I
Niego la mayor. A quien me diga que no soy chiquillero. Porque me ven casi
siempre muy serio. Porque me voy por una punta en cuanto veo aparecer a los
críos por la otra. Porque no soy muy de dar la manga para que luego me cojan el
hombro. Porque, antes de que se pongan a jugar en la puerta de casa y den un
balonazo al cristal, que me los conozco, ya estoy yo levantando la persiana y saliendo
al balcón para que se vayan a otro sitio. “¡Con lo grande que es el pueblo y
tenéis que venir aquí!”. Será por el caso que me hacen. Después de cerrar el
ventanal, entro dentro, me siento junto a la mesa del despacho, trato de
concentrarme y a los dos minutos justos, ya los tengo otra vez ahí, dando
gritos y voces. Y entonces es cuando me pongo a buscar por los bolsillos ese
imán que debo tener escondido sin saber dónde, ése que atrae hacia mí a los
críos como el azúcar a las moscas. Dónde habré puesto los tapones para las
orejas. Sí, dicen que no soy chiquillero. Los que lo dicen, para cambiar de
opinión, seguramente esperarían que, ahora, me pusiera las botas de fútbol, los
pantaloncitos cortos, y saliera a la placeta a regateármelos a todos.
II
EL ABUELO DE ALLÁ ARRIBA // -IBA!! // ES UN ABUELO MUY TONTO // -ONTO!!// POR LAS TARDES QUIERE HACER SIESTA // -ESTA!!!//
Y POR LAS NOCHES QUIERE JUERGAAAAA//.
Qué rebordes son. Mira qué serenata me están dedicando. Ni entonan ni
tienen rima ni nada. Esto es cosa de alguno de sus padres, que estarán mirando
por los quicios de las ventanas, aguantándose la risa, a ver si salgo. Van listos.
Dónde había puesto yo los tapones para las orejas. No estarán muy lejos.
III
A Lucía no le podía decir que no. Me ha dado un beso en la mejilla, que no
sé cómo no se ha puesto roja, (mi mejilla, no ella). Después se ha agachado y
le ha dado otro a la niña, “pórtate bien, peque, que no me entere yo que le
haces hablar a Nicolás”, se ha ajustado el bolso en el hombro, y ha salido
bajando los escalones de dos en dos. No tenía con quién dejarla. Y ahí está la
niña. Durante un par de minutos estamos los dos mirándonos, sin saber qué decirnos.
Parece que, de un momento a otro, va a hacer pucheros. Ya va, ya va. Parece que
se va a dar la vuelta, va a intentar abrir y va a salir a escape. Ya va, ya va.
Y si hace eso, yo qué hago. Carraspeo. Le hablo alzando la voz y con falsete: “¿Quie-res
di-bu-jar, Lu-ci-i-ta?”. Como si estuviera sorda o no entendiera el castellano.
Se ha encogido de hombros, que es como decir que sí. Mientras he entrado en el
despacho a por los folios, ha sonado un PLAAAAAAAM en toda la persiana. Son
esos pequeños delincuentes que, si encalan la pelota, que no se molesten en venir
a recogerla, porque se quedan sin ella.
IV
Qué cielo de niña. No dirás que da guerra. TOC-TOC. “¿Pasa algo, Luciita?”.
Viene con un folio en una mano. Un boli en la otra. Y dos garabatos. “Me
aburrooooo”, exclama. Arrastro la silla. Me levanto. “¿Quieres que te ponga un
poco de merienda?”. Se encoge de hombros, que hemos quedado que es como decir
que sí. Voy hacia la cocina, a ver qué hay por ahí que sea de su gusto.
V
Qué cielo de niña. TOC-TOC. “¿No te gusta el pan con chocolate?”. Ni dos
bocaditos le ha dado. “Me aburrooooo”, dice de nuevo, “¿cuándo va a venir mi
mami?”. Miro el reloj. No han pasado ni veinte minutos. Arrastro la silla. Me
levanto. “¿Quieres ver la tele?”. No sé qué hacen. No sé qué dan. Ella dice que
sí. Es decir, se ha encogido de hombros.
VI
Qué cielo. TOC. “Me aburrooooo”. Arrastro la silla y me levanto. Me paso la
mano por la cabeza. A ver qué se me ocurre. Miro alrededor de mí. “¿Quieres que
te enseñe el telón que tengo?”. ¿Un telón?”. Bueno, telón lo que se dice telón…
Es un tapete. “El telón del millón de caras”. Luci abre sus ojos
desmesuradamente. Se cree que estoy un poco chalado. “No estoy”, me escondo
tras el telón. “¡Ahora sí estoooooy!”. Y pongo cara de payasete. Espero. Vaya.
Le ha hecho gracia. Le ha chocado que un tipo tan serio como yo tenga esa vis
cómica. “Otra vez no estoy”. Pausa. Expectación. “¡Ahora sí estoooooy!”. Vaya
juego de cejas el mío. Luciita se parte.
Se troncha. A ver si se mea encima. La siguiente cara que pondré… es total. Hincharé los mofletes. Allá voy. “Ahora
no estoy”. Redoble de tambores, por favor. Intuyo que la peque contiene la
respiración, estará pensando: “por dónde me saldrá el tío éste”. “¡Y ahora sí
que estoooooooy!”. Menudo impacto. Carcajada total. Chispean sus ojitos. Vaya
éxito. Después, a la noche, haré un autoshow ante el espejo. Debo de estar para
no perderme.
VII
“Vámonos peque, que se hace tarde”, dice Lucía. La niña se queja: “Me duele
la tripita”. “Eso es que tienes hambre, ahora enseguida mami te hará la cena”. “No,
no: eso es de tanto reírme”. Yo estoy en mi línea, con mi cara de palo. “Anda,
Luciita, anda, que tú también tienes unas cosas con el pobre Nicolás…”. A Luciita,
le guiño un ojo sin que su mamá se dé cuenta. La chiquilla, bajando la
escalera, se descuajaringa de la risa. Para que luego digan que no soy
chiquillero.
.......................
XCV
He estado al quite. Según los he visto venir por el fondo de la placita, he
salido a su encuentro. El joven, al verme ha intentado esquivarme cruzando al
otro lado de la calle, estirando la manita del pequeño. “Eh, un momento”, les
he pedido. Se han quedado entonces quietos los dos. “Toma, chico…”, le he dado
una pelota. Está ahora un poco deshinchada. “…este balón lo encaló tu padre
hace unos cuantos años y no se había atrevido a pedírmelo”. Están petrificados.
Cortados. El nano ha recogido el balón con entusiasmo. Al mayor, otrora niño
gamberrete y cantor, le ha salido un atragantado: “grrrracias, señor”. Y yo me
he dado la vuelta. Con una satisfacción de deber cumplido. Arriba, en casa,
sólo me quedan ya por devolver tres balones. De reglamento.
XCVI
Es inconfundible. Es Luciita. Qué cielo. Qué mayor y guapa se ha hecho.
Como su madre. Está manejando el móvil. Voy por detrás hacia ella. No me ha
visto. Aunque hace frío, desanudo mi bufanda. Será mi telón. Me tapo, me
acerco, y le digo: “¡NO ESTOOY!”.
XCVII
Osti tú, qué leche. Qué genio. No me ha dado ni tiempo a exclamar: “¡SÍ QUE
ESTOOOOY!”. Gafas por los aires y ojo a la funerala. Me quedo aturdido. Ella,
al percatarse de que soy yo, me ayuda a incorporarme, toda azorada: “Pero
hombre, Nicolás, ¿cómo se te ha ocurrido? ¡Menudo susto me has dado”. Noto el
escozor. Y la hinchazón me sube por momentos. “Disculpa, Luciita, esto me pasa
por ser tan chiquillero… sólo quería sorprenderte con el telón del millón de
caras… y la verdad es que lo he conseguido… porque esta cara que se me está
quedando, seguro seguro, que nunca te la había puesto antes…”.
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