domingo, 11 de noviembre de 2012

Entre bostezos



I
Giro la llave. Empujo. Abro la puerta. Está oscuro. “¡Abuelooooo!”. Aviso que entro, no sea que, como no oye bien del todo, le vaya a dar un susto. Yo sí me enciendo la luz, no quiero tropezar ni romper alguna de las figuritas de porcelana de su colección incompleta. Tiempo atrás estaba completa, hasta que cayeron dos, víctimas de un pelotazo perdido. Silbo para disimular. Qué mano invisible tiraría aquella pelotita. Ahora huele a cerrado. La verdad, es que si él me echa en cara que hace tiempo que no vengo, tiene toda la razón. No tengo ninguna excusa que darle. Y hoy estoy aquí porque mi madre me lo ha pedido. “Rubén, podrías pasarte un ratito por casa del abuelo”. Si no, tampoco. “¡Abuelooooo!”. No contesta. Yo, directo al fondo de la casa. Estará ahí. Ella me ha advertido que, en muy poco tiempo, él ha pegado un bajón tremendo. Con lo proactivo que ha sido el abuelo toda la vida, ahora está siempre cansado. “A ver si lo animas un poco”. A quién se lo ha ido a pedir. A la alegría de la huerta, nada menos. Ahí está. Sentado en su sillón de mimbre. “¡Abuelo!”. Gira lentamente su cuello. Me sonríe. “Eh, Rubén”. Sí: me ha reconocido. De cara, el ventanal que da a la calle. Sobre su rostro enjuto, la luz oscilante y amarillenta del farolillo de la vela. Tiene la voz afónica, débil. Se lleva la mano para taparse la boca. Y bosteza. Largamente. “¿Estás cansado?”.  “No”.  Luego se corrige: “Bueno, estoy cansado de no hacer nada”. Me ofrece entonces asiento. Y vuelve a bostezar. Van dos. Bufff, está rendido. “¿Por qué no te acuestas, abuelo?”. Niega con rotundidad. “Luego no me duermo. Aquí estoy mejor”, asegura. Mi madre se había quedado corta. Yo lo encuentro muy demacrado. Se va un poco de lado. Va a dar una cabezada, pero corrige la trayectoria. Me pongo frente a él. Mientras, va ya por el tercer bostezo. “Hambre, sueño o perrería grande”, le digo. “Ninguna de esas tres cosas”, me asegura, “esto, esto son ocurrencias de tu abuela”.         

* * * * *
Al punto me he sobresaltado. Con el corazón a mil. Hace como dos veranos que la abuela se fue. Dos ya. A él le están brillando los ojillos. Y yo voy a cambiarle de tema para que no siga por ahí. Él sigue con su voz tomada: “Tú eres el único al que se lo puedo contar, Rubén… Si me guardas el secreto, claro”. No sé qué contestarle. Mientras, los párpados se le cierran con fuerza y la boca se le abre inspirando todo el aire que le cabe. “Cuando ella ya estaba muy, pero que muy malita, me dijo: Amadeo, tú no te preocupes, que aunque no me veas, yo pienso estar aquí, contigo. No me creía nada, claro. No digas eso, mujer. Pero me lo repitió varias veces. Tantas que, al final, tuve que preguntarle, que cómo yo me podría dar cuenta. Y me dijo, Amadeo, cada vez que bosteces, es porque yo estoy ahí, a tu lado”. Según lo estoy escuchando, a mí se me ponen los pelos de punta. Le riño cariñosa pero contundentemente: “Abuelo, abuelo, otra de tus historietas fantásticas”. La lucecilla de la vela parpadea entonces. Un bostezo irreprimible se apodera de mí. Y otro, con él, hace lo propio. Nos reímos de buena gana. Porque nos parecemos a los leones de la metro.

II
De repente, la lluvia. El limpia no se adecua a la velocidad con la que impactan las gotas en la luna del coche. O se pasa. O se queda corto. Hay atasco en la autovía. “Llegaremos tarde”, dice mi mujer. “Paciencia”, respondo yo. Estamos totalmente parados. Es cuando me pica el codo derecho. Uffffffff. Pero qué picorrrrrrrrr. Otra vez. Me rasco. Compulsivamente. “Rubén: de ésta no  pasa. Mañana pides hora para el dermatólogo y que te miren bien. No es normal que de tanto en tanto te den esos picores tan salvajes, así de repente. A lo mejor es una alergia grave…”. Asiento con la cabeza. Ya arrancan un poco los de delante. “¿Me estás oyendo, Rubén? Esta vez llama y no lo dejas pasar… ¡deja ya de sonreír como si estuvieras lelo y deja ya de rascarte, que es peor!”. No, no paro.  Me pica. Bueno. Ya veré. Si llamo. O si no. Porque sé que no va a encontrarme nada raro el dermatólogo. Pero sobre todo, abuelo, abuelo, porque ya te vale cuando me dijiste entre bostezos contagiosos y partiéndote de risa lo mucho que te gustaba picarme. 

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