “Cara, ¿cuánto es?”, le pregunta la mujer. Orlando se lo dice al oído derecho que es el que oye, no al izquierdo. La abuela pone sus ojos en la estratosfera. “Sí, que es cara, sí”. Orlando va, viene, trajina por la casa. Mira, remira fotos antiguas. Su abuela cosía. Y él ha visto un par de bolsas en la casa que están hechas por ella. Y ahí siguen. Mmm… “Oye… ¿por qué no me haces tú una nueva?”. A ella le entra la risa. Huuuyyyyy. A estas alturas. Qué has dicho. Orlando antes de callar, añade: “podrías intentarlo”. La abuela se pone seria de repente y se incorpora pesadamente. “No te prometo nada, tete. Haré lo que pueda”. Lo que viene a continuación es un beso en la mejilla, un beso con miga y chocolate.
III
Bronca en casa. A Orlando. “¿Tú por qué le dices nada a la abuela?”.  Silencio como respuesta. “¡Menuda película tiene montada ella ahora! ¡Si tienes rota la bolsa es por tu culpa, porque la llevas a arrastrones!”. Más silencio. Sentencia: “No tienes remedio, Orlando”. Fin de la bronca. Por ahora. 
IV
Esquivando el tráfico, que mira que hay coches y coches. Cruzando por donde no hay pasos de cebra. Pasito a pasito. Pues sí que estaba lejos esto. Así ha llegado Emma hasta el escaparate. DEPORTES RIESGO. Se ha puesto las gafas de ver de lejos. Ha mirado con detalle la bolsa blanca. Porque no tiene duda que es ésa. Después de varios minutos, se ha dado la vuelta, “Puaf, eso se hace por la gorra”. Y ha vuelto despacio a casa, otra vez esquivando los dichosos coches y cruzando por donde no hay pasos de cebra.
V
Sola en lo que fue su sala de costura. “Mira que he cosido yo en esta vida…”. Subiéndose a un taburete en peligroso equilibrio. Buscando retales. Cuidando que no le caigan esas cajas encima. Eso le falta a su cabeza. Quien tuvo retuvo. Emma respira con fatiga. Escoge con cuidado. Ahí está. Sabía que tenía, sabía que le quedaba algo. Sonríe. De ahí tiene que salir la bolsa del chico.
VI
Acercando aún más el flexo. Dónde se fue su vista. Encorvándose sobre la mesa. Empuñando las tijeras. Dónde se fue su pulso. Intentando cortar el tejido de lona. Ras-ras. Dónde se fue su fuerza. Desesperándose por momentos. Con lo tranquila que estaba ella, dónde se ha metido.
VII
Se pone nerviosa. “¡Anda, quita, quita, déjame a mí!”. Él protesta. “¡Abuela…!”. Ella aclara. No es porque piense que coser sea una cosa de chicas, ella será antigua pero no es de ésas. Es porque manifiestamente, su nieto es torpe-torpe, y a poco que lo deje en acción, con esas tijeras en su mano, Orlando El Peligroso corta la lona, corta su forro y puestos a cortar, se corta hasta los dedos.
VIII
La Singer ha dicho “no, no y no”. No repunta. Y no tiene solución. Antes de enviarlo todo a la porra, se levanta. Se dirige despacio hacia la mecedora. Se deja caer. Cuenta hasta diez. “Piensa, Emma, piensa”. Sí piensa, sí. Pero lo único que se le ocurre es una bajeza, un inviable, un imposible. Y ella, a estas alturas, ya no está por eso.
IX
Emma empuja la puerta medio atrancada de la Mercería. La reciben con un gesto primero de sorpresa, luego serio. Segundos de silencio tenso. “No te has muerto”, le dice la señora de la tienda. “…a ti no te falta mucho para eso”, le replica ella. Ya se palpa en el ambiente. Se odian. “Qué se te ha perdido”. “No he venido por mí. He venido por mi nieto”. Descarga las piezas hilvanadas de la bolsa. La de la mercería mira el material distante. No cruza una palabra. Se mete en la trastienda. Se escucha la máquina de coser zumbando. Emma mientras, ni pestañea. Pasan unos minutos. Eternos. Sale. Todo repuntado. Todo remachado. Cremallera cosida. “Si fuera para ti, no te lo habría hecho”, exclama. Emma lo revisa: “…para haberlo cosido tú, no está mal del todo… qué te debo”. La modista le responde sonriendo: “…la rabia que te da haber venido a pedirme este favor ya paga todo esto”. Emma ha abierto su monedero. Sobre el mostrador, deja caer un billete de quinientas. “…de mi rabia no se come, del trabajo sí”. Sin despedirse, sale fuera. Suerte que fuera hace aire. Ahí dentro de esa mercería ya le faltaba.
X
Encima de la cama, un paquete. Orlando pregunta. Esto qué es. Empieza a abrirlo. Con cuidado de no rasgar el papel de Deportes Riesgo de Mediavilla. Blanco. Blanco y en botella. Esto por qué es. No es su cumple. No es ninguna fecha señalada. Es… UAUUUHHHHH. Qué pasada. Es la supermegabolsa blanca nuclear. BIEN, BIEN, BIEN. La levanta con un dedo. ¡Gracias, gracias! Su madre sonríe satisfecha. “con lo que vale, ahora que te dure”, le advierte. El trasvase de bártulos lo hace en un santiamén. Aquí los libros, aquí la ropa de la gimnasia, aquí el bocata. Y sobra sitio. Qué cosa más cómoda. Hoy sale eufórico hacia el cole. Imparable. Cualquier peso, aunque sea el de una banda de música, es liviano si se lleva con esta bolsa astronáutica.
XI
Literalmente, Orlando, no se la quita de encima. Ni en el pupitre. Ni en el patio. Es que sirve para calentarse las piernas del frío. Es que sirve para escribir encima como escritorio. Es que sirve como bandeja si hace falta. Es que sirve para sentarse. Es que sirve para tocar el tambor (…)  Los mil y un usos de su mochila mágica.
XII
Y encima es Viernes. A casa de la abuela Emma. A por el pan con el chocolate redondo. Qué extraño. Por qué le abre Wilfredo. Qué hace ahí su hermano mayor si casi nunca va. “¿Y la abuela?”.  “No pasa nada. No te preocupes”. “Pero, ¿y la abuela?”.  “Está bien. Se la llevaron esta tarde. No pasa nada. No pasa nada”. Wilfredo repite tanto ese “no pasa nada”, que automáticamente a Orlando se le encienden las alarmas. Sí pasa. Y está pasando todo. “…por cierto, ha dejado algo para ti en el cuarto de costuras”. Con los ojos chispeantes, corre hacia dentro. Abre de par en par. Todo en orden. La máquina de coser. Sus telas. Sus cestas. El olor de naftalina. Se queda quieto parado. La piel se eriza. De repente, la mochila de marca-marca pesa. Es incómoda. Y da repelús. Qué cosas. Dos mudanzas en un mismo día. Ya ha cogido práctica. Sale reforzado. Ésa sí que sí. Wilfredo espera en la puerta. “Vámonos a casa”, le indica. “No, vamos donde esté la abuela”. Mientras cierran la puerta, mordisco va, mordisco viene al pan con chocolate. “Que nos vamos a casa”. “Que no, que nos vamos donde esté la abuela”. “A casa”. “…donde esté la abuela”. “Qué pesado. A casa”. “… pesado tú, donde esté la abuela”. “A casa, casa, casa”. “Donde esté la abuela, donde esté…


domingo, 14 de febrero de 2016

Existen

No termino de acostumbrarme a las entrevistas. Me pongo tenso. Envarado. Tanto para las fotos en el despacho, donde suplico “primeros planos no, por favor, que se me ven las cicatrices”, como para responder a las preguntas. Con lo ocurrente y espontáneo que creo ser, aquí siempre me quedo en blanco. El periodista toma notas en una tablet al tiempo que registra nuestra conversación con una grabadora. “Ya para terminar, señor Suria… ¿usted cree que los extraterrestres existen?”. Ahí me ha dado. Suelto el aire por la nariz. Entrelazo mis manos. Me muerdo los labios. Mientras, evoco la historia. Qué le digo. Qué. Él se ajusta las gafas. Acaba de darse cuenta de la trascendencia de la pregunta. Trago saliva. Buscando unos minutos de tregua, le doy al “pause”.
* * * * *
I
Quien pensara en Gorroperdido, acertó. El aire purísimo. El bosque de carrascas centenarias. La sombra frondosa. La tierra mullida, blanda, sin apenas piedras. El autobús nos dejó en la parte de arriba, en un margen de la carretera. Y pasado mañana, Domingo, volverá a por nosotros. Entre todos, hemos bajado todos los bultos a la zona de acampada. Quién ha hecho más viajes que nadie. Qué pregunta. Yo. Quién ha plantado la primera tienda de campaña. Qué pregunta. Por supuesto, yo. Inmediatamente después de tensar los últimos vientos y acomodar la mochila, he ido corriendo a la de las chicas, “dejadme que os ayude”. Nieves, siempre reticente, “no, gracias, ya podemos nosotras”. Pero yo, caballeroso: “Insisto”. De un martillazo, zassss, hundo una piqueta. “Dadme otra”, pido. Zassss. “Otra más”. Voy a piñón. Escucho risitas. Levanto la cabeza a ver ése de qué se ríe. “¡…menuda panorámica, Rústico… se te ve toda la hucha!”. Debo de tener la cara roja como un tomate de  tanto agacharme. Ahora todavía más. Con toda la dignidad que me cabe,  trato de subirme un poco el pantalón, agacharme la sudadera y pedirle a Nieves: “otra piqueta, por favor”.
II
“¡Heyyy! ¡Mirad al Rústico!”. Me revienta que me llamen así. Me llamo Isidro Suria. Había que preparar el fuego de campamento. “¿Dónde vas con eso?”. Arrastro una branca de seis metros por lo menos. Ha habido que frenarme. Si no, con mi machete de punta de sierra, acabo dejando todos los árboles sin ramas. Con la que llevo recogida yo solo, pensando en que Nieves me observa, tenemos leña para dos semanas seguidas o más.
III
El guarda ha aparecido para saludar. Ha hablado con el Salus. Ha predicho heladas para esta noche. Ha preguntado que cuántos somos. Veinticinco. Antes de subirse al Land Rover y desearnos una buena estancia en la naturaleza ha advertido que “por cierto, nada de encender fuego”. Lo ha dicho de tal manera que el Salus nos ha llamado inmediatamente al orden, a grito pelado, y ha advertido que, si huele ligeramente a humo, se nos cae el pelo. Hay quien lo toma a guasa, porque al Salus, pelo, lo que se dice pelo, le queda ya poco. 
IV
El frío era esto. Era un no sentir las manos. Un tener la cara acartonada. Un agarrotamiento de cuello. Y un dónde está que no me la encuentro. Rafaelillo se me acerca, “Isidro, tú tienes más calorías que yo… has traído más ropa que nadie… anda, por favor, te lo suplico… déjame tu plumífero…”. Qué me está pidiendo éste. Qué se habrá creído. Al bosque se viene preparado o no se viene. Ni le contesto. Apretujados unos a otros en el refugio, con caras de sueño, sin querer irnos a dormir porque qué es eso de retirarse tan temprano, busco la mirada de Nieves. Ahí está. Tirita. Castañetean sus dientes. Por ella sí. Me levanto y me acerco hasta ella. Me quito el plumífero. Ante un “uhhhhhh” general, a los demás que les den. Ella no me dice que no. Su gratitud vale un cielo. Pero jopeta, qué frío hace en este pueblo y cuántas estrellas hay bajo su firmamento.
V
Durante la marcha del Sábado hay quien me dice que me calle para ahorrar energía. Quiá. Me sobra de eso por todos los sitios. Voy delante de todos. Me subo a un árbol. Me tiro. Como un mono. Trepo por una peña escarpada. Saludo al respetable. EOOOOOO. Que me vean bien. Pero que me vea Nieves. Siempre hace como que no, pero sé que está pendiente de mí. A Rafaelillo ya le he repetido que lo importante es saber defenderse de un ataque. “Si me viene alguien con malas intenciones, le hago un hiponsinague”. “Eso… qué es”. No se lo explico. Se lo hago. Chillando, cae todo lo ancho que es en el suelo. Con la nobleza que me caracteriza, le ayudo a incorporarse, le sacudo la tierra de la cazadora, pero veo que tiene muy poca correa. Me ha dicho: “Rústico; tú estás majara”; me ha mandado a pastar y me ha pedido que no le vuelva a dirigir la palabra nunca más. Exagerado.
VI
Al Salus le pregunto que para cuándo la próxima Acampada. “No sé, Rústico, no sé”. Como dijera César, suspiro: “¿Tú también (me llamas Rústico), hijo mío?”.  Hemos plegado las tiendas y puesto los cacharros en sus cajas. Pasa revista. Como todo está correcto y no nos quiere ver parados, ordena una batida de recogida de papeles. “¡…joooo, pero si no son nuestros!”. Da lo mismo. Ahora, hasta que venga el autobús, quiere que nos acerquemos hasta el Embalse de las Piedras. Hay quien protesta: “¡…me duelen los pies!”. Veo que Nieves y sus amigas se ponen en camino. ¡Bien! Recojo la cuerda por si he de escalar algo y en dos zancadas me pongo delante. Abriré la expedición y las protegeré de cualquier mal que les aceche.
VII
No estaba lejos el embalse ése. Remontando esa ladera ya se tiene que ver. Cojo aire. Les he sacado tanta ventaja que ya ni les veo. Voy a hacerles señas. “¡Es por aquí!”. Escucho el silencio. Las hojas al moverse. Los pájaros. Y un poco lejano, un grito. UN GRITO. Reconozco la voz de Nieves. Me da un vuelco el corazón. Doy la vuelta. Y a toda paleta corro lo más que puedo. Es Nieves. Grita. Y si grita es porque está en peligro.
VIII
Cuando llego ya está ahí con ellas el Salus. Y los del grupo de atrás. Señalan hacia allá. No pasa nada y sí que pasa. Menudo susto. Un individuo les ha salido al paso, ha abierto de par en par su gabardina y les ha enseñado su cosa. El Salus pide datos, cómo era, no la cosa, sino el tipo y hacia dónde se ha ido. Se atropellan las descripciones. No ha pasado nada y sí que ha pasado. Rebotan las palabras. Gabardina gris. Pirindola peluda. Se fue por allá. No escucho más. Salgo corriendo, campo a través, por donde Nieves ha señalado que se fue ese joputa.
IX
Chan-chan, chan-chan, chan-chan. Yo mismo me hago la música. In crescendo. El caso es que no sé dónde voy. No sé qué huellas buscar. Sólo quiero topármelo de cara y destrozar al desalmado ése. Chan-chan, chan-chan, chan-chan. Agudizo la vista. Tengo el Embalse de las piedras puñeteras casi delante. Casi sin agua. ¡Estoy de suerte! Allá bajo huye como un cobarde el tío del capullo. Dando traspiés, ladera abajo, vuelo. Jopeta, como me caiga aquí me rompo la crisma y me quedo sin dientes. Lo tengo entre ceja y ceja. Yo a éste lo atrapo como que me llaman Rústico.  UAAAAAHHHHHH. Es mi grito de guerra. Me planto delante de él como un león. Será más  mayor. Será más fuerte. Pero yo lo destrozo. Ni tiempo le doy a hablar. Lo primero, un hiponsinague. Pero es que pesa el doble que Rafaelillo. Con éste no puedo. Tengo que cambiar de estrategia. Me acuerdo de la cuerda. Tengo el factor sorpresa de mi lado y un pino piñonero en mi otro lado. Lo rodeo, estiro, tenso. No reacciona. “¡Ya te tengo, mal bicho, tú de ahí no te escapas!”. Todo en cuestión de segundos. “¿Qué haces? ¡suéltame, enano!”. Suerte tiene que no le abra esa gabardina y no le dé en toda la pichuleta. Me enjugo el sudor. Miro al cielo. Tengo que pedir refuerzos ahora. Llamar a los míos, a la Guardia Civil, a la Policía Nacional, al ejército del aire,  para que se hagan cargo. Me aseguro que está bien atado, que de ahí no se mueve. Y desoyendo los gritos del maniatado, tal como he llegado, enfilo ladera arriba, camino de vuelta.
X
Cuando derrengado y sin aliento llego a la base de la Acampada, el Salus está enfadado, cabreado, “…pero… ¿tú dónde te habías metido, Rústico?, ¡todo el mundo buscándote, el autobús esperando!”. “Yo, yo…”. Señalo hacia el embalse. El Guarda Forestal ha bajado de su Land Rover y conversa con dos guardia civiles. El Salus aclara: “…ahí se llevan al exhibicionista, lo han detenido… es un hombre del pueblo que no rige bien”. Glup. Desde las ventanillas todos me miran. EEEEEHHHHHHHH. Nieves también. “Te la vas a cargar con todo el equipo, Rústico”. Bajo la cabeza. Trato de decir… “Pero... pero”. Me empujan hacia arriba. El autocar arranca. “Más te vale no decir nada: Por tu culpa vamos a pillar atasco para entrar en Mardebé”.
XV
Durante todos estos días, con los ojos llenos de angustia,  he estado esperando a que la puerta de mi habitación se abriera y apareciera el (otro) tío de la gabardina señalándome con su dedo acusador: “¡FUE ÉL!”. Durante todos estos días, he abierto el periódico por la página de Comarcas, para enterarme si “un hombre atado a un pino es rescatado en Gorroperdido”, o si por el contrario me encuentro con un “hallado un hombre congelado atado a un pino de Gorroperdido”.  Glup. Nada. He repasado con pavor las gélidas temperaturas de Gorroperdido. Mínimas de menos seis. Mis padres se han alarmado con mi bajón anímico. “…a este niño le pasa algo”.
XVI
Aunque ya no pienso hacer ni un hiponsinague en lo que me queda de vida, he vuelto a ser el mismo, he vuelto a sonreír cuando he escuchado en la radio que aquella noche fue avistada una luz extrañísima. Un objeto volante no identificado sobrevoló los cielos de Gorroperdido. Ufffff. Ahí me ha cuadrado todo. Qué cabrón. Qué bien caracterizado estaba el tío con su gabardina y todo.
* * * * *
“…mmmm…. señor Suria… le estaba preguntando si usted cree que los extraterrestres existen”. Vuelvo de mi abstracción. Más me vale después de todos estos años. Más me vale. Ante la atónita mirada de mi entrevistador afirmo con toda rotundidad: “EXISTEN”.