domingo, 18 de diciembre de 2011

Nunca es nunca

I
La cola llega casi hasta la puerta. Lázaro ha preguntado quién es el último. Las manos en los bolsillos. No se esperaría. Pero le han dicho en casa que no vuelva sin el décimo. Y el sorteo es pasado mañana. Ya no puede pasar de largo. Tiene que ser hoy sí o sí. Se fija en los carteles de las paredes. Te puede tocar a ti. Sueña loterías. Un querubín con una bola. Él es de los clásicos: echa de menos al calvo. La ventanilla está empapelada con números. Dentro, un señor desganado atiende. “Deme dos de ése”. La sensación cuando uno está detrás en una fila es que los de delante van lentísimos. En éstas, le tocan el hombro. “Hey, Lázaro, qué es de tu vida”. Su viejo amigo Gregorio. “¡Hombre, Gregorio, pues ya ves, siempre me atiborran a lotería por todas partes, de todos los sitios, en cambio, éste es el año que menos tengo… y digo, voy a comprar por lo menos algo, no sea que toque, aunque a mí, lo que es a mí, nunca me ha tocado nada, vamos, ni el reintegro, y eso que voy teniendo una edad, sólo por pura probabilidad, después de todo este tiempo, pues ésta será la mía, digo yo… que me hace una falta que no veas…”. “Pues a mí una vez, hace ya mucho, me tocó duro por peseta”. “Huy, si todavía eran pesetas, tiene que hacer un montón”. “Ya te digo: aún iba en pantalón corto”. La cola avanza lentamente. Va llegando gente nueva y se espesa. Se oye todo. El tópico de la salud que no falte. A ellos los miran como a dos bichos raros. Estos jubilados no son habituales de la administración y eso se nota.


II
“Dame un décimo para Navidad”. El lotero hace un gesto casi como de “tú estás loco o qué”. Lázaro arrima la nariz al cristal separador para oír mejor. Le explica a través del interfono: “…se nos terminaron hace dos semanas… no nos queda ni uno”. Lázaro se aturde. Señala los billetes que cuelgan de los hilos. “¿Y todos éstos?”. “…son para el niño”. Gregorio se percata y estira el cuello, “Qué pasa, qué pasa”. “…que dice el tío que no quedan…”. “¿Cómo que no quedan?”. “…es que hay que venir antes, no se pueden dejar estas cosas para última hora…”. Lázaro se muerde el labio, y ahora qué hago. Gregorio le dice: “…pues yo quería uno también…”. La cola está estancada. Los de detrás se impacientan. El lotero les pide: “…mientras se deciden, dejen pasar a la gente que está esperando….”. “No, no, un momento… mira bien, hombre, mira bien, ¿no te queda nada por ahí?”. No se hizo la paciencia para este lotero. Abre de una sacudida un cajón. Papeles. Sobres. “Ya he dicho que no, que no me queda nada”. Ostras, y ahora qué hago. Lázaro y Gregorio buscan la salida. Lentamente. Con la cabeza agachada y la espalda encorvada. El que iba detrás de ellos va a tiro fijo, “ya era hora, ya me toca…”. Lleva resguardos de primitivas, bonolotos, quinielas… Es un especialista. Cuando están a punto de salir a la calle es cuando les avisan, “eh, eh, esperen”. Ha habido un efecto dominó entre la gente que está alineada, aguardando su turno, que ha ido corriendo la voz del primer aviso del lotero, “eh, eh, esperen”. Y ellos se paran. “¿Es a nosotros?”. Y se giran. Y se vuelven. El lotero esgrime dos sobres cerrados en la mano. Se los muestra a través de la ventanilla. Lázaro y Gregorio se miran. “…aquí tengo un décimo en cada sobre… de un encargo que no han venido a recoger… si lo quieren, para ustedes….”. Lázaro saca de la cartera dos billetes arrugados de diez. Su tabla de salvación. “Trae acá…”. Gregorio le sigue. “Biennnnn”. Con un sobre que contiene un décimo en una mano, apretando el puño de la otra, y con un gesto de victoria, “lo hemos conseguido”, alcanzan la calle. La sensación es triunfante, casi como la del que acaba de ser premiado con el gordo. Y eso que lo único que tienen es un numerito. Falta todavía que salga en el momento justo y en el bombo hay otros ochenta y cuatro mil novecientos noventa y nueve más. Nada menos.


III
Ahora, cada uno a su casa. Viene un viento gélido que no se puede aguantar. “…que me alegro de verte, Lázaro”. “Lo mismo digo, Gregorio, a seguir bien”. Se despiden. Cuidado al bajar de la acera. Los coches zumban. Lázaro respira aliviado. Se ha librado por los pelos. Aunque bueno. Total, nunca, nunca, le ha tocado nada. Nunca. Nunca es nunca. Piensa. ¿Y si…? Se para. Mira al cielo. Las nubes vuelan. Se mueven deprisa. Se vuelve. Aún se ve a Gregorio, no muy lejos, que camina despacio el pobre. Le grita. “¡Gregorioooooo!”. No le oye. Le tendrá que alcanzar. Retrocede deprisa. Le toca por detrás. Le da un susto. Qué pasa, Lázaro. “Gregorio, que así, sin ver el número ni nada, te lo cambio”. Le tiende el sobre. Ah, era eso. Busca en el bolsillo. Había doblado el sobre para que le cupiera. Está un poco arrugadillo. “Bien, vale, toma”. Lázaro lo coge. Con fuerza. No se le escapa, no. Le da una palmada al amigo y se despide de nuevo. “…a cuidarse, señor”. Ahora sí, rumbo a casa, ahora ya todo está bien.


IV
Es el sonido de la Navidad. La banda sonora, que empieza con los niños cantando, mil euuuuuuuuuuuuros. El bombo girando al terminar una serie. SSSSSSSSSSSSSSSS. Los comercios abiertos. El Mercado bulle. Las paradas tienen sus radios en marcha con este monótono soniquete. Frío. Las manos congeladas. Lázaro ultima las compras. De repente, el mundo se para. Cantan un número. Cuatro millones de euuuuuuuuuuuuuuros. Eh, eh, el gordo. El gordo. La gente grita.”¡Acaba en….!”. Dónde habrá caído. Dónde. Confusión. La informática va rápido. Enseguida se sabe. Ha caído en… ¡Íntegramente en Mediavilla! Uffff. La pólvora no corre tan rápido. El mercado se viene abajo. El carnicero se despoja del delantal. La del fiambre mira si sus números coinciden. Revuelo. Revuelo. A Lázaro le sobrevienen todos los males. Toma, toma, toma, yo tenía ese pálpito. Después de todos estos años, ya tocaba. Sale a toda la velocidad que sus pies le permiten. A la Administración de loterías empieza a acudir gente. Es la escena que ya ha visto tantas otras veces en la tele. El lotero, que resulta que es un tío simpático y todo, pega una cartulina en la pared, “EL GORDO VENDIDO AQUÍ”. Encima de la acera, ya hay dos furgonetas unidades móviles, como si supieran ya que ahí caía el premio y hubieran estado esperando en el bar de la esquina. Policía. Risas. Chillidos. Abrazos. Ya ves. Lázaro, que encuentra todo ese tumulto, da un rodeo y se escabulle. Le han entrado todos los temblores y ya no le han parado. Urge, antes que nada llegar a casa. Y comprobar. Por encima de todos los sonidos, percibe uno, POOOF. Es un tapón de corcho que sale disparado por los aires.


V
RIIINNNNNGGGG. RIIIIIINNNNGGGG. Por qué tarda tanto en abrir. Hoy es el día de las pulsaciones a mil. Lázaro mira al cielo. Sin nubes. Sin respuestas. Por fin, Gregorio abre la puerta. Falsa cara de sorpresa. Se miran. “¿Tienes el gordo?”. Gregorio asiente. Su rostro tampoco lo puede disimular. Hoy es hoy y está feliz. Lázaro aprieta el mentón. Espera. Con ansiedad. Un gesto. Una palabra. “Compartiremos”. O tres. “No te preocupes”. O algo. Pero sólo encuentra un encogimiento de hombros, y un “vaya, tú sigues sin tener suerte…”, que pesa como una losa. Y él entonces responde con una mirada fulminadora. Y con un darse la vuelta. Con orgullo. Espalda recta. La dignidad, que no se pierda en estos momentos. Con odio. Que te den. Joder, la de tiempo que tiene que pasar a veces para darse uno cuenta de que lo que creía era un amigo es en realidad un mamarracho.

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