domingo, 30 de octubre de 2011

El tiempo que nos cabe

I
“La próxima vez, señor Frutos, haga el favor de no esperarse tanto”. El señor Frutos, tendido en la cama, acepta la reprimenda y se justifica: “…es que voy siempre tan ocupado y tan liado, que se me olvida lo rápido que pasa el tiempo…”. El médico comprueba el monitor y confirma: “…bueno, le hemos transferido veinte años… lo cual no está nada mal”. El paciente sonríe: “Lo he notado inmediatamente, ¡menudo subidón!”. “…dentro de un ratito vendré de nuevo, y si no hay ninguna novedad, le daremos el alta… ya pasarán de administración para que firme usted los papeles”. “Gracias, doctor, muchas gracias”.

II
En la habitación contigua, una mujer se recupera del parto. Cesárea. Ha ido todo “bien”. Sentada en una silla con ruedas, una joven la mira. Absorta. Atemorizada. Ambas van cubiertas con una blusa azul de hospital. La primera habla dulcemente, “no te asustes, mi vida, acabas de nacer, te acabo de parir, y ya tienes veinte años… Así es la vida. Así son las cosas. En cuanto me ponga un poco mejor, Minerva, nos vamos juntas a casa…”. La segunda no entiende. No sabe quién es. No sabe qué hace allí. Llora. Llora desconsoladamente como un bebé, sin poder explicar lo que le pasa.

III
A Gabriel le gusta su trabajo. No sale prácticamente nunca del Centro de Educación Especial. Vive allí. Tiene un pisito en las afueras, pero casi nunca va. Y no echa de menos el tiempo libre porque no sabe hacer otra cosa. Cada día, desde muy temprano, se enfrenta a un grupo de jóvenes sin pasado. Casi todos muy problemáticos. Llegan sólo con lo que les dicta su instinto primitivo. Y tienen que aprender lenguaje, motricidad, conducta… Lo que está bien. Lo que está mal. Con una paciencia que roza lo infinito, Gabriel se encarga de eso. Así ha conocido a Minerva.

IV
“Ven, no tengas miedo”. Minerva sigue a Gabriel dócilmente. Ella está finalizando la formación. Es fácil que la semana próxima ya no asista al Centro. Él lo sentirá enormemente. Día a día le ha tomado un gran afecto. Bufffff. Bueno. Vendrán otros. Minerva habla muy poco todavía. Pero lo entiende todo. Se refleja en el brillo deslumbrante de sus ojos. Cada descubrimiento, una sorpresa. Los dos han entrado en la cocina. Todo fregado. Todo recogido. En un banco lateral, la cristalería de los funcionarios. Gabriel levanta un montón de copas, vasos, cuencos. Los pone juntos. Clinc. Clinc. Tintinea el cristal. Minerva aguarda expectante. Qué querrá Gabriel. “A ver cómo te lo explico yo… para que lo entiendas…”. Acerca una garrafa con agua. “…el agua es como el tiempo, Minerva…”. Y empieza, gli, gli, gli, a vaciarla poco a poco en todos los recipientes. “…cada uno de nosotros somos como cada una de estas copas… y el tiempo nos va llenando sin parar… hasta que no nos cabe más… y llega un momento en que… se sale”. Chooof, vaso desbordado. “Ahí, todo se acaba”. Minerva toca el agua con el dedo. Gabriel prosigue: “...a veces, la ciencia puede hacer que agua de aquí pase aquí”. Gabriel vierte parte de un vaso sobre otro. “...éste se queda más vacío, más joven… y éste, en cambio, más lleno… más… ¿entiendes lo que te digo”. Minerva murmura titubeante: “…el agua está mal repartida…”. “Eso mismo, chiquilla, eso mismo”.

V
A pesar de lo ocupado que está, Gabriel a menudo levanta la vista, se asoma por la ventana y se pregunta entre suspiros: ¿qué estará haciendo Minerva?

VI
Ya se lo han dicho varias veces. “Gabriel, quítate unos años de encima, hombre, que ya no estás para esos trotes”. Él es contrario. “… pues todo el mundo lo hace: ahora hay unas ofertas buenísimas…”. A lo mejor tienen razón. No está hecha esta sociedad frenética para la gente mayor. Y él ya va siéndolo. Muchos amigos suyos, más viejos que él, parecen sus sobrinos. Cuando cree que está a punto de sucumbir a la tentación, “venga, voy”, entonces sólo tiene que encender la televisión y escuchar las noticias que hablan de la marcha de guerras “justas” en otros continentes, donde lo que se gana al enemigo es… el tiempo…. sólo tiene que leer que está a la orden del día que a la gente le roben… su tiempo… y sólo tiene que recordar que las sentencias que dicta la justicia se cumplen al contado: un condenado entra por una puerta y acto seguido sale por la otra con diez, veinte, treinta años más encima… Entonces Gabriel traga saliva. Se reafirma en sus convicciones. No es posible que nadie más se dé cuenta. Vamos a la debacle de cabeza. Con lo que este mundo sería con un tiempo bien gestionado, un tiempo solidario… qué lástima. Una reflexión más le sobreviene. Una pregunta descabellada. Cómo sería la humanidad si el código del tiempo no estuviera abierto. Es decir, si los trasvases no se pudieran realizar. Gabriel sueña. Menuda imaginación. Esto es como querer atravesar una pared. En qué cerebro cabe. No puede ser, y además es imposible.

VII
“Una señora pregunta por ti”. Que espere. El trabajo es lo primero. Gabriel ges-ti-cu-la, habla muy despacio. Habla claro. El chico sin pasado que tiene enfrente permanece impávido. Otra vez lo intenta. Nada. Una más. Y lo deja, de momento. Después volverá a la carga. Se reincorpora Gabriel. Uf, la espalda le cruje. Sale al pasillo. El sol se cuela oblicuamente proyectándole una sombra gigante. A él, que es muy menudo. Al fondo, en la entrada, una mujer de pie. No distingue. No termina de ver bien. Pero según se acerca, sí. Un escalofrío le recorre. Es Minerva. Cielos, Minerva. Antes de saludarla, en dos segundos, Gabriel entiende. Ella no es la joven que recuerda. Mierda. Seguro que la han obligado a vender algunos años. Cinco, diez. Luego advierte su perfil de embarazada. No se dicen nada. Sólo se abrazan.

VIII
Ahora Minerva sí habla. “…no dejaré que a mi niña le roben la infancia cuando nazca…”. “No, claro que no”, afirma rotundo Gabriel. Aprieta los puños. Tartamudea. “Te quedas… os quedáis conmigo, si no os importa, si os conformáis con lo que os puedo ofrecer”. Salen fuera del Centro. Muy juntos. El sol del atardecer en sus rostros. “…déjame al menos que te pase algunos años…”, pide ella. “¡Ni se te ocurra!”. “…oye, que es sólo tiempo agradecido…”. Sus voces se van disipando en la calle arbolada. Unas cuantas hojas van moviéndose arrastradas por el viento. Un niño corretea y un señor de mediana edad que le acompaña, le advierte: “¡Señor Frutos, señor Frutos, mire al cruzar la calle!”. Un frenazo. HIIIIIIIIIIIIIIII. CRASSSSSSSHHHHH. Unos gritos. Las hojas siguen cayendo lentamente desde los árboles, alfombrando las aceras.

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