I
“Tío, por más veces que mires al cielo, no va a dejar de llover”, dice Benjamín. Guzmán le contesta, pegando la nariz al cristal empañado: “A mí me da igual. Podríamos salir lo mismo, ahora casi no cae agua”. Fuera, los charcos parecen lagos. “Ya, pero nos ganaremos bronca”, vaticina Arancha, “estamos advertidos”. “Entonces… ¿a qué jugamos ahora?”. Los tres amiguitos se miran. Parecen animalitos enjaulados en la habitación. Vaya una tarde más aburrida. No está el Verano preparado para la tormenta que se ha liado. “Me parece que…”. CLOC. Benjamín no termina la frase. Se da en la frente con el canto de un estante. Uf, cómo escuece. Diría tacos, pero aún no forman parte de su vocabulario. Casi va a llorar. Guzmán hace el sonido de una sirena, niiii-noooo, niiii-noooo, se supone que es una ambulancia. “¡Enfermera, inmovilícelo, mientras llegamos!”. Lo tumban en la cama. “Eh, qué hacéis…”. “¿Respira?”. Los auriculares del walkman hacen de fonendoscopio. “Con dificultad”. Niiii-nooo, niiii-nooo. Guzmán abre la puerta de la habitación. Sale. Simula que lleva el volante en las manos y conduce muy rápido. Desaparece. Vuelve al segundo y medio. Con un rollo de papel higiénico. “¿Traumatismo?”. “Tendremos que hacer unas placas”, responde Arancha apuntando con la linterna. “Avisa a rayos, que vamos”. Retumba un trueno en el exterior. Vibran los cristales. Arancha se asusta. “Si nos quedamos aislados, tendremos que operar aquí mismo. Mientras, le aplicaré un fuerte vendaje”. Desenrolla el papel, “eh… pero qué hacéis”, y lo enrolla en la frente. Varias vueltas le tapan el chichón a Benjamín. “Estilo momia”, explica. Viven la película. La madre de Guzmán aparece por el pasillo, “¿Os ha asustado el estruendo…?. No termina la frase: “...pero chicos, ¿qué pasa aquí?”. Todos quietos, como en una foto. Guzmán, con su mejor cara de niño bueno, aclara: “…Jugamos a médicos, ¿no?”.
“Tío, por más veces que mires al cielo, no va a dejar de llover”, dice Benjamín. Guzmán le contesta, pegando la nariz al cristal empañado: “A mí me da igual. Podríamos salir lo mismo, ahora casi no cae agua”. Fuera, los charcos parecen lagos. “Ya, pero nos ganaremos bronca”, vaticina Arancha, “estamos advertidos”. “Entonces… ¿a qué jugamos ahora?”. Los tres amiguitos se miran. Parecen animalitos enjaulados en la habitación. Vaya una tarde más aburrida. No está el Verano preparado para la tormenta que se ha liado. “Me parece que…”. CLOC. Benjamín no termina la frase. Se da en la frente con el canto de un estante. Uf, cómo escuece. Diría tacos, pero aún no forman parte de su vocabulario. Casi va a llorar. Guzmán hace el sonido de una sirena, niiii-noooo, niiii-noooo, se supone que es una ambulancia. “¡Enfermera, inmovilícelo, mientras llegamos!”. Lo tumban en la cama. “Eh, qué hacéis…”. “¿Respira?”. Los auriculares del walkman hacen de fonendoscopio. “Con dificultad”. Niiii-nooo, niiii-nooo. Guzmán abre la puerta de la habitación. Sale. Simula que lleva el volante en las manos y conduce muy rápido. Desaparece. Vuelve al segundo y medio. Con un rollo de papel higiénico. “¿Traumatismo?”. “Tendremos que hacer unas placas”, responde Arancha apuntando con la linterna. “Avisa a rayos, que vamos”. Retumba un trueno en el exterior. Vibran los cristales. Arancha se asusta. “Si nos quedamos aislados, tendremos que operar aquí mismo. Mientras, le aplicaré un fuerte vendaje”. Desenrolla el papel, “eh… pero qué hacéis”, y lo enrolla en la frente. Varias vueltas le tapan el chichón a Benjamín. “Estilo momia”, explica. Viven la película. La madre de Guzmán aparece por el pasillo, “¿Os ha asustado el estruendo…?. No termina la frase: “...pero chicos, ¿qué pasa aquí?”. Todos quietos, como en una foto. Guzmán, con su mejor cara de niño bueno, aclara: “…Jugamos a médicos, ¿no?”.
II
El doctor Benjamín Ríos se quita las gafas, importantes ojeras las suyas, y se frota los ojos cargados. “¿Cuántos nos quedan?”, le pregunta a la enfermera. Ésta, puntea con un bolígrafo la lista. “…siete, ocho: nueve”. “¡Nueve todavía!”, mira el reloj y resopla. Está agotado. Vuelve a ponerse las gafas, “que pase el siguiente”. Es cuando cruza la puerta, no un paciente, sino casi sin pedir permiso, el coordinador Andrew Brown. Se saludan. “Un minuto nada más”. Brown le muestra una gruesa carpeta. “Benjamín: estos son los currículum de los médicos que se presentan a la nueva plaza”. Abultan tanto como el diccionario Collins que el doctor Ríos tiene encima de la mesa, a modo de pisapapeles. “¿Y…?”. “…hay algunos muy buenos. Muy bien preparados. Va a ser injusto para los que se queden fuera…”. Benjamín insiste: “¿Y…?”. No entiende por qué vienen a explicarle esta historia a él.”…de entre todos, hay uno, que dice que te conoce”. “Ah, ¿sí?”. Algún compañero de Facultad, quizá. Algún compañero de Mir. “Dice que es muy amigo tuyo, que no te ha dicho nada para que no influyas desde dentro”. “¿Quién es, Andrew?”. Andrew Brown extrae la hoja correspondiente. Lee: “Se llama, esto, aquí, sí: Gusss-man Bra-vo”. ¡¡Guzmaaaaaaán!! El último nombre sobre la faz de la tierra que esperaba oír. Cuantísimos lustros sin escuchar su nombre, sin saber de él. “Está claro que le conoces”, confirma Andrew Brown. “Era un buen elemento”, afirma rotundo Benjamín. “Eso era lo que quería oír”. El coordinador recoge la carpeta y sale de la consulta. Con la sonrisa aún en el rostro, y llevándose la mano al punto de su frente donde un día hubo un chichón, Benjamín indica: “…que pase el siguiente…”.
El doctor Benjamín Ríos se quita las gafas, importantes ojeras las suyas, y se frota los ojos cargados. “¿Cuántos nos quedan?”, le pregunta a la enfermera. Ésta, puntea con un bolígrafo la lista. “…siete, ocho: nueve”. “¡Nueve todavía!”, mira el reloj y resopla. Está agotado. Vuelve a ponerse las gafas, “que pase el siguiente”. Es cuando cruza la puerta, no un paciente, sino casi sin pedir permiso, el coordinador Andrew Brown. Se saludan. “Un minuto nada más”. Brown le muestra una gruesa carpeta. “Benjamín: estos son los currículum de los médicos que se presentan a la nueva plaza”. Abultan tanto como el diccionario Collins que el doctor Ríos tiene encima de la mesa, a modo de pisapapeles. “¿Y…?”. “…hay algunos muy buenos. Muy bien preparados. Va a ser injusto para los que se queden fuera…”. Benjamín insiste: “¿Y…?”. No entiende por qué vienen a explicarle esta historia a él.”…de entre todos, hay uno, que dice que te conoce”. “Ah, ¿sí?”. Algún compañero de Facultad, quizá. Algún compañero de Mir. “Dice que es muy amigo tuyo, que no te ha dicho nada para que no influyas desde dentro”. “¿Quién es, Andrew?”. Andrew Brown extrae la hoja correspondiente. Lee: “Se llama, esto, aquí, sí: Gusss-man Bra-vo”. ¡¡Guzmaaaaaaán!! El último nombre sobre la faz de la tierra que esperaba oír. Cuantísimos lustros sin escuchar su nombre, sin saber de él. “Está claro que le conoces”, confirma Andrew Brown. “Era un buen elemento”, afirma rotundo Benjamín. “Eso era lo que quería oír”. El coordinador recoge la carpeta y sale de la consulta. Con la sonrisa aún en el rostro, y llevándose la mano al punto de su frente donde un día hubo un chichón, Benjamín indica: “…que pase el siguiente…”.
III
Ese “entrar sin llamar”, cuando tiene a un paciente tumbado en la camilla, y ese “Benjamín, cuando termines, por favor, pasa por mi despacho”, no presagiaban nada bueno. Efectivamente. Lo que no preveía era que Brown cargaría contra los métodos erráticos del “nuevo”, su “amiguito”, su “recomendado”, “Gussss-man”. Benjamín tartamudea cuando se ofusca. “¡Eh, eh, eh, alto, que por ahí no paso!”. El coordinador Brown guarda ahora silencio. “¿Recomendado? ¡Andrew, recuerda que tú viniste a mi consulta a preguntar si yo lo conocía!”. ¿Y por qué acudes a mí ahora como si yo fuera su mentor en vez de tratar el tema directamente con él? ¿Ha cometido algún fallo médico? No, que yo sepa. Lo único es que no os gustan sus maneras. Necesitará tiempo, vamos digo yo, como todo el mundo. Que, total, lleva aquí cuatro días. Y no se conoce ni a la gente, ni los departamentos”. Benjamín respira agitadamente. Vaya, acaba de darse cuenta de que ha levantado la voz. Nada menos que al todopoderoso coordinador. Añade, ahora con tono pausado: “¿Algo más? Llevo aquí desde las siete de la mañana y tengo ganas de irme a casa”.
Ese “entrar sin llamar”, cuando tiene a un paciente tumbado en la camilla, y ese “Benjamín, cuando termines, por favor, pasa por mi despacho”, no presagiaban nada bueno. Efectivamente. Lo que no preveía era que Brown cargaría contra los métodos erráticos del “nuevo”, su “amiguito”, su “recomendado”, “Gussss-man”. Benjamín tartamudea cuando se ofusca. “¡Eh, eh, eh, alto, que por ahí no paso!”. El coordinador Brown guarda ahora silencio. “¿Recomendado? ¡Andrew, recuerda que tú viniste a mi consulta a preguntar si yo lo conocía!”. ¿Y por qué acudes a mí ahora como si yo fuera su mentor en vez de tratar el tema directamente con él? ¿Ha cometido algún fallo médico? No, que yo sepa. Lo único es que no os gustan sus maneras. Necesitará tiempo, vamos digo yo, como todo el mundo. Que, total, lleva aquí cuatro días. Y no se conoce ni a la gente, ni los departamentos”. Benjamín respira agitadamente. Vaya, acaba de darse cuenta de que ha levantado la voz. Nada menos que al todopoderoso coordinador. Añade, ahora con tono pausado: “¿Algo más? Llevo aquí desde las siete de la mañana y tengo ganas de irme a casa”.
IV
Hace diez años, sí, diez ya, que no la llama. A lo mejor, hasta ha cambiado el número de teléfono. Pero hoy, lo intenta. Le tiene que decir, a lo mejor ya lo sabe, que ha aparecido por allí, la de vueltas que da el mundo, el ganso de Guzmán. Se lo contará a ella, que es el vértice del triángulo. Benjamín se hunde en el sofá. La luz amarillenta de una lámpara incide en su rostro. Cierra los ojos, muy cansados. “¿Arancha…? Soy Benja… ¿puedes hablar?”. Un montón de kilómetros, un montón de tiempo. Sin embargo, al minuto, todo vuelve a ser igual: la siente muy próxima, como si la tuviera a su lado, y parece que sólo han pasado dos horas desde que se despidieron en aquella puerta de embarque.
Hace diez años, sí, diez ya, que no la llama. A lo mejor, hasta ha cambiado el número de teléfono. Pero hoy, lo intenta. Le tiene que decir, a lo mejor ya lo sabe, que ha aparecido por allí, la de vueltas que da el mundo, el ganso de Guzmán. Se lo contará a ella, que es el vértice del triángulo. Benjamín se hunde en el sofá. La luz amarillenta de una lámpara incide en su rostro. Cierra los ojos, muy cansados. “¿Arancha…? Soy Benja… ¿puedes hablar?”. Un montón de kilómetros, un montón de tiempo. Sin embargo, al minuto, todo vuelve a ser igual: la siente muy próxima, como si la tuviera a su lado, y parece que sólo han pasado dos horas desde que se despidieron en aquella puerta de embarque.
V
Cae más agua de la que el limpia puede desalojar. Normal por estos lares. El cuerpo le pesa. Parpadea con insistencia. No ve más allá de un par de metros. Le dijo bruscamente a Arancha que ya la volvería a llamar. Y ahora conduce rumbo a la clínica. A estas horas. A toda velocidad. Con eso no contaba. Entre bromas y risas, ella le había dicho: “me alegro que Guzmán esté contigo: necesita a alguien que le controle, no iba muy bien desde que dejó la carrera en tercero”. En ese punto casi se le sale hasta la primera papilla del estómago. Y aún sigue así. Con mal cuerpo.
Cae más agua de la que el limpia puede desalojar. Normal por estos lares. El cuerpo le pesa. Parpadea con insistencia. No ve más allá de un par de metros. Le dijo bruscamente a Arancha que ya la volvería a llamar. Y ahora conduce rumbo a la clínica. A estas horas. A toda velocidad. Con eso no contaba. Entre bromas y risas, ella le había dicho: “me alegro que Guzmán esté contigo: necesita a alguien que le controle, no iba muy bien desde que dejó la carrera en tercero”. En ese punto casi se le sale hasta la primera papilla del estómago. Y aún sigue así. Con mal cuerpo.
VI
Estas ambulancias no hacen “ni-nooo, ni-noooo”, sino una especie de “torí-torí; torí-torí” mucho más estridente. Las luces de la sirena se reflejan en los charcos. Hay vidrios por todas partes. Benjamín no recuerda nada. Los tacos del diccionario, sí. Los ha mentado de uno en uno. Seguramente el coche le patinó y se le fue de parte a parte. Ahora oye voces. “¡Inmovilizadlo!”. Eh, eh, pero qué hacéis. No puede hablar. Lo pasan a una camilla. “¿Respira?”. “Con dificultad”. “Posible traumatismo”. Benjamín reconoce la voz de Guzmán y adivina su rostro de forma borrosa. “Tu especialidad, Benja, son los chichones en el mismo sitio”, exclama su amigo. Benjamín consigue articular unas palabras. Casi no se le entiende: “¿Por qué haces esto? ¿A qué estás jugando?”. Guzmán, trasiega la pregunta, la interpreta y entonces poniendo su mejor cara de niño bueno, contesta: “…jugamos a médicos, ¿no?”.
Estas ambulancias no hacen “ni-nooo, ni-noooo”, sino una especie de “torí-torí; torí-torí” mucho más estridente. Las luces de la sirena se reflejan en los charcos. Hay vidrios por todas partes. Benjamín no recuerda nada. Los tacos del diccionario, sí. Los ha mentado de uno en uno. Seguramente el coche le patinó y se le fue de parte a parte. Ahora oye voces. “¡Inmovilizadlo!”. Eh, eh, pero qué hacéis. No puede hablar. Lo pasan a una camilla. “¿Respira?”. “Con dificultad”. “Posible traumatismo”. Benjamín reconoce la voz de Guzmán y adivina su rostro de forma borrosa. “Tu especialidad, Benja, son los chichones en el mismo sitio”, exclama su amigo. Benjamín consigue articular unas palabras. Casi no se le entiende: “¿Por qué haces esto? ¿A qué estás jugando?”. Guzmán, trasiega la pregunta, la interpreta y entonces poniendo su mejor cara de niño bueno, contesta: “…jugamos a médicos, ¿no?”.
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