domingo, 4 de noviembre de 2012

Decisiones



I
“Félix, por favor, decídete ya, que no tenemos todo el día”. El nano sostiene con una mano al jinete, con la otra al caballo. “Los dos, por fa”. Detrás del mostrador, la señora del kiosko aguarda disimulando su impaciencia. Hay dos clientes detrás esperando para recoger sus periódicos. Están originando una cola. “Los dos, que sean los dos”. Repatea los zapatitos contra el piso. El padre suspira. Está llegando a su límite. “Entonces ninguno. Tú lo has querido”. Y le estira el bracito hacia fuera. “¡No, no, espera, espera!: Que me quedo con el caballo”. El caballo blanco. Bueno, por fin. El niño ha decidido. Vuelve a preguntar. Cuánto decía que valía. Veinte pesetas. Saca la cartera y paga. La satisfacción se queda a medias. “Otro día, venimos a por el jinete”, le promete. Él va a protestar. Sí, seguro, que otro día vienen y ya no quedan jinetes. Pero calla. En su imaginación, el caballo va trotando ya por el aire. Quién no ha oído hablar del famoso jinete invisible.

II
Son casi las nueve de la noche. “¡Hey, machote! ¿Todavía estás así?”, exclama él según entra en el saloncito. “Mira: el papá ha llegado y tú sigues ahí con el plato sin tocar”.  Algo raro flota en el ambiente. La bombilla de cuarenta watios que cuelga del techo parpadea. Él enseguida nota que el niño está serio. Es muy expresivo. “Eh, Félix, ¿qué te pasa?”. Le brillan los ojillos. “Mmmm, papi… ¿pero por qué no pueden venir a mi cumple todos mis amiguitos?”. Ah, era eso. Él medita la respuesta: “…pues Félix, muy sencillo. Porque esta casa es pequeñita y aquí todos no caben”. “¡Si sólo son ocho!”. Ella se lleva las manos a la cabeza: “Madre mía, ¡ocho!, si cuentas a los primos,  tenemos que sacar los muebles para colocarnos todos aquí”. Caras de circunstancias. “¿…y tengo que dejar fuera a dos?”.  Ambos asienten. Ufff, pero qué difícil es decidir eso. “Y venga, que es muy tarde y el plato ya estará frío”. Sin dejar de pensar en cómo se las apañará, el pequeño Félix negocia: “las patatas sí, el pimiento no”.

III
Las seis y pico. A él le resulta raro estar entrando a estas tempranas horas en casa. Desde la escalera ya se escucha el guirigay. Con el dedo índice en los labios susurra: “Shhh, adelante”. Abre la puerta del piso. La escandalera se amplifica. De entre los lados aparecen y se le escurren Fili y Crispi. Ellos eran los descartados. El cumpleañero salta de su silla. “¡Papaaaaá! ¡Han venido!”. Uaaaaauuuuh. Pero qué alegrón. “¡Eh, chicos, estamos todos! ¡Mi papá se ha traído a Fili y Crispi!¡ ¡Fili, Crispi, venid, que aún no habíamos empezado!”.  Se le cuelga del cuello y le da un abrazo que le descoyunta. Él se sonroja. Es blanco de todas las miradas. Es verdad que en esa minúscula salita apenas se pueden mover. Ella viene presta desde la cocina. “¿Cómo es que has venido tan pronto?”. Al tiempo, mira hacia dentro. Y los ve. Los ve a todos. “¡…ay, cabezoncillo, cabezoncillo!”, le dice pellizcándole el moflete. Allá encima de la mesa abarrotada, sigue el sándwich de mortadela intacto. No hay tiempo ahora para hincarle el diente. Es que Félix está manejando a su fiel caballo, y a los cuatro jinetes que le han caído regalados de golpe.
  
IV
Se ha esperado a cantar con desentono el cumpleaños feliz y a que el niño soplara las velas. Luego ha mirado el reloj y con un “ahora vuelvo”, ha salido. La escandalera se sigue escuchando desde el patio. Había aparcado el coche nuevo bajo los plataneros. Sabía que iba a ser blanco de las tripas flojas de los estorninos. Y, efectivamente,  encuentra capó y techo sembrados. Ahora no le importa. Hecho un ocho, se mete como puede, arranca y conduce absorto por las calles adoquinadas de Mardebé. En menos de diez minutos, estaciona en la entrada del antiguo hospital. Tiene una plaza reservada. Baja. Se estira. En cuanto lo ven llegar, dos personas con bata blanca salen a su encuentro. “¿Dónde estaba, Sr. Félix?”. “Os dije que tenía algo  importante que hacer…”. “Sí, pero en estas circunstancias…”. Le van siguiendo a duras penas. Y lo van poniendo en unos antecedentes que ya sabe. Una puerta blanca con cristaleras. Despacho de dirección. Le siguen. Dos expedientes encima de la mesa. De sendos pacientes. Con rostro. Los conoce. Los conoce bien. A los dos. Se hace ahora un silencio absoluto. Ya no valen ahora las consideraciones. Él toma el bolígrafo. Sólo hay material quirúrgico para uno de ellos. Y ya han agotado cualquier otra opción. Le sudan las manos. “Caballo o jinete”, murmura. “¿Cómo dice, Sr Félix?”. Él abre una de las carpetas. Firma la aprobación. La entrega. Los dos responsables del servicio de urgencias salen a escape, “¡que avisen en la 221: el quirófano le espera!”. Él se levanta pesadamente. Está aturdido. No sabe qué hacer ahora. Ya no hay vuelta atrás. Deja pasar unos minutos. Bastantes. Y al final se decide. Opta por salir, retornar a casa. La luz queda encendida. El pasillo está desierto. Frío. De las baldosas se desprende un fuerte olor a desinfectante. Lo respira hondo. En lo que a él respecta, por hoy basta. Tiempo habrá mañana para seguir tomando importantes decisiones. 

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