domingo, 25 de noviembre de 2012

La luna y el sol




I
El tiempo se ha tirado encima. El turno ha sido caótico. Tuvimos avería y hubo que parar la producción. Yo quería haber esperado a Almudena en nuestra garita, con el café calentito, recién hecho. El primero de ella, el último para mí. Quería haberle contado, azúcar en el suyo, sacarina en el mío, que todo en orden, que se lo dejo todo a punto de caramelo. Querría haber apurado esos minutitos del cambio hablando de cualquier cosa, de lo que tenemos pendiente. En su lugar, ella me ha pillado zarrapastroso y empapado de sudor. Desquiciado. Sin todavía saber por qué la máquina no tira. Los de mi equipo se han replegado, “ya es la hora”, y los del suyo han entrado a saco. “Anda, vete, grandullón, que ya nos ocupamos nosotros”. Me ha dado un beso. Limpio. Fresco. He respirado la esencia de su perfume. Me quedaría. Pero ha sonado la sirena. Las siete. Me he ido hacia los vestuarios, a la fuerza, arastrando los pies, girándome a cada paso. Me ha tranquilizado el ver a Almudena, en su sitio, haciéndose perfectamente cargo de la situación. Ahora estoy en el parking. Subiéndome a este coche viejo que está al lado del nuevo que ella conduce. En el cielo, una luna pálida se esconde por el Oeste, y un sol potente busca ya su sitio, asomándose por el Este entre cuatro nubes.

II
Tal y como están las cosas, con el paro que hay, aún es como para dar gracias y no quejarse. Cuando se puso de baja el otro jefe de turno, Casquero, y vimos que el tema iba para largo, pensamos que promocionarían a alguien para cubrirle. Pero no, aquí nada nunca entra dentro de una lógica.  En su lugar, hicieron una restructuración fulminante y diez personas se fueron a la calle. Y con los que quedamos formaron dos equipos. Uno, a mi cargo. El otro, al de Almudena. Doce horas diarias. Se nos pidió un esfuerzo. Se nos dijo que sería una situación temporal. Desde entonces, llevamos así seis meses. Y casi todos los días aparecen pintadas nuevas en las paredes de la fábrica.

III
A veces soy la luna. A veces soy el sol. Según entre el turno a trabajar. Procuro adelantar faena, sobre todo si es engorrosa, para que Almudena no se encuentre ningún marrón cuando llegue. Compartimos el mismo espacio… esta mesa, este ordenador, estas máquinas, pero no compartimos el mismo tiempo. Compartimos, sí,  algo más. Soy quien ahora tiende la ropa de la lavadora que ella puso. Soy quien pisa y pasa donde ella ha pisado y pasado. Son para mí estas notas que me ha dejado encima de la mesita, recordándome lo obvio. Sí, cosas obvias, que seguro a mí se me olvidarían si no estuvieran sus oportunos recordatorios. También yo le contesto, agradeciéndole que esté en todo, para que ella vea que lo he hecho. Soy quien se acuesta en la misma cama en la que ella se ha levantado hace unas horas, y en la que ella volverá a dormir dentro de otras tantas. Como el sol con la luna. Como la luna con el sol. Uno se va cuando llega el otro.

IV
Efectivamente, estas vacaciones han saltado muchas chispas. Parece que se nos ha olvidado estar juntos. Que nuestro reloj no sincroniza. Cuando uno está eufórico, con ganas de salir a comerse el mundo, el otro está de bajón. Quedan, eso sí, nuestros veinte minutos de cada mañana y cada tarde. Como si fuera el cambio de turno, pero en casa. Con un café recién hecho delante. Con la emoción contenida. Y con un: “no sé estar contigo, pero sin ti tampoco”.

V
Esta mañana soy el sol. Soy quien entra en la garita fresquito y repeinado. Antes, en el parking, he abierto la puerta del coche nuevo y le he dejado una rosa roja en el salpicadero. Espero que le guste cuando,  en un rato, Almudena salga y  la vea.  “Qué tal la noche, chispi”. “Psé, psé”. Está muy cansada. Le doy un beso. El café está saliendo. Con la taza en la mano, vamos a empezar a repasar los temas. Es cuando se abre la puerta. Es Navas, el de Recursos Humanos. “Buenos días”. Café también para él. Cómo es que está ahí, a estas horas tempranas. “…quería hablar con los dos, y éste es un buen momento”. Eso me desasosiega un tanto. Y cuando cierra la puerta, todavía más. Este tío siempre ha sido muy directo. “Casquero vuelve”, anuncia. Bien, bravo, por fin se aliviará nuestra carga de trabajo. Al sorber, Navas se quema los labios. “No, no me habéis terminado de entender…”. ¿Ah, no? Estamos los tres de pie. Desde fuera, mi equipo de gente, que empieza a ocupar sus puestos nos mira a través de la cristalera con el rabillo del ojo. Y viendo a Navas con nosotros, barruntan que algo se cuece. “…en las circunstancias actuales, la empresa no tiene sitio para tres… “. A mí se me cae la taza al suelo. Le salpica el pantalón. “…siendo vosotros igualmente válidos, preferimos nos comuniquéis quién de los dos se va a quedar… la dirección aceptará vuestra decisión”. Nos quedamos mudos. De piedra. Antes de salir, Navas se asoma de nuevo y añade con una sonrisa forzada: “Miradlo por el lado bueno: pasaréis más tiempo juntos”.
VI
Nos derrumbamos. Fuera, los operarios esperan de brazos cruzados a que uno u otro salgamos. “Qué hijos de puta”, mascullo. Frente a frente, con la cabeza fría, no podemos decir que nos vamos los dos, en bloque, y que se jodan. No. Y yo no puedo dejar que Almudena renuncie a su brillante trayectoria profesional en esta compañía. Tampoco. Ninguno de los dos pestañea. Cuento uno, dos, tres. Y salgo en estampida. Es posible que ella me esté llamando, pero no la oigo. De frente, me encuentro con un recuperado Casquero, que entra ahora. Le dejo un saludo sin pararme. Sigo hacia delante. Hacia el parking. Creía que yo era el sol, pero no, ahora soy la luna. Y estoy desapareciendo. Antes, abro la puerta del coche nuevo para retirar la rosa roja del salpicadero. No sea que, cuando, dentro de doce horas más, ella se suba al volante, la encuentre marchita. 

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