domingo, 9 de diciembre de 2012

Chiquillero



I
Niego la mayor. A quien me diga que no soy chiquillero. Porque me ven casi siempre muy serio. Porque me voy por una punta en cuanto veo aparecer a los críos por la otra. Porque no soy muy de dar la manga para que luego me cojan el hombro. Porque, antes de que se pongan a jugar en la puerta de casa y den un balonazo al cristal, que me los conozco, ya estoy yo levantando la persiana y saliendo al balcón para que se vayan a otro sitio. “¡Con lo grande que es el pueblo y tenéis que venir aquí!”. Será por el caso que me hacen. Después de cerrar el ventanal, entro dentro, me siento junto a la mesa del despacho, trato de concentrarme y a los dos minutos justos, ya los tengo otra vez ahí, dando gritos y voces. Y entonces es cuando me pongo a buscar por los bolsillos ese imán que debo tener escondido sin saber dónde, ése que atrae hacia mí a los críos como el azúcar a las moscas. Dónde habré puesto los tapones para las orejas. Sí, dicen que no soy chiquillero. Los que lo dicen, para cambiar de opinión, seguramente esperarían que, ahora, me pusiera las botas de fútbol, los pantaloncitos cortos, y saliera a la placeta a regateármelos a todos.

II
EL ABUELO DE ALLÁ ARRIBA // -IBA!! // ES UN ABUELO MUY TONTO // -ONTO!!//  POR LAS TARDES QUIERE HACER SIESTA // -ESTA!!!// Y POR LAS NOCHES QUIERE JUERGAAAAA//.

Qué rebordes son. Mira qué serenata me están dedicando. Ni entonan ni tienen rima ni nada. Esto es cosa de alguno de sus padres, que estarán mirando por los quicios de las ventanas, aguantándose la risa, a ver si salgo. Van listos. Dónde había puesto yo los tapones para las orejas. No estarán muy lejos.

III
A Lucía no le podía decir que no. Me ha dado un beso en la mejilla, que no sé cómo no se ha puesto roja, (mi mejilla, no ella). Después se ha agachado y le ha dado otro a la niña, “pórtate bien, peque, que no me entere yo que le haces hablar a Nicolás”, se ha ajustado el bolso en el hombro, y ha salido bajando los escalones de dos en dos. No tenía con quién dejarla. Y ahí está la niña. Durante un par de minutos estamos los dos mirándonos, sin saber qué decirnos. Parece que, de un momento a otro, va a hacer pucheros. Ya va, ya va. Parece que se va a dar la vuelta, va a intentar abrir y va a salir a escape. Ya va, ya va. Y si hace eso, yo qué hago. Carraspeo. Le hablo alzando la voz y con falsete: “¿Quie-res di-bu-jar, Lu-ci-i-ta?”. Como si estuviera sorda o no entendiera el castellano. Se ha encogido de hombros, que es como decir que sí. Mientras he entrado en el despacho a por los folios, ha sonado un PLAAAAAAAM en toda la persiana. Son esos pequeños delincuentes que, si encalan la pelota, que no se molesten en venir a recogerla, porque se quedan sin ella.

IV
Qué cielo de niña. No dirás que da guerra. TOC-TOC. “¿Pasa algo, Luciita?”. Viene con un folio en una mano. Un boli en la otra. Y dos garabatos. “Me aburrooooo”, exclama. Arrastro la silla. Me levanto. “¿Quieres que te ponga un poco de merienda?”. Se encoge de hombros, que hemos quedado que es como decir que sí. Voy hacia la cocina, a ver qué hay por ahí que sea de su gusto.

V
Qué cielo de niña. TOC-TOC. “¿No te gusta el pan con chocolate?”. Ni dos bocaditos le ha dado. “Me aburrooooo”, dice de nuevo, “¿cuándo va a venir mi mami?”. Miro el reloj. No han pasado ni veinte minutos. Arrastro la silla. Me levanto. “¿Quieres ver la tele?”. No sé qué hacen. No sé qué dan. Ella dice que sí. Es decir, se ha encogido de hombros.

VI
Qué cielo. TOC. “Me aburrooooo”. Arrastro la silla y me levanto. Me paso la mano por la cabeza. A ver qué se me ocurre. Miro alrededor de mí. “¿Quieres que te enseñe el telón que tengo?”. ¿Un telón?”. Bueno, telón lo que se dice telón… Es un tapete. “El telón del millón de caras”. Luci abre sus ojos desmesuradamente. Se cree que estoy un poco chalado. “No estoy”, me escondo tras el telón. “¡Ahora sí estoooooy!”. Y pongo cara de payasete. Espero. Vaya. Le ha hecho gracia. Le ha chocado que un tipo tan serio como yo tenga esa vis cómica. “Otra vez no estoy”. Pausa. Expectación. “¡Ahora sí estoooooy!”. Vaya juego de cejas el mío. Luciita se  parte. Se troncha. A ver si se mea encima. La siguiente cara que pondré…  es total. Hincharé los mofletes. Allá voy. “Ahora no estoy”. Redoble de tambores, por favor. Intuyo que la peque contiene la respiración, estará pensando: “por dónde me saldrá el tío éste”. “¡Y ahora sí que estoooooooy!”. Menudo impacto. Carcajada total. Chispean sus ojitos. Vaya éxito. Después, a la noche, haré un autoshow ante el espejo. Debo de estar para no perderme.

VII
“Vámonos peque, que se hace tarde”, dice Lucía. La niña se queja: “Me duele la tripita”. “Eso es que tienes hambre, ahora enseguida mami te hará la cena”. “No, no: eso es de tanto reírme”. Yo estoy en mi línea, con mi cara de palo. “Anda, Luciita, anda, que tú también tienes unas cosas con el pobre Nicolás…”. A Luciita, le guiño un ojo sin que su mamá se dé cuenta. La chiquilla, bajando la escalera, se descuajaringa de la risa. Para que luego digan que no soy chiquillero.

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XCV
He estado al quite. Según los he visto venir por el fondo de la placita, he salido a su encuentro. El joven, al verme ha intentado esquivarme cruzando al otro lado de la calle, estirando la manita del pequeño. “Eh, un momento”, les he pedido. Se han quedado entonces quietos los dos. “Toma, chico…”, le he dado una pelota. Está ahora un poco deshinchada. “…este balón lo encaló tu padre hace unos cuantos años y no se había atrevido a pedírmelo”. Están petrificados. Cortados. El nano ha recogido el balón con entusiasmo. Al mayor, otrora niño gamberrete y cantor, le ha salido un atragantado: “grrrracias, señor”. Y yo me he dado la vuelta. Con una satisfacción de deber cumplido. Arriba, en casa, sólo me quedan ya por devolver tres balones. De reglamento.

XCVI
Es inconfundible. Es Luciita. Qué cielo. Qué mayor y guapa se ha hecho. Como su madre. Está manejando el móvil. Voy por detrás hacia ella. No me ha visto. Aunque hace frío, desanudo mi bufanda. Será mi telón. Me tapo, me acerco, y le digo: “¡NO ESTOOY!”.

XCVII
Osti tú, qué leche. Qué genio. No me ha dado ni tiempo a exclamar: “¡SÍ QUE ESTOOOOY!”. Gafas por los aires y ojo a la funerala. Me quedo aturdido. Ella, al percatarse de que soy yo, me ayuda a incorporarme, toda azorada: “Pero hombre, Nicolás, ¿cómo se te ha ocurrido? ¡Menudo susto me has dado”. Noto el escozor. Y la hinchazón me sube por momentos. “Disculpa, Luciita, esto me pasa por ser tan chiquillero… sólo quería sorprenderte con el telón del millón de caras… y la verdad es que lo he conseguido… porque esta cara que se me está quedando, seguro seguro, que nunca te la había puesto antes…”. 

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