I
Ya era hora. Casi no me lo puedo creer. Me embarga la emoción, me embarga.
El señor Botate, subido a esa desvencijada escalera de madera que cruje bajo su
peso y cualquier día se partirá, se ha encaramado a lo más alto del estante de
la mercería, y a la palpa, con la mano, nos ha cogido. Luego, ha bajado en un
difícil equilibrio, que no sé cómo no se va de morros, y con esa sonrisa
confiadora que le sale, le ha dicho a la señora: “Llévese éstos. Hilo de
Escocia. No aprietan. Son comodísimos. De ejecutivo. Y además, ahora, están muy
bien de precio”. Por fin hemos salido a la palestra. La señora nos ha cogido
con la yema de los dedos. Ha comprobado si el tacto que tenemos le gusta. Y ha
dudado un poco. Pero menos mal, se ha decidido: “Bueno, va. Me los llevaré para
que mi hijo los pruebe”. Hurra, hurra y tres veces hurra. Es algo que nunca
había conseguido entender. No somos chillones. No tenemos rombos. No hay tejido
como el nuestro. Y sin embargo, ahí estábamos. Mientras, entraban y salían cientos
y cientos de imitaciones chinas mal acabadas a nuestro alrededor. Baratas. Minúsculas,
para los pies que aquí se llevan. Y nosotros, ahí parados y olvidados, sin que
nadie nos ofreciera ni nos solicitara durante un montón de tiempo. Por lo
menos, desde que la gente contaba el dinero en pesetas. Mira tú si hace.
II
Se acerca el momento de la verdad. Hay que dar el callo. Cuando he visto
ese pedazo de tío que mide casi dos metros, casi me deshilacho del susto. Tiene
dos pies como dos barcas de remos. ¿Y ese portaviones lo tengo que enfundar yo?
Viene directo a nosotros. Nos saca del plástico celofán que nos envuelve. Nos
va a estrenar. Madre mía, yo me quiero ir corriendo.
III
Buenooooo, no era para tanto. Cupe
mejor que un guante de cirujano en una mano. Y ahora estoy en mi papel. Con una
responsabilidad enorme. De interlocutor entre un pie y un zapato. De aduanero. No
dejo pasar el frío hacia dentro. Ya se sabe que los peores catarros empiezan
por los pies. En cambio sí permito la salida, puagg, de las sales sudodíparas.
Comprimo pero no estrangulo. En un equilibrio perfecto. Cómo anda este chaval.
Hay que ver, qué porte en la zancada. Aooop, aooop, marcando el paso. Cualquiera
diría que llega tarde. A su mejor cita.
IV
No, si ya lo sabía yo. Tengo buen ojo clínico para estos temas. Después del
gran paseo, que hasta perdí la cuenta de los kilómetros recorridos, ha venido
el gran plantón. Por suerte para él, venía conmigo. Con otro cualquiera, le
hubiera sobrevenido un hormigueo y una hinchazón de tobillo que le habrían obligado
a buscar un punto de apoyo irremisiblemente. De repente, se ha puesto de
puntillas y… momento histórico. Sí, de repente, un beso. Que cómo lo sé. Muy
fácil. Con un beso se estremece desde la punta del pelo más tieso en la cabeza
hasta la punta del dedo gordo del pie. Y ahí mismo, en torno a la punta del
dedo gordo del pie, estaba yo para notarlo.
V
Glu, glu, glu. Vaya mareo, cuánta vuelta y
vuelta dentro de un mar de agua y espuma. Brrr, brrrr, brrr, tirito de
frío, qué sensación de desvalimiento, empapado, aquí colgado de esta cuerda. Jooooo, qué calor ahora. Qué tieso me estoy
quedando. Cómo quema este sol atraído por el color negro de mi piel. No soy yo
solo. Mis colegas también pasan por esto. Ufffff, vaya. Por fin nos recogen. Y
me reúno con mi compañero de andanzas, hecho un ovillo. Hmmmmm, ahora huelo a
fresquito. ¿Alguien me puede explicar de qué va todo esto?
VI
Cada vez que se abre el cajón, yo grito. “¡Eh, eh… que estoy aquí! ¡Hola, hola! ¿No me ves?”.
Una mano remueve por allí dentro, como buscando la bola premiada en un bombo.
Finalmente, el cajón se cierra de nuevo. Hasta la otra. Esta vez tampoco he
sido el afortunado. Porque soy muy competitivo, no acepto que no me elijan. Quiero
ser el favorito. Siempre. Para estar así, estaba mejor en la tienda del señor
Botate. Y me enrabieto. Pero con eso me quedo.
VII
Mi capacidad de adaptación es enorme. He tomado la forma de su forma. No
soy lo flexible que era y no he vuelto a recuperar mi silueta apolínea. Puestas
así las cosas, cabría exigir una correspondencia. Hemos recorrido mucho camino
juntos y nos conocemos a fondo. Tanto, que con toda la fuerza del mundo, me
atrevo a gritarle: “¡Córtate ya esas uñas, tío cochino!”. Falta que me oiga.
VIII
Yo estoy bien de milagro. Pero mi simétrico no pudo resistirlo. Sucumbió
bajo el filo afilado del pesuño de la pezuña. Y acabó con una patata atomatada.
O un tomate apatatado. Según se diga. Por mi parte, me sumo en la tristeza ante
tamaña pérdida, irreparable porque no la han querido remendar. Eso sí, me niego
a reconocerme como un viudo. Rotundamente. Si he de ser algo, prefiero que me
llamen mejor desparejado.
IX
Increíble. He tenido otras parejas de baile. Algunas ni se me parecen. Pero
dentro de un zapato, y cubiertos por una pernera, eso ni se nota. El ritmo de
cada día, lo llevamos igual. Bien o mal, pero igual.
X
La habitación, con tanto trasto por el medio, necesitaba orden. Entonces ha
entrado él y lo ha puesto a patadas. Menudo despeje. A mí me ha enviado de un
puntapié al otro extremo, detrás de la pata opuesta de la cama. Donde no se me
ve. La habitación, ahora, no tiene tanto trasto por el medio. Lo tiene por los cuatro
lados.
XI
Sigo donde nadie me ve. ¡EEEEEEOOOOOOO, que alguien me ayude y me saque de
aquiiiiiiií!
XII
Por cómo ha entrado. Por cómo anda. Por cómo resopla. Por cómo se deja caer
en la cama. Le pasa algo. Pasan bastantes minutos. El chico suspira. Y exclama
gimoteando: “Ay de mí, me siento como un calcetínnnnnn”. ¿Oigo yo bien? Éste,
desde luego, no sabe lo que dice.
XIII
Aquí sigo, olvidado debajo de una cama. Tiempo, tiempo y más tiempo. Y
mientras, repaso mi vida, desde aquel
día en que las máquinas aquellas me
tejieron. Si algo me sabe mal a estas
alturas es... es, por ejemplo, no haber estado un tiempecito más en la Mercería
para poder disfrutar del guarrazo seguro del señor Botate el día que la
escalera hubiera dicho basta. Ese momento, que a buen seguro se habrá producido
ya, tiene que haber sido memorable. Y se me sacuden las fibras de risa al
imaginarlo.
XIV
No soy yo de asustarme por nada a estas alturas. Pero te aseguro que casi
me ha dado un síncope. Unos ojillos se han asomado. No, un gato, no. Y menos
aquí. Unas orejillas puntiagudas. Un sombrerito de felpa. Una carita con los mofletes
sonrosados. Un enanito. Un elfo. Un duende. Las tres cosas a la vez. Ha
inspeccionado. Me he puesto en guardia. Tenso. Que ni me toque. Que no se le
ocurra. Se ha deslizado por debajo de la cama. Iba en cuclillas para no darse
con el somier. Es pequeñito, pero no tanto. Se ha fijado en mí. Me mira. Qué
hago yo ahora. ¿Concentro el sudor de pies que acumulo y se lo tiro de golpe
para anestesiarlo? Él me sonríe. Con dulzura. Y eso me desarma. Bajo de golpe
la guardia. Lástima que yo sea tan grandote y no sirva para sus minúsculos
piececillos. Lástima que yo no pueda hacer por lo menos de saco para irme con
él, cargando dentro de mí su magia. Tira de mí con su manita. Y me arrastra
suavemente. Me deja al pie de la cama, donde, sin duda, me verán, me
rescatarán, y entraré en la rueda de la vida de nuevo. Luego me guiña un ojo, dejándome
patidifuso. Me dice adiós, extendiendo su brazo, y después, desaparece,
metiéndose por detrás del chifonier.
XV
Qué pasa, por qué pones esa cara escéptica. Si has asumido sin pestañear
que soy un calcetín que piensa y tiene sentimientos, también podrás aceptar sin
estridencias que quien me ha puesto de nuevo en la brecha haya sido un enanito,
un elfo, un duende con las orejitas puntiagudas. Mmmm. De acuerdo, a lo mejor no eran tan puntiagudas.
No sé. No estoy ahora tan seguro de eso. Mira, aquí vienen a recogernos al
tendedero a todos los desparejados. Biennnn. Ya era hora. Con el sol que cae y
con lo negrito que soy, empezaba a estar socarradito.
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