I
“¡Estás como una cabra, hermana! ¿Cómo se te ha ocurrido?”. No me he podido
callar. Cuando me ha pedido que viniera, toda misteriosa ella, no me imaginaba
ni por lo más remoto para qué era. He entrado en su casa, a saltos, como casi
siempre, “pasa, pasa, Epi y no te asustes”, y allí, en medio del comedor, se
alzaba una enorme caja de madera que medía un metro y pico. Con la etiqueta del
transporte aéreo. “Adivina qué es…”. Ni idea. “¡El robot!”. Al pronto me he
quedado en blanco. ¿El robot? ¿Qué robot? “¡Sí, chico, sí: el robot con el que
estuvimos discutiendo en aquel centro comercial de Owekina!”. Me llevo las
manos a la boca. Incrédulo. Yo pensaba que alguien, escondido en alguna cabina,
teledirigía aquel cacharro humanoide y le ponía la voz. Y luego resultó que no,
que se trataba de una máquina casi casi perfecta. Pero… ¿en serio? No me lo
acabo de creer. ¿Cómo te has atrevido? Menudo capricho. Con la falta que le
hace el dinero y va y se lo gasta en esto. Mis sobrinitos dan vueltas
alrededor, “Yupi, nos ha traído un juguete la mami” y discuten sobre el nombre
que le van a poner. Gana Moko Sito. Estos
nanos, para bautizar, no tienen parangón. Mientras, mi cuñado pone esa cara de resignación que le
caracteriza. Me acerco a la tapa y la levanto. Viene despiezado. “…para eso
cuento contigo, ¿eh? Tú lo ensamblas”. Ojeo el manual de instrucciones. No, no
parece complicado. Esto, yo por la gorra.
Pero le cojo de la mano e insisto: “Nerea, estás como una cabra”.
II
Voy a ratitos a casa de mi hermana. Cuando puedo. La verdad es que no me
cunde mucho. Tiene componentes milimétricos, como si fuera un puzzle con diez
mil piezas. Y yo tengo mis prioridades. Hoy, cuando he llegado, la he encontrado muy seria, con el gesto
torcido. “Qué te pasa”. Me ha dado la callada por respuesta. Le he dicho: “Esta
tarde me tengo que ir antes, que he quedado”. Ahí sí, ahí ha sido cuando ha
saltado con un: “eso es lo que me pasa, que no te tomas en serio esto, que han
pasado dos meses largos y que prácticamente no he visto que hayas avanzado nada”.
Los peques han aparecido entonces para saludar y nosotros hemos bajado nuestro
tono de voz. En vez de contestarle, he cogido el teléfono y he marcado el
número de Silvia. “Oye, no me esperes, que no voy a poder ir”.
III
Esto va tomando forma. Toca ahora ensamblar las extremidades. Entonces
será, llegará el gran momento. El armatoste éste cobrará vida. “¡Nerea, ven,
corre!”. Aparece el pack familiar completo, detrás de la puerta del cuarto
trastero, que ha hecho las veces de cuartel general del montaje cibernético. Un
oohhh muy grande. Ahí está, como si fuera un madelman gigante. Emoción
contenida. Que sepa Nerea que yo cumplo. Me puede costar un poco más, un poco
menos, pero aquí está el fruto de mi compromiso. “Bueno, venga, ¿estáis
preparados?”. No puede haber más expectación. “¡Moko Sito, Moko Sito!”, jalean
a coro. “Dale a este botón, por favor”. Click. Esperamos. Nada. Cómo que nada. “Dale
otra vez”. Click, click. Sí, nada de nada. Un montón de click, click y otra vez
click. Los niños ponen cara de desencanto. Y yo, yo me rasco la cabeza porque
esto tendría que ir. Nerea se retira, tirando suavemente de su marido y de los
críos. Sabe que a mí no me gusta que me miren mientras trabajo.
IV
He llevado el manual a mi casa otra vez. Para estudiarlo a fondo. He
revisado de pe a pa todo el proceso. Por si me he equivocado en algo. Algo
tiene que haber mal. Me extrañaría, pero… ¡Ya está! Tengo que seguir las
instrucciones en el lenguaje original, owekinano. Seguramente ahí está la clave.
Me apoyo con el traductor de internet. Repaso palabra por palabra, esquema por
esquema. Absorto en ello, se me hacen las tres de la mañana. Tengo que irme a
dormir ya si quiero rendir mañana. Me acuesto. Pero la cabeza sigue acelerada y
no consigo pegar ojo. En mis pensamientos sólo sale el puto robot dándome
palmaditas en el hombro. Y riéndose de mí.
V
Me faltaban tres conexiones. Tres. Ya podía yo intentar que este trasto se
moviera, ya. Aprieto mis manos, que parecen las del cirujano de Frankenstein. Y
saco todo los craaaaacks de mis nudillos. Me pongo con ello. Esta vez no les
llamaré. Primero que el bicho me salude a mí cuando mueva sus ojos biónicos. Y
luego, que se presente al personal. A la de una, a la de dos. A la de treeeees.
Hale hop. Mmmmm. Nada. Nada. Nada. Me descorazono. Voy al comedor, cabizbajo, donde
ahora cenan Nerea, mi cuñado y los chiquillos. En mi semblante comprenden que
hoy tampoco hay fumata blanca. “Me voy. Vuelvo otro día”. Ella hace un gesto
para acompañarme. No, no hace falta. Conozco el camino. Ya cierro yo la puerta
al salir.
VI
La llamo desde el aeropuerto. “Me voy a Owekina”. He cogido una semana de
vacaciones. Allí contactaré con los fabricantes. Directamente. Y estudiaré a
fondo el mecanismo que lo mueve. Desde el auricular, ella me lee la cartilla.
Me tira en cara que no se lo haya dicho. Y me pide que no vaya, que lo deje
estar. Que lo he cogido demasiado fuerte. Que la culpa la tuvo ella por dejarse
llevar por aquel capricho. Pero que ya se ha hecho el ánimo de que la timaron y
de que ese robot nunca se moverá. “Nerea, te dejo ahora, que empezamos a
embarcar”. “A la vuelta, arreglaremos cuentas. Y ya me dirás quién de los dos
está más como una cabra”. Me pongo en la
fila. Miro la fecha en la tarjeta de embarque. Ayer se cumplió un año desde que
Moko Sito llegó, pieza a pieza, metidito en una caja de madera.
VII
Desde el Aeropuerto, directo a casa de Nerea. Subo de dos en dos los
escalones. Entro en tromba. Voy al cuarto trastero. Mokosito aguarda, como un
fantasma, cubierto por una sábana para protegerse del polvo. A saco, entro en
modo programación. Y al minuto, el robot empieza a parpadear. Parpadea. Se
mueve. Biennn. Chispean mis ojos. Me quito el sudor con el antebrazo. Nerea me
dice: “sabía que acabarías saliéndote con la tuya”. Menudo alegrón se van a
llevar los pequeñajos cuando vengan del colegio. Ése es el camino. Ése.
VIII
Dónde está la cada vez más tenue línea que separa a los seres humanos de
las máquinas. Dónde.
IX
Suena el móvil. Es Nerea. Algo pasa. “Oye, que Moko Sito se ha quedado
quieto”. Se me acelera el pulso. “Voy enseguida”. Médico de guardia. Qué habrá
pasado. Qué. Si ya había conseguido que se mantuviera en pie, que diera algunos
pasos. Que parpadeara y moviera la cabeza. Qué habrá pasado, qué. Me abre mi
hermana. Paso raudo. El robot está tumbado en el cuarto trastero, todo lo largo
que es. Inerte. Lo examino. Sospecho. Escudriño a los nanos. Hmmm. Sospecho. “Eh,
¿qué habéis tocado?”. Nerea, da un paso y se interpone. Como una leona. “Pero
oye, ¿tú qué insinúas?”. Me callo. Pero me lo huelo. Casi seguro. Estos enanos
bordes le han dado un golpe al robot y lo han cortocircuitado.
X
Paseo por el parque. Piso las hojas que el Otoño ha dejado caer, con las
manos en los bolsillos y la cabeza gacha. El aire es frío, y sin embargo me
quema. Cuántos años llevo ya con el tema Mokosito. ¿Quince ya? Cuánto esfuerzo.
Cuántas veces he creído tener la solución y cuántas decepciones me he llevado. Cuántos
fracasos. Cuánto orgullo por los suelos. Me río cuando le dije a Nerea: “te lo
monto por la gorra”. Ja. Llega un momento en la vida… en que lo mejor es dar un
paso atrás y que actúen los otros. Ese puto trasto tiene que funcionar. Yo los
he visto con mis propios ojos. Conozco todos sus microchips. Los he puesto y
quitado miles de veces sin la ayuda de nadie. La solución tiene que estar
delante de mis narices y no la veo. A lo mejor… viene otro con savia nueva y en
un pispás, lo activa. Tiembla mi pulso cuando llamo al timbre. Me abre Nerea. Chissss.
Los chicos están de exámenes en la Universidad y estudian. “Me rindo hermana”,
le digo con la voz tomada y la emoción contenida, “voy a contactar con el
departamento de robótica y pondré en sus manos el caso… estarán encantados de
coger el tema”. Ella niega dulcemente con la cabeza. “No, Epi, no”. Cómo que
no. “Nadie que no seas tú tocará a Moko Sito”. “…mmm… entonces seguro que no
funcionará nunca… nunca”. “…con el esfuerzo que tú has hecho, eso, a mí ya me
da igual…”. Me abraza. Como cuando, de
pequeños, me protegía. Y yo, ahora que nadie me ve, lloro y me descompongo.
Luego, cuando se me pase, se hará de día. Y seguro, seguro, se me ocurrirán más
cosas.
XI
Ha llamado mi sobrina Nerea. “Oye, tío…. ¿tú quieres a Moko Sito para algo?
Vamos a reformar el piso, y tenemos que vaciar trastos… si me dices que no lo
quieres lo tiramos al contenedor de la basura y punto”. He saltado de mi silla.
“¡Ni se te ocurra tirarlo, que voy para allá!”. Salgo a escape. Multitud de
recuerdos se agolpan en mis neuronas. Las sesudas conversaciones con aquel
primer clon en el Centro Comercial de Owekina… La increíble llegada de Moko
Sito en aquella caja de madera, con su etiqueta de transporte aéreo… El
meticuloso montaje… Los sucesivos intentos para activarlo… Mi mano tiembla al
volante. Mi pulso es un desastre. Soy un
saco de achaques. Y mis huesos crujen. Abre mi sobrina. Dios, es la viva imagen
de su madre. Se me hace un nudo en la garganta. “Pasa, tío, pasa”. Voy al
cuarto que tengo allí, al trastero. Carraspeo. “¡Hey, Moko Sito, tú sí estás
igual; no como yo que estoy hecho un carcamal!”. Intento levantarlo. Pero pesa
mucho para mi machacada columna. “Espera, tío, yo lo llevo”. Ella lo levanta
sin aparente dificultad. “Un momento. Buscaré un trapo y lo limpiamos un poco”.
Así, a la luz, el robot recupera prestancia. Estamos frente a frente. Y a mí,
de repente, se me ocurre, que la clave tiene que estar en la fuente de
alimentación. Tiene que ser eso. Y en voz alta, y sin que Nereita me entienda,
exclamo: “ESTA VEZ, SÍ QUE SÍ”.
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