domingo, 23 de diciembre de 2012

Mayorcitos



I
A Modesto Primero le ha parecido escuchar el ruido de la puerta. Sentado en su sillón, levanta la cabeza. Y mira el reloj de la pared. TIC-TAC, TIC-TAC. “Cada vez viene más tarde y se va más pronto”, murmura. Efectivamente, resuenan pasos. A los pocos segundos, se abre la puerta de la salita. Y aparece Modesto Segundo. “Qué frío hace en la calle”, dice a modo de saludo. Le pone la palma de la mano en la mejilla. Él contesta, con su voz rota: “Sí que está congelada, sí; pero aquí dentro se está bien”. Se sienta enfrente. Respira hondo. “Qué tal el día”. El padre se encoge de hombros. “Bien, bien”, responde. Mantienen un prolongado silencio. “¿Estabas viendo la tele?”. “No. Escuchaba hace un momento un poco de música. Pero me he cansado”. El hijo mira alrededor. Están las paredes repletas de recuerdos de quien pudo ser un gran cantante lírico, de no ser porque las cuerdas vocales le dijeron basta muy pronto. TIC, TAC TIC, TAC. Se pone en pie, de nuevo. “Mañana, la cena de Nochebuena”. “Sí, tu madre se acaba de ir a comprar cuatro cosillas que aún le faltaban”. “Nos vemos entonces mañana”, Modesto Primero también se incorpora pesadamente. Le acompaña hasta la puerta. Lo que él ya sabe: cada vez viene más tarde y se va más pronto. Cierra la puerta tras de sí, entorna los ojos y piensa que hoy tampoco se lo ha contado. Mejor así. Para qué preocuparle.

II
A las ocho en punto se han encendido las luces del árbol de Navidad. Van temporizadas. Destellan y se reflejan en el espejo del recibidor. Modesto Tercero se asoma al despacho. Acaba de ponerse la cazadora y enroscarse la bufanda en torno al cuello. Modesto Segundo ni se percata. Está absorto, frente a la pantalla de su ordenador. Tercero le susurra: “Me voy, papá”. Éste se vuelve sobresaltado. El hijo se queda inmóvil bajo el marco de la puerta. No quería asustarlo. Mira alrededor. Está la estantería repleta de carpetas con antiguas ocurrencias inacabadas de quien pudo ser un buen escritor, si lo hubiera intentado. Modesto Segundo se levanta. “Pásatelo muy bien…”. Y a modo de recordatorio, añade: “Mañana, cena de Nochebuena con los abuelos”. “Ya, ya”. Cuando sale Modesto Tercero, a Segundo se le escapa un fuerte suspiro. Se ajusta las gafas progresivas. “Que disfrute el chico ahora que puede, que disfrute”. De la que les viene encima, mejor no decirle nada. Para qué preocuparle.

III
Nochebuena. Mesa engalanada. Trajín en la cocina. Ruge la plancha. Se escapa el humo hacia la casa. Anuncios empalagosos en la tele que nadie está mirando. Y de aquí a nada, el discurso del Rey. Tercero coge a Segundo y a Primero del brazo. “Eh, venid un momentito”. Abuelo y padre lo siguen dócilmente. “El chico, que querrá enseñarnos alguno de esos vídeos que salen por internet...”. Los lleva al fondo de la casa, en la salita presidida por el viejo equipo de audio de Primero. Fuera del bullicio. Allí lo tiene todo preparado. Tres generaciones reunidas. La apatía con la que han entrado da paso a la curiosidad. Tercero le da al “play”. Es cuando la curiosidad salta a la expectación. De fondo, surge un chorro de voz… sí, es el canto del abuelo en sus tiempos, remasterizado. La banda sonora del video. Cómo suena y con qué limpieza. Y el abuelo se lleva las manos a sus pelos canosos, “Ah, bandido, para eso querías la cinta TDK de cromo…”. En el argumento, el padre reconoce el desarrollo de una vieja historia suya. La de “Mayorcitos”. Y un escalofrío le recorre de abajo a arriba. “Pero, esto, esto… Cómo lo has hecho, chico”. Modesto Tercero permanece serio, “seguid mirando, seguid mirando”. Les ha costado reconocerse, pero los personajes de la película son ellos mismos. El abuelo hiper-rejuvenecido. El padre también. Y el nieto, pssss, más o menos igual. Los tres con la misma edad. Los tres a sus veintipocos. Parecen hermanos y no abuelo, hijo, nieto. Los tres mirándose a la cara y hablándose de tú. “Esto, esto… cómo lo has hecho”. Al final, con la música in crescendo de nuevo, surgen las palabras: “SOMOS MAYORCITOS”. La peli termina entonces. El silencio se corta. El abuelo se abraza a hijo por un lado y nieto por el otro. Y, tras un arranque de tos seca, con su voz característica y cascada enuncia: “…bueno; tendremos que empezar por el principio…”.

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