I
Ya amanece. Pesa el silencio. Pesa el aire. Pesan los párpados. Pesan las
piernas. Pesa la rellena osamenta. Pero el día se levanta. Y, aunque otra vez no
hayas pegado ojo, y te duela todo por dentro y por fuera, Rufino, tú también. No
vas a ser menos.
II
Ella ahora duerme, rendida por el cansancio, en la tumbona. Te incorporas
del sofá, que te ha dejado la espalda magullada, y procuras pasar por su lado sin
hacer ruido para no despertarla. Pero las suelas de las zapatillas, ÑIIIIIIC
ÑIIIIC, y la silla que has tenido que
apartar porque estaba en medio, ROOOOC, no
se han puesto de acuerdo contigo. Ni la bisagra de la puerta del cuarto de baño,
HIIIII. Ni el tic-tac del reloj de pared (efectivamente: TIC-TAC TIC TAC). Vamos,
lo habitual: Que últimamente, Rufino, nada ni nadie se ponen de acuerdo
contigo. Y acabas viendo sus ojos, secos de tanto llorar, abiertos como platos.
III
Es la costumbre que tengo. Hablarle al tío que se refleja en ese espejo
como si fuera otro. ¿Eh, Rufino? Sobre todo cuando te veo de esta guisa. Así te
puedo decir sin tapujos lo que pienso. Vaya cara que traes. Paliducho. Ojeroso.
Amargado. Conmigo no hace falta que disimules. No sirve que vayas de duro. Que
des un puñetazo en el banco del lavabo y me digas que me calle, como mandas a
todos en la mesa a la hora de la comida. Estás que no levantas cabeza. Hundido.
Repasas fotograma a fotograma lo ocurrido. Te preguntas mil veces por qué pasó
así. Por qué. Pero no encuentras ninguna tacha ni mancha en tu actitud. Estás
convencido de que hiciste y dijiste lo que debías. Lo correcto. Y no habiendo
mancha ni tacha, todo tiene que volver obligatoriamente a su cauce por sí solo.
Creías que sería cuestión de unos pocos días. Pero habiendo pasado ya dos,
empiezas a no estar seguro, y un ligero temblor sacude la comisura de tus
labios.
IV
Es la costumbre que tengo. Levantarte la voz en ocasiones como ésta para
que me oigas bien clarito. Para que no te dejes llevar. Para que reacciones.
Para que mires la situación de frente. Para que tragues orgullo. Sí, no pasa
nada. Es como un pastillón. Cuesta, pero también se traga. Has estado absorto
muchos minutos con la vista puesta en ninguna parte. Sales arreglado, pero no
irás al trabajo. Sin sostenerle la mirada, le dices a ella: “Vamos a buscar al
chico”. Ella te lo estaba repitiendo, cien, mil veces. Pero tú no querías
escucharla. Y bajarás al garaje. Y al principio no sabrás hacia dónde tirar.
Pero no importa. Este mundo no es tan grande para que no encuentres a tu hijo,
le des un abrazo y le digas: “Lo siento. Vuelve a casa. Te queremos como eres”.
V
Es la costumbre que tengo. Volverme muda cuando entiendo que recuperas el
equilibrio.
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