domingo, 27 de noviembre de 2011

Mil caras



I
Tres llamadas perdidas. Del cole de Aníbal. Al instante, me ha faltado aire, ¿habrá pasado algo? Tenía el móvil dentro de mi bolso, que parece blindado. Y claro, no lo he oído. Rellamo. Da tono. Espero. No me lo cogen. Venga, venga, que alguien descuelgue, por favor. Me muerdo los labios. Ya. “Sí, buenos días, soy Rosario, la mamá de Aníbal Rojo…, verás, tenía una llamada perdida vuestra… “. Un momento. Que espere. Musiquita de fondo, violines que me ponen de los nervios. Tic, tiquitic, los dedos martillean la mesa. Me pasan con secretaría. No, que no pasa nada, que no me preocupe. “…es que, al ver tres llamadas… pues me he asustado un poco”. Un poco no, me ha dado un ataque de pánico. … La directora me quiere ver… si puede ser a no tardar… “mujer, yo salgo a las cinco de la tienda, pero bueno, me escapo y esta misma tarde me acerco por allí… ¿a las cuatro entonces? Bien. Vale. Nos vemos. Hasta luego”. Clic. Que no me preocupe, pero que me quiere ver a no tardar… JA. Tengo un mosqueo que puede conmigo. Aviso a Juanjo, le pongo en antecedentes, para que él, también haga lo imposible y se venga conmigo.

II
Jolgorio en el patio. Pero la antesala al despacho de la directora está muy bien insonorizada y apenas si llega un murmullo. Fotografías de cursos anteriores descoloridas. Dibujos de los niños empapelan las paredes. Al final, como casi siempre, vengo sola. Paso adelante. Huy, esto parece un Tribunal. Tres profesores a cada lado. Se levantan para saludarme. Hablamos del tiempo. No es normal que en pleno Invierno todavía haga tanto calor. Aún no hemos vendido ni una chaqueta en la tienda, les explico. Carpetas abiertas. Tu hijo Aníbal es un sol. Estoy tensa. Que me digan lo que me tienen que decir. Que abrevien, por favor. Entra Angustias, la directora. Se excusa, porque está en treinta sitios a la vez. Vaya, tiene el don de la ubicuidad. Angustias muestra una fotografía. Es Aníbal, subiendo al tobogán. Qué majo. Qué guapo. Qué inquieto. “Esta foto la tomamos en Septiembre, al empezar el curso”. Sí. ¿Y? Angustias muestra ahora la siguiente foto. Es Aníbal, adicto a los toboganes. Qué majo. Qué guapo. Qué inquieto. “Han pasado tres… cuatro meses”, dice la directora. Coloca una fotografía al lado de otra. “…y nos ha llamado poderosamente la atención que…”. Alguien por detrás apunta… “que no se parece en nada”, “que le ha cambiado la cara completamente”, “que parece otro”. “…si no lo hubiéramos visto venir aquí cada mañana, nos creeríamos que….”, Angustias se ríe, risilla de ardilla, y a mí no me hace ni pizca de gracia, “¡…que nos has cambiado al chiquillo!”.

III
No le va la carne. Se le hace una bola. Mastica eternamente y mira la tele con fijación. De un lado a otro. “Aníbal, haz el favor, cómete ese trozo de una vez”. Juega con las piernas que le cuelgan en la silla. “Mami”. Qué. “El profe me ha llamado Mortadelo esta mañana”. Juanjo y yo nos miramos. “La clase entera se ha reído”. Suelto el tenedor encima de la mesa. “No hagas caso, hijo”, le dice Juanjo acariciándole el pelo. Yo añado: “Iré al cole y hablaré con él”. No lo digo, pero lo pienso: “¡…hablaré con el profesor Bacterio éste de los cojones!”.

IV
Una vez al mes, una, llevo a Aníbal al “Plastic-Facial Center Research” de Mardebé. El médico del seguro, “ostras, chavalote, cómo has cambiado”, mientras, tiraba el palito con el que había examinado la garganta del chico, dijo que era lo más conveniente. Que los cambios espectaculares que se producían en su rostro debían ser controlados para prevenir males mayores. Atravesamos la cúpula del edificio acristalado, y enseguida, viene una enfermera que se lo lleva de la manita, “Aníbal, majete, vente conmigo”. Y el niño me mira como pidiéndome permiso, me voy o no me voy con esta señora. Todos en esa clínica parecen hechos con el mismo molde. Ellas, carita de Barbie. Ellos, de Action Man. Yo de allí, no me muevo. En una salita de espera, con el suelo brillante como un espejo, hundida en un sofá de piel, leyendo revistas manoseadas y atrasadas y desesperándome porque, aunque me lo expliquen, no sé bien qué puñetas le estarán haciendo a mi pequeñín Aníbal. Cuando sale, le oigo en la distancia, corretea hacia mí y me abraza. Como si hiciera un siglo que no nos viéramos. “¿Vamos a casa, mami?” Miro el reloj. Las doce y media. “¿A casa? Quiá. Al cole de cabeza, aún llegas bien al comedor y a las clases de la tarde”. Tuerce el gesto. Por lo visto había pensado que se iba a librar.

V
Hoy ha salido llorando del Plastic-Facial Center de las narices. Salgo disparada del sofá de piel de la sala de espera. Qué te han hecho, mi vida, qué te ha pasado. Lo pincharon por dos veces. Inconsolable está. Qué llanto. Me encaro con la enfermera. Quiero hablar con los médicos. Pero qué se han creído. Les monto un cirio. Y les digo hasta que me canso. SE HA ACABADO. NI UNA MÁS. YA ES SUFICIENTE. Cuanto más intentan calmarme, peor. “Pero, señora…”. Peor, mucho peor. Basta de hacer padecer innecesariamente a la criatura. “Vámonos, cariño, que por mi vida, aquí no volvemos más”. Le estiro del bracito y me lo llevo. Dos médicos nos siguen y nos escoltan hasta la puerta, “recapacite, señora…”. Y el renacuajo, al salir, y como remate, les ha sacado la lengua. O eso me ha parecido.

VI
Me costó por internet, pero al fin, pedimos cita previa y allá que hemos ido a la Comisaría del Centro. Con todos los papeles. El funcionario mira al chiquillo. Le pide la foto. “Firma aquí”. Aníbal se siente muy importante. Yo no sé si será capaz de repetir la próxima vez el complicado garabato que le ha salido. Devuelve el bolígrafo con una sonrisa. La impresora piensa. A los pocos segundos escupe el DNI. Aníbal lo recoge y nos lo enseña orgulloso. Juanjo lo mira por encima. Yo entonces caigo en que pone que “válido por seis meses”. Y me encaro: “Oiga, esto tiene que ser un error”. El señor se encoge de hombros. “Yo también lo había pensado, pero no. Hay una indicación bien clara que debe venir del Ministerio del Interior…”. Ponemos gesto de perplejidad. “¿Pasa algo, mami?”. Nada, se ve que alguien quiere que colecciones tantos carnés como caras vayas teniendo…

VII
Ahora suena fuerte el “Stay the Night” de James Blunt. Dios, cómo pasa el tiempo. En el salvapantallas del ordenador han empezado a desfilar fotografías de Aníbal. Y me he quedado embobada mirándolas. Cómo ha crecido. Sus mil caras, sus mil sonrisas, tan diferentes, tan suyas. Y en todas tan guapo. Aquí, rubio casi albino… y en ésta morenito con el pelo rizado. Mi pequeño camaleón. Aunque estuviera años sin verle, podría reconocerlo a él, escondido entre un millón. Sólo yo sé que nunca ha cambiado. Porque el corazón que le mueve es el mismo. Y la chispa en sus ojos. Sea cual sea su apariencia, conserva su nobleza. Su bondad. Y qué narices, soy su madre y lo he parido.

VIII
Está claro. No podíamos elegir por él. Vinieron a buscarle. Saben quién es. No lo dijeron, pero eran del Centro de Inteligencia. No sé lo que le explicarían, porque no me lo ha contado. Pero lo convencieron. Un chico como Aníbal que habla cuatro idiomas, y con fisonomía nueva cada medio año, sin ayuda de maquillaje, menudo chollo. Nos reunió a su padre y a mí y nos dijo que se marchaba a estudiar allí. Piénsatelo bien. Es tu vida, no la nuestra. Fue lo único que nos salió de la boca. Ni chantaje emocional ni nada. Es Otoño, hace tres semanas que se fue y a mí me parecen tres siglos. Lo que sí que he hecho es cambiarme el móvil. Por uno que suene bien fuerte aunque vaya dentro del bolso blindado. Vivo pendiente de que suene. Lo que pasa es que el muy cabrito no llama mucho. Dice que va liado y tiene que estudiar un montón. Será por eso.

IX
No miro las caras. Me fijo en la chispa de los ojos. En manos con dedos regordetes. Aspiro fuerte. En busca de un olor característico, el suyo, inconfundible para mí. Vamos por un centro comercial atestado. Hace tiempo que le vengo observando. Si es un juego, no tiene gracia. Voy directa. Juanjo me pregunta: “Rosario, ¿dónde vas?”. Voy decidida. “Te he pillado… ¡eres Aníbal! ¿A que sí?”. El tío se me queda mirando muy extrañado, ésta de qué va. “Venga, vamos Rosario, ven conmigo… disculpe señor”. Cierro los ojos. Cómo me ha podido engañar el instinto. Vaya chafón. Cómo. Pero sobre todo, con el tiempo que ha pasado, por qué no llamas y por qué no apareces, Aníbal.

X
Justo acabo de ver a Angustias, la vieja directora ubicua del cole de Aníbal. “¿Y qué tal le va?”. Se ríe. “Ja, ja… Seguro que si lo veo, no lo conozco”. A mí me entra sentimiento. Estoy a punto de decirle: “Y yo tampoco”. Pero soy fuerte. Y me contengo. Y me repito que el chico estará bien. Y me despido. Y tiro hacia delante, porque tengo ganas de llegar a casa. Y parezco una magdalena de los lagrimones que me caen.

XI
Un susto de muerte. Me tapan los ojos por detrás. Levanto las manos. Esto debe ser un atraco. Grito. Entonces dice: “¡Chissssssttt, mami!”. Dios, Dios, por fin Aníbal, por fin el pequeñín. Luce una horrible nariz de pico de loro, pero aún así, le sienta bien. Le voy a abrazar, le voy a comer a besos. Pero primero, primero... ¡zas!, me sale un buen bofetón. El primero que se lleva en su vida. He sacado mi genio y le he puesto las pilas. “Tú serás muy agente del Centro de Inteligencia, muy hombre de las mil caras, pero no te olvides, chiquitín, que soy tu madre”.

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