I
Giro la llave. Empujo. Abro la puerta. Está oscuro. “¡Abuelooooo!”. Aviso
que entro, no sea que, como no oye bien del todo, le vaya a dar un susto. Yo sí
me enciendo la luz, no quiero tropezar ni romper alguna de las figuritas de porcelana
de su colección incompleta. Tiempo atrás estaba completa, hasta que cayeron dos,
víctimas de un pelotazo perdido. Silbo para disimular. Qué mano invisible
tiraría aquella pelotita. Ahora huele a cerrado. La verdad, es que si él me
echa en cara que hace tiempo que no vengo, tiene toda la razón. No tengo ninguna
excusa que darle. Y hoy estoy aquí porque mi madre me lo ha pedido. “Rubén,
podrías pasarte un ratito por casa del abuelo”. Si no, tampoco. “¡Abuelooooo!”.
No contesta. Yo, directo al fondo de la casa. Estará ahí. Ella me ha advertido
que, en muy poco tiempo, él ha pegado un bajón tremendo. Con lo proactivo que
ha sido el abuelo toda la vida, ahora está siempre cansado. “A ver si lo animas
un poco”. A quién se lo ha ido a pedir. A la alegría de la huerta, nada menos. Ahí
está. Sentado en su sillón de mimbre. “¡Abuelo!”. Gira lentamente su cuello. Me
sonríe. “Eh, Rubén”. Sí: me ha reconocido. De cara, el ventanal que da a la calle.
Sobre su rostro enjuto, la luz oscilante y amarillenta del farolillo de la vela.
Tiene la voz afónica, débil. Se lleva la mano para taparse la boca. Y bosteza.
Largamente. “¿Estás cansado?”. “No”. Luego se corrige: “Bueno, estoy cansado de no
hacer nada”. Me ofrece entonces asiento. Y vuelve a bostezar. Van dos. Bufff,
está rendido. “¿Por qué no te acuestas, abuelo?”. Niega con rotundidad. “Luego
no me duermo. Aquí estoy mejor”, asegura. Mi madre se había quedado corta. Yo
lo encuentro muy demacrado. Se va un poco de lado. Va a dar una cabezada, pero
corrige la trayectoria. Me pongo frente a él. Mientras, va ya por el tercer
bostezo. “Hambre, sueño o perrería grande”, le digo. “Ninguna de esas tres
cosas”, me asegura, “esto, esto son ocurrencias de tu abuela”.
* * * * *
Al punto me he sobresaltado. Con el corazón a mil. Hace como dos veranos
que la abuela se fue. Dos ya. A él le están brillando los ojillos. Y yo voy a
cambiarle de tema para que no siga por ahí. Él sigue con su voz tomada: “Tú
eres el único al que se lo puedo contar, Rubén… Si me guardas el secreto, claro”.
No sé qué contestarle. Mientras, los párpados se le cierran con fuerza y la
boca se le abre inspirando todo el aire que le cabe. “Cuando ella ya estaba
muy, pero que muy malita, me dijo: Amadeo, tú no te preocupes, que aunque no me
veas, yo pienso estar aquí, contigo. No me creía nada, claro. No digas eso,
mujer. Pero me lo repitió varias veces. Tantas que, al final, tuve que
preguntarle, que cómo yo me podría dar cuenta. Y me dijo, Amadeo, cada vez que
bosteces, es porque yo estoy ahí, a tu lado”. Según lo estoy escuchando, a mí se
me ponen los pelos de punta. Le riño cariñosa pero contundentemente: “Abuelo,
abuelo, otra de tus historietas fantásticas”. La lucecilla de la vela parpadea
entonces. Un bostezo irreprimible se apodera de mí. Y otro, con él, hace lo
propio. Nos reímos de buena gana. Porque nos parecemos a los leones de la
metro.
II
De repente, la lluvia. El limpia no se adecua a la velocidad con la que
impactan las gotas en la luna del coche. O se pasa. O se queda corto. Hay atasco
en la autovía. “Llegaremos tarde”, dice mi mujer. “Paciencia”, respondo yo.
Estamos totalmente parados. Es cuando me pica el codo derecho. Uffffffff. Pero
qué picorrrrrrrrr. Otra vez. Me rasco. Compulsivamente. “Rubén: de ésta no pasa. Mañana pides hora para el dermatólogo y
que te miren bien. No es normal que de tanto en tanto te den esos picores tan
salvajes, así de repente. A lo mejor es una alergia grave…”. Asiento con la
cabeza. Ya arrancan un poco los de delante. “¿Me estás oyendo, Rubén? Esta vez
llama y no lo dejas pasar… ¡deja ya de sonreír como si estuvieras lelo y deja
ya de rascarte, que es peor!”. No, no paro.
Me pica. Bueno. Ya veré. Si llamo. O si no. Porque sé que no va a
encontrarme nada raro el dermatólogo. Pero sobre todo, abuelo, abuelo, porque ya
te vale cuando me dijiste entre bostezos contagiosos y partiéndote de risa lo
mucho que te gustaba picarme.
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