I
El todoterreno se acerca lentamente. Con las luces encendidas. Se encarama
a una rampa, y apaga el motor, dejando las ruedas giradas. Del lado del
conductor desciende Marco Antonio. Un viento helado le acartona el rostro. Del
asiento de atrás extrae un chaquetón. En tres segundos se lo pone y se lo
abrocha hasta arriba. Del lado del copiloto baja Jerry Wall. Él siente todavía
más el frío pelón. Tirita compulsivamente, aún poniéndose gorro de lana, abrigo,
bufanda y guantes. Y sigue al conductor como un pollito, con el cuello
encogido. Ambos avanzan hacia la casa derruida. Cruje la grava bajo sus pies. “Madre
mía… Un poco más y no llegamos”, exclama Marco Antonio cuando se posiciona
delante de las ruinas, “es ésa: y sólo queda esta pared… espero que sea
suficiente, Jerry”. Wall se queda observando impertérrito. Sale vaho por su
nariz congestionada. Es un trozo de pared. Con sus desconchados y lo que fueron
sucesivas capas de pintura. Con una alacena desvencijada incrustada en el
centro, una alacena que conserva lo que fueron sus estantes, restos de tapete
de puntilla incluido, y mantiene el
marco de una sola hoja de cada una de sus dos puertas, entre dos cajones medio
abiertos en los que aún destacan sus dos pomos blancos. Es un viejo trozo de
pared. Con un cable de luz que la atraviesa de parte a parte y termina en un
viejo enchufe. Y un hueco lateral que un día ocuparon los cántaros ladeados. “Dime…
¿Podrás extraer información de aquí? ¿Podrás?”. “Hmmm… Veremos qué se puede
hacer”. Al tiempo que Jerry Wall se acerca sorteando escombros a lo que queda
de tabique, Marco Antonio da dos pasos atrás buscando una mejor perspectiva. Plasss.
Cataplasma blanda camuflada. Una mierda. Qué asco. Rasca la suela contra las
piedras como puede. Da igual eso ahora. Sigue mirando hacia el muro que queda
en pie. Se dibuja entonces en su mente, y se dibuja con una precisión
milimétrica, la silueta de lo que fue veinticinco años atrás aquella pequeña
casa.
II
El joven Marco Antonio no sabía que su corazón pudiera latir tan deprisa.
Se frota las manos con intensidad para entrar en calor. Se acuclilla. Se
incorpora. Tampoco sabe cómo ponerse. Y no deja de mirar hacia la casa de
Eugenia. Que salga Eugenia, que salga ya. Por favor. Por favor. Reza. Reza lo
que sabe. De pie, con el caballete puesto, la Montesa Impala 2 espera bajo el
relente. Millones de estrellas rellenan un firmamento sin luna. Sólo la mitad
de las farolas permanecen encendidas. Mira, mira el reloj incesantemente.
Quedaron así. Así quedaron. Que estarían ahí a las tres de la madrugada. Que no
aguantaban más. Que se acabarían todas las prohibiciones, todas las broncas y todos
los malos rollos. Que se liaban la manta a la cabeza y se marchaban juntos. Que
esta vez iba en serio. A las nueve pasadas, se dieron un beso, y luego tuvieron
que hacer un esfuerzo supremo para no engancharse de nuevo. “Vete, Eugenia, sal
corriendo, que hoy te van a matar…”. Ella salió disparada, con su pelo
ondulando en el viento, y él se quedó aturdido un buen rato, como una estatua.
Luego, ya no ha podido pegar ojo. El reloj implacable ha seguido corriendo. Y
él, a menos cuarto, ya estaba en la esquina de la carretera, aguardando con
confianza. La maleta, bien atada. Con lo justo y necesario. Y la cartera en el bolsillo
de la chaqueta. Pero sólo con lo justo, no con lo necesario. Las cuatro. Nada. Ahora
le ha parecido ver luz a través de la ventanita del comedor. No, no es. Falsa
alarma. Poco a poco cae sobre él un desasosiego total. Las cinco. Se habrá
dormido. Es fácil. ¿Y si se acerca y llama a la puerta? Propuesta denegada. Ay
de ella si abren sus padres. Tiene que mover. Arranca la moto a la primera
pedalada. El ruido del tubarro rompe el silencio de la madrugada. Le da gas con
el pomo. Mira una vez más hacia la casa. Marco Antonio empieza a saber que no
saldrá. Ata a la maleta el casco que ella no usará. Se pone el suyo. Sube en su
dócil montura. Acelera con toda su alma contra el viento frío del este. Entre
la visera del casco y sus ojos, se le escurre un río de lágrimas.
III
Nunca hasta la fecha se había visto nada igual. La irrupción de estos “expertos”
está revolucionando el mundo de la Historia con mayúsculas. Hay unos sujetos
que se presentan en construcciones emblemáticas tales como castillos, palacios
o catedrales, y empiezan a largar lo que, según ellos, les cuentan sus paredes.
Eso no puede ser. Eso es imposible. Muros de piedra que hablan. ¡JA! Charlatanes.
Charlatanes sí, pero ojo, porque muchas de sus afirmaciones sorprenden y encajan
con lagunas que hasta ahora ni los mejores arqueólogos e historiadores han
sabido interpretar de ninguna manera. Cosas veredes, amigo Sancho. Por qué no
van a quedar registradas en los intersticios de la estructura molecular del
granito las palabras que algún día se pronunciaron. Y por qué no va a partir esto
de un invento de los servicios secretos de no se sabe bien quién para averiguar
lo que se ha discutido en una reunión de un alto mando enemigo sólo con entrar
en la sala donde ésta se ha producido dos horas más tarde… Marco Antonio,
después de releer “El Románico, según cuentan sus muros”, levanta la cabeza del ordenador en el despacho
de su empresa. Mira hacia la pared, que a lo mejor también escucha, por cierto.
Mira hacia donde cuelga una vista panorámica de su querido Gorroperdido y se
pregunta en voz alta: ¿Y esto será verdad?
IV
Desde los centenarios muros de las Torres de los York, ha realizado un
encuentro con expertos en la Historia de Mardebé el afamado Jerry Wall. Está
considerado como uno de los más grandes interlocutores de paredes a nivel
mundial. Marco Antonio se ha colado en el acto. Como Santo Tomás. Ha estado
escuchando las preguntas. Tiraban a dar. Y se ha quedado atónito ante las
respuestas y el lujo de detalles precisos. Esto no puede estar preparado. Aquí
no puede haber trampa. Y si la hay, que se la expliquen. El truco desde luego
tiene que ser muy bueno.
V
Marco Antonio lo esperaba ya un buen rato en el Hall del Hotel donde se
hospeda. A Jerry Wall. Un tipo corriente, pequeñito, que no llama la atención
precisamente. En cuanto le ha visto cruzar la puerta giratoria, se ha tirado en
plancha a por él. Al grano. Al tema. “Disculpe, señor Wall… necesito que
trabaje para mí un par de días”. Wall aparecía ojeroso y demacrado. No tenía
aspecto de estar para roscas. “Lo siento, no puede ser. Mi agenda está ocupada
completamente”. “Insisto… Podemos llegar a un acuerdo económico. Eso no será
problema”. Una manera amable de rehúsar un trabajo ha sido desde siempre pedir
el cielo por él. “Le informo que mis honorarios ascienden a veinte mil euros
por día, y por adelantado”. “Hecho, Jerry. En cinco minutos le hago la
transferencia”. Así, de repente, es como Jerry se ha atragantado a la vez que
ha pensado que seguramente ha ofrecido sus cualidades demasiado baratas.
VI
Que va a la de una, que va a la de dos, que va… AAAAAAATCHIIIIIIIIIIÍSSSSS.
Estornudo rotundo e imparable el de Jerry Wall. Frío hasta el tuétano. Agarrará
una buena seguro. “¡Salud!”, escucha decir. “Gracias”, responde sorbiéndose los
mocos, a falta de pañuelo, que le quedan. Luego guarda silencio. Mira hacia
detrás. Marco Antonio queda muy, muy retirado. Pero muy pendiente de sus evoluciones. Por lo
tanto… quien le ha hablado es… con toda seguridad es… “Disimule usted, por
favor, no me descubra… estoy ya para un derribo, pero aún así, creo respetar la
voluntad de Eugenia si no le transmito a ese señor lo que sé de ella…”. Wall no
se inmuta. Sigue palpando la cal con la palma de la mano. La conexión está establecida.
VII
Marco Antonio ha estado observando. Cada vez más impaciente. Han pasado
veinte minutos. “¿Le cuenta algo ya o qué?”, grita impaciente. Jerry Wall se
vuelve hacia él. Se sacude sus manos congeladas Niega con la cabeza. “No dice
nada”, le explica encogiéndose de hombros. Es cuando Marco Antonio saca su mal genio.
“Sabía. Lo sabía. Eres un farsante. Un vendedor de crecepelos. La historia de
la torre de York te la puedes haber estudiado bien… pero la de esta casa… la de
esta casa… ¡Menudo vendedor de crecepelos! Espero que tengas la decencia de
devolverme el dinero”. “Por supuesto, en cuanto me conecte en internet, le
devuelvo la transferencia”. “Vámonos ya de aquí. Estamos perdiendo el tiempo”.
Arrastrando la suela pringada y colorada, Marco Antonio regresa al todoterreno.
Jerry Wall camina muy despacio. Imagina impactado aquella lejana madrugada en
el interior de aquella estancia. Imagina el rostro de Eugenia asomada a la
pequeña ventana, mirando hacia la calle. Y la imagina, tal cual se lo ha
contado la mismísima pared, diciendo: “No puedo irme con él porque no quiero y
no quiero porque no puedo”. Y rememora aquel ruido de moto alejándose. Y aquel
silencio posterior. “Señor Wall”, le llaman. Es el trozo de pared. “¿Sí?”. “Gracias
por mantener el secreto”. Desde el vehículo, Marco Antonio hace sonar el claxon
impaciente. No tiene todo el día. Wall dirige una última mirada a la pared de la alacena con un “no se
preocupe, me hago cargo”.
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