I
Keith Ador. Ése es mi nombre. Para los despistadillos, sí, sí: Ése que
escribe. Ah, ya caen ustedes. Hoy en día escribimos muchísimos. El sector de
los contadores de historias también está, como casi todos, muy saturado. No me
rasgaré las vestiduras, pero casi, por eso. No sé dónde vamos a llegar, porque aquí
vale todo. Hace ya mucho que en nuestro oficio tiramos por tierra el
corporativismo, dejamos de admirarnos unos a otros y pasamos a encubrir la
envidia poniéndonos verdes y a caldo. Bueno. Les sugiero vayan a una buena “Relatería”
y pregunten por un relato mío. Mmmmmm. Disculpen: He dicho una buena, no una
del montón.
II
Son las cinco en punto. Entre chirridos, ya sé que falta grasa, sube la
persiana metálica de mi Oficina de Colocación. Está en la calle Capicúa, en las
afueras de Mardebé. Pero eso nunca ha
sido problema. La calle suele estar transitada. Queda cerca de la parada del
Cruji-metro. Y siempre hay coches en doble fila, incluso aparcados encima de la
acera. Los que me buscan, saben que me encuentran aquí. Me asomo. A un lado. El
numismático, Francis, que me levanta la mano, “Hey, Keith”. Al otro. Las mesas vacías
del bar “505” (capicúa como la calle, claro). Ahí me tomaré un café dentro de
un rato para espabilarme y salir de la modorra. Esta tarde no hay nadie
esperando tampoco. Preocupante. Abro la puerta acristalada. Miro el dispensador
de números muerto de inanición. En su momento, lo tuve que poner para imponer
un poco de orden dentro del caos. Y Llegó a funcionar sin tregua en días
maratonianos. Definitivamente, eran otros tiempos.
III
Acabo de pedir un segundo café en el 505. Después no pegaré ojo. Después me
sentará mal. Ya lo sé yo, que me tengo que pasar a las infusiones. Con el
rabillo del ojo, miro hacia la Oficina de Colocación, donde he colgado un
letrero “Vuelvo enseguida”. Si se acerca alguien, saltaré presto a atenderle
antes de que se escape corriendo. Francis se me ha agregado. Tenemos tema del día.
Y de la semana. Y del mes. Y del año. Se titula: “Lo jodido que está todo”. Ahora
niega con la cabeza: “No sé dónde vamos a llegar… De un lado, como la economía
va mal, no te puedes hacer la idea de la cantidad de gente que viene
ofreciéndome monedas que son calderilla como si fueran Denarios romanos… Y de
otro… yo tengo que esforzarme el doble con clientes panolis para colocarles como
si fueran doblones de oro lo que en verdad son moneditas de chocolate blando”.
Francis ha advertido que mi rostro debe estar cambiando de color en estos
momentos. Cuando ha caído en la cuenta, ha añadido: “…oye, que las monedas
conmemorativas que me compraste tú son buenas, por supuesto. Y a muy buen
precio”. Se me ha calentado la sangre. Ahora ya es tarde para que me diga eso. Ya le he visto el plumero.
IV
¡Por fin! ¡Por fin, alguien cruza la puerta de mi Oficina de Colocación! Me
levanto conteniendo mi júbilo. Es un chico joven. No tendrá aún los veinte. Solícito,
le hago reverencias: “Pasa, pasa, siéntate por favor”. Pedazo de chaval. Estará
casi en los dos metros de altura, si es que no los pasa ya. Está un poquito
nervioso. Le ofrezco una bebida. “Bueno”. ¿Cocacola? “Bueno”. Es la última que
queda en la gili-nevera. Lo demás son telarañas caducadas. Me dispongo a
escucharle, por si quiere hacerme una introducción. Si no, ya iré sonsacando las
peculiaridades de su personaje. Bebe despacio. Ustedes piensan que en nuestro
gremio creamos historias o nos las sacamos de una chistera inagotable. Pero nada
más lejos de la realidad. Las historias no dejan de ser una forma de energía:
ni se crean ni se destruyen. Sólo se transforman. Y por eso necesitamos estas
Oficinas de Colocación. Aquí vienen los personajes. Aquí se ofrecen, nos
presentan sus credenciales y tratan de convencernos. Sí, sí, por aquí pasó en
su día el mismísimo Mono Fantástico. Y se sentó, como ese chico ahora, en esta
silla. Sin más preámbulos, le pregunto: “... ¿qué me puedes contar de ti?”. Titubea.
Está un poco cortado. Eso es evidente. “… bueno yo me crezco ante las
dificultades”. Lo miro de nuevo. Debe de haber tenido muchas y por eso está tan
crecido. Es un gigantín. “¿Y?”. Se me escapa un suspiro. Analizo la situación. Con
esta lana no me saldrá una buena bufanda. Añade: “Soy un poco desastre.
Prefiero no guardar las cosas, porque si las guardo, después no las encuentro”.
El chaval termina el refresco. Espera mi veredicto. “Te llamaré si eso”, le
digo. “Estás apuntado en mi base de datos, no te preocupes”. Cuando le acompaño
a la puerta, le doy las gracias como corresponde y le deseo mucha suerte. A mí
me han entrado todos los males. Le echaré la culpa al segundo café. Pero la realidad es que, con la crisis galopante de personajes que hay
en este mundo, que no me vengan más que éstos o los de siempre a ofrecerme sus
servicios... es como para pensar y reconocer seriamente que me encuentro…
encallado.
V
Las nueve en punto. Chirria la
persiana mientras baja. Hoy he apagado hasta las luces del luminoso de la
Oficina de Colocación. Para lo que sube el recibo de la luz y para lo que sirve…
Empiezo a andar sin mirar atrás. A mi derecha, la Numismática. Francis, llamémosle el de las
falsas monedas, también ha cerrado ya su tienda. Voy cabizbajo y con las manos
en los bolsillos hacia la parada del Cruji-metro. Sí, no lo dije antes, pero es
“Cruji”, por cómo nos crujieron con las últimas tarifas. Me detengo. No sé si
seguir mi camino, o por el contrario…¿ustedes qué harían? Una de mis normas ha sido siempre no
mirar lo que hacen mis competidores. Pero hoy me puede la curiosidad. Es
superior a mí. Sigo, con el paso ligero, hacia el “Centro Ciudad”. Sé de otra
Oficina de Colocación a quinientos metros de aquí, porque a algunos
personajillos que vienen a verme se les va la lengua. No me hace falta girar la
esquina donde supongo que se encuentra. Se me cae el mundo al dedo gordo del
pie izquierdo, cuando compruebo que, con las horas que son, la fila de personajes aguardando su turno se alarga hasta aquí mismo. Reconozco incluso a ése. Es un marinero del barco
que encalló en la playa hace unas semanas tras aquella tormenta. Se asomó a mi
puerta esta tarde, pero no llegó a entrar. Qué cabrón. Y menuda historia la
suya. Un “encallado” de verdad. Me lo tengo que hacer mirar. Sí. Con el corazón
en un puño. Y la cartera casi vacía. Tiemblo. Lo hago o no lo hago. Hace frío. Sí
o no, Keith Ador. Me encojo un poco. Doy uno, dos, tres pasos, me pongo en la
cola y con voz temblorosa le pregunto: “…disculpe, señor ¿es usted el último?”.
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