domingo, 13 de noviembre de 2011

El talón en la oreja




CASI 10
“Como no nos demos prisa, van a llegar todos y nos van a pillar en mantillas”. La abuela Juani ha visto la hora que es, y se afana, preparando los sándwiches de dos en dos y disponiéndolos ordenadamente en la bandeja. Al tiempo, advierte: “¡Felipe, cuidado con la escalera, no vayamos a tener un disgusto!”. El abuelo Felipe, subido en el tercer peldaño, termina de enganchar la última tira de guirnaldas. El padre, Juanlu, con las mejillas enrojecidas y al borde del colapso, infla globos en serie. ¡¡¡¡PLOOOOOM!!! Acaba de explotarle uno en su cara. Con éste, se ha pasado de frenada. Mapi, la madre, reparte los vasos de plástico en la mesa alargada con el mantel de dibujitos. Lucía, la cumpleañera, corretea desde el interior de la casa al corral, supervisándolo todo. “¡Está quedando pre-cio-so!”, exclama encantada con la boca abierta. Todo parece otra cosa. El piso barrido, las macetas alineadas con sus plantas frondosas, la cuerda que servirá para las piñatas, que serán la gran sorpresa de la fiesta. DING, DONG. ¡DING, DONG! Toque a rebato. “¡Ya están ahí! ¡Ya han llegado!”, grita Lucía. Son los primeros. Se llena la planta baja de críos que atraviesan el corredor como pequeños huracanes, portando los regalitos. Guirigay. Feliz cumple, Lucía. Muchas felicidades. Los padres de los amiguitos van detrás. Aún no han empezado los saludos, cuando se escucha el llanto agudo de Lucía. Algo va mal. Acuden todos a la vez. El abuelo Felipe, el padre Juanlu, la madre Mapi. “Hija, ¿qué te ha pasado? ¿qué tienes?”. Inconsolable. Se encana. El alboroto cesa de golpe. Hay una nena que, con la cabeza gacha, se justifica: “…yo sólo le estiraba las orejitas para felicitarla…”. Ah, era eso. Mapi se enfurece, “Lucía, hija, ¡ya estás otra vez exagerando!”. Y la abuela Juani intercede protectora: “…mujer, no riñas a la chiquilla, si llora es porque le duele”. El llanto no cesa en un buen rato. La abuela Juani, que la abraza, es su escudo. “Mi pequeña, mi queridísima Lucía, mientras yo esté contigo, nadie te hará daño…”


CASI 20
Toda la tarde juntos. Las palabras han ido fluyendo de forma continua, bordeando los sentimientos, pero sin entrar en ellos. Si no es ahora, será después. Pero será. Porque sólo tienen ojos el uno para el otro, y porque sus miradas sólo pasan desde hace tiempo a través de ese filtro que idealiza y resalta todos los detalles del otro en forma de virtudes. ¿Nos sentamos? Aunque el banco es todo para ellos, ocupan una esquina. Hay más gente, mucha, paseando. Silencio en el bullicio. Respiración contenida. Y ahora qué. Nervios. Ahora es cuando el cariño vence al miedo y se desborda. Marcel besa a Lucía. Buuuuf, por fin, ella pensaba que nunca se atrevería. Buuuuf, menos mal, él pensaba que ella no se dejaría. Que toda la tarde se convierta en toda la vida. Así, uno al lado del otro, no se puede tener ni pedir más felicidad. Cámara lenta, por favor, cámara leeeenta. Con los párpados entornados, Marcel besa suavemente el lóbulo de la oreja de Lucía. Ella lanza un grito horripilante, echándose bruscamente hacia detrás. Hasta los perros que corretean por el césped se paran en seco para ver qué pasa. Se rompe la magia en mil pedacitos. Qué pasa. Qué te ocurre. Marcel no entiende nada. Lucía se retuerce, “no se me puede tocar la oreja derecha… veo las estrellas… siento un dolor insoportable…”. Él pide disculpas, “lo siento, yo no sabía nada… sólo ha sido un besito”. Y ella esconde la cabeza entre el pelo y los brazos, rabiando y llorando, con los ojos fuertemente cerrados. Marcel repite: “…podrías haberme avisado…”. “…no me dio tiempo, joder, no me dio tiempo…”. Pasa la tempestad. Se levantan. Ambos incómodos. Marcel piensa, “…pero qué chica más exagerada…”. Lucía se siente avergonzada. Pero qué culpa tiene ella… ¡cómo le duele todavía! Toda la tarde juntos. Y ahora ambos han recordado que tienen cosas que hacer. Quedarán pronto. Claro. Pero ya no saben cuándo.


CASI 30
En los periódicos leyó que el Dr. Palmer es una eminencia en la Medicina. Que roza los milagros. Por eso, no dudó en contactar con su clínica privada. Y no le importó que le dieran cita a seis meses vista. Los días pasan, uno detrás de otro, y hoy, Lucía por fin está en la sala de espera. Con una carpeta de informes dentro del bolso. Escucha su nombre. La llaman. Pasa a consulta. Él es una persona relativamente joven. De entrada, no se levanta de la silla para recibirle. Ella explica el caso. Le tiende la carpeta. El Dr. Palmer escucha en silencio mientras ojea el último tac. Se muerde el labio inferior. “Vamos a ver”. Se acerca. Observa la oreja de Lucía. “…entonces dices que te duele aquí”. Decir “aquí” y oprimir con los dedos el lóbulo derecho es todo uno. En el mismo segundo, Lucía suelta un alarido que hace temblar los cimientos del edificio. En el mismo segundo, y como un resorte, Lucía lanza un mandoble directo al rostro del galeno. Y sí, todavía en el mismo segundo, el médico sorprendido cae cual boxeador noqueado en la lona de un cuadrilátero. La enfermera, espectadora también, grita a su vez y le ayuda a incorporarse. Él se estira la bata. Se recompone. Se palpa la mandíbula, por si tiene algo roto. “¿La denunciamos, Dr. Palmer?”. Lucía permanece de pie, rabiosa, con la mano protegiendo su apéndice auditivo. “…Me temo que, después de esto, no voy a atender su caso”, dice el médico que roza los milagros. “Me temo”, contesta Lucía, “que, después de esto, yo no voy a querer que atienda mi caso”. Lo siguiente es, una recogida de la carpeta de informes, y un salir sin despedirse de esa clínica.


CASI 40
En la empresa “TIME WILL TELL”, hoy hay Comité de Dirección. Lo convocó la misma Lucía con carácter urgente. Piensa denunciar los chanchullos que se trae Estanis. Muy fuerte sería permanecer al margen como si cayese sirimiri. A la sala de reuniones, ella ha llegado la segunda. Preparan café mientras esperan al resto. Hablan del tiempo. Del calor que hace allí dentro. Lucía está muy tranquila. Lo tiene todo muy bien atado. Según van entrando los asistentes, cruzan saludos. Ocupan sus sillas. Estanis no ha venido aún. Habrá que llamarle. Y recordarle que hay Comité. Y que le esperan. Sale el Director General a la puerta, “Sandra, por favor, ¿puedes avisar a Estanis y decirle que estamos todos esperando?”. Pasan minutos. Aparece por fin Estanis. Parece azorado. “Disculpad, estaba hablando con un proveedor”. Mira a Lucía. Le mantiene la mirada. Se dirige a su sitio libre. Es cuando pasa por detrás de ella. Y extiende la mano, y por detrás de su pelo, como quien no quiere la cosa, le alcanza la oreja. “Huy, perdona, chica, lo siento…”. Cuando Lucía se viene a dar cuenta, es demasiado tarde. Qué daño. Qué dolor. Incontrolable. Incontenible. Peor que la peor migraña. Dejando al personal atónito, sale aullando, protegiéndose con el brazo, “pero qué le pasa a esta mujer, ¿qué le ha dado?”. Corriendo, se refugia en el baño. Busca y rebusca en el bolso. No hay paracetamol bastante en el mundo para mitigar aquello. Mientras se mira en el espejo, desencajada, se pregunta cómo, cómo narices, se habrá enterado de lo suyo el hijo puta éste.


CASI 50
La puerta estaba atrancada. Desde que murieron los abuelos unos veinte años atrás nadie vive en la planta baja. A Lucía le recorre de arriba a abajo un escalofrío por entrar de nuevo en esta casa después de tanto tiempo. Humedad. Las paredes con la pintura desconchada. Le parece estar escuchando sus voces. “…Felipe, cuidado con la escalera, no vayamos a tener un disgusto…”. Y sale al corral. Cubierto de polvo. Con las macetas destroncadas. Durante muchos minutos pasea por las habitaciones. Por la cocina. Es como volver a la infancia. En la entrada ya han puesto el cartel de “SE VENDE”. Así son las cosas. Ella ya les dijo a sus padres que iría y se llevaría el secreter de la abuela Juani. Que lo restauraría y se lo quedaría de recuerdo. Ha venido a recogerlo. Buuuuuf. El mueblecito está muy estropeado. Abre un cajón. Papeles. Recortes amarillentos. Recuerdos. Y… un sobre. Un vuelco de corazón, porque es la letra de su abuela. Y encima pone: “A mi queridísima nieta Lucía”. Tiemblan las manos. Cuánto tiempo llevará esto escrito. Se acerca a la luz de la ventana. Tiene que romper el sobre al abrirlo. Y tiene que ponerse las malditas lentes progresivas para empezar a leer…


Querida Lucía:
A los pocos días de nacer tú, tu madre tuvo que guardar reposo absoluto, y nosotros nos hicimos cargo de ti. A mí me hacía ilusión que lucieras unos pendientes de oro de tu bisabuela, así que yo misma me dispuse a hacerte un agujerito en tus preciosas orejitas. Ojalá nunca se me hubiera ocurrido, porque por accidente, la aguja que empleé con tu oreja derecha estaba contaminada con “mardebita”. Es un potente veneno, cuyo efecto es concentrar y multiplicar el dolor por contacto en el punto en el que se deposita. Crónico, de por vida. Dios, lo que he rezado para que nada de esto hubiera pasado. Para que nada te hubiera afectado. Dios, lo que he llorado después por ti, cuando me di cuenta el día de tu cumple de que sí, de que por mi culpa estabas tú mal. Me hubiera cambiado por ti un millón de veces. Eres muy fuerte, mi pequeña. No dejes que nadie te haga daño en tu talón de Aquiles. Por años que pasen, no descansaré del todo hasta que sepas y me perdones todo el mal que te he hecho. Desde donde esté, te quiere siempre…. TU ABUELA JUANI.


Lucía suspira. Guarda la carta en el sobre. Y luego el sobre en el bolso. Saca el móvil. Marca un número. Espera. “¿Marcel?”. Se le entrecorta la voz. “Sí, soy yo… caramba… me has reconocido la voz después de tanto tiempo”. Entorna los ojos para seguir hablando. El banco, aquel banco, (el del primer beso) sigue allí. Que qué tal le viene si se ven ahí. En unos diez minutos. ¿Sí? ¿Vale? Lucía da unos pasitos hacia la salida. Se acopla unos auriculares que le cubren y protegen por completo las orejas. Antes de volver a cerrar la puerta de un buen trompazo, levanta la mirada y exclama, segura de que le está oyendo: “Abuela, abuela...: ya te vale”.

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