Después de veinte años, Ana, Eva y Paz habían encontrado un hueco para dejar de lado sus obligaciones y reencontrarse. Un día entero para ellas solas. Y había costado. Cuando no era celebración de un cumpleaños, era un hijo que traía amigos a casa, era hoy toca cuidar a los suegros, era hay que pintar el comedor y es inaplazable. Y entre llamadas de móvil y cruce de correos electrónicos, "esto no puede ser, hace un montón que no nos vemos", fijaron ese Sábado, "de aquí no pasa", y advirtieron cada una a los suyos que aquel día se las tendrían que apañar como pudieran, porque ellas se habían ganado el derecho a quedar con sus amigas de toda la vida.
Eva las recogió tempranito, aunque un poco más tarde de lo acordado, "Vaya cochazo, qué nivel", le dijeron. "Pues me lo voy a cambiar pronto", dicen que contestó. Y enfilaron hacia la sierra próxima, donde no había cobertura de móvil y nadie las podría molestar. Un día de marcha por el campo. Con el coche llegaron hasta donde la carretera se cortaba. Después, cargaron cada una con su bolsa y enfilaron la senda señalizada. Ana vestía atuendo de montaña, botas incluidas. Eva, más de sport, todo de reebook con colores a juego. Y Paz, lo que se hubiera puesto un día normal, excepto las zapatillas de Decatlón. Nada más verse de nuevo ya se habían radiografiado, pero ninguna se dijo a la otra lo mal que las había tratado el tiempo. Mientras se ofrecían mutuamente el protector solar, prueba éste que llevo yo, iban contándose, con la voz cada vez más levantada cómo les había tratado la vida, en su versión más dulce y light. Y después se lanzaban desaforadamente al monográfico: Los hijos. Eva y Paz se volcaban en sus vástagos, uno y tres respectivamente. ¡Cómo son los condenados!. Ana no había sido madre. "...aún", añadían las dos amigas.
Así, llegaron al mirador. Agotadas, pero felices. Ana, desriñonada. Eva con los pies hinchados. Y Paz pensó, pero no lo dijo, de ésta no pasa, el Lunes voy a cambiarme las gafas porque lo veo todo turbio. Ah, el mirador: ...donde se divisaba el manto verde de los naranjos, las fincas lejanas de la urbe... y al fondo, la franja azulísima del mar. Un día claro y transparente. Qué maravilla.
Buscaron la sombra de un pino. Sin mosquitos ni hormigas.
Toda la carga de Ana era un sandwich de jamón york y una botella de agua mineral.
Toda la carga de Eva era una ensalada preparada de Mercadona y un bio.
Toda la carga de Paz, "¿Cómo sois capaces de salir así por el mundo?", era un mantel para el suelo, unos vasos de plástico irrompible, cubiertos, servilletas, una botella de cava frío..., según iba sacando del bolso, éste se asemejaba a la chistera de un prestidigitador, una superempanada de dátiles bacon y queso de cabra(*) recién hecha, unas palmeritas de queso, espirales de sobrasada... "El postre lo dejo para luego", concluyó.
Al principio se negaban a atacar aquellos manjares. Pero estaba todo tan bueno... un día era un día.
Lo estaban pasando bien. Evocando viejos tiempos que todas recordaban como si hubieran pasado ayer mismo. "Es una suerte tener buena memoria". Se hizo un breve silencio. Todas tenían algún conocido con Alzheimer. "¡Venga, venga!", Eva dio dos palmas, "¿Cuál es vuestro primer recuerdo, chicas?", les retó. Las tres quedaron pensando un segundo, pero lo tenían muy claro. Muy grabado.
Eva contó el suyo: "Era el día de San Cristóbal, en la fiesta grande. Tendría tres añitos, me solté de la mano de mi madre y me perdí. Con tanta gente alrededor, me despisté. Supongo que mis padres se llevaron un susto de muerte: movilizaron al pueblo entero para buscarme. Me acuerdo perfectamente: yo volví solita; crucé la carretera, crucé la vía del tren y llegué hasta la puerta de casa y me senté a esperar a que mis padres volvieran. Julito, el practicante fue quien primero me vio...".
Oh, qué tierno, exclamaron Ana y Paz.
Intervino entonces Ana, "Lo siento, sé que nadie me cree, pero yo me acuerdo del día de mi bautizo". Aquí una pausa para dar tiempo al "ohhhh" sorpresivo. "Yo estaba durmiendo plácidamente, y en esas sentí un chorro de agua fría que te mueres en mi pobre cabecita, y ahí sí que sí : con todos mis pulmones... y me acuerdo perfectamente de la cara de mi padrino, claro yo no sabía entonces quién era aquel bigotes que me sostenía en brazos, pero con el tiempo até cabos, y era él sin ninguna duda... Y mi pobre madre, en casa, recuperándose del parto, que mira que lo pasó mal...".
Nadie se inmutó por la revelación. Ana, siempre más que nadie. Nada menos que afirmaba acordarse de su bautizo. Je, je. Ya tendrían tiempo de despellejarla por la espalda más adelante.
Entonces Eva y Ana miraron a Paz. "Chicas", repuso, "yo no os supero en memoria. Vamos a por el postre y a brindar. Tarta de chocolate y nueces(*)". Un chillido colectivo. ¡Qué pecado!
Voló la tarde y se hizo tiempo de regresar.
De bajada hacia el coche, "este día lo tenemos que repetir, que no pasen otros veinte años por favor", Eva y Ana andaban adelantadas dándole a la cháchara. Con cuidado de no tropezar, Paz, iba rezagada y guardaba silencio. En su mente, grabado a fuego, su primer recuerdo, aquel que no había querido reconocer ante sus amigas. Voces pronunciadas por su madre sin imagen adjunta, "¡Víctor por Dios, que llevas tres semanas fuera! ¡Víctor no me puedes decir ahora que tienes que quedarte ahí un mes más! Víctor, si no vienes pasado mañana mismo, yo no sé qué hago. Víctor si no vuelves pasado mañana, no vuelvas. Te cuelgo el teléfono inmediatamente, ¿me oyes? No vuelvas". Y a Paz, descendiendo por la ladera, se le nublaba la vista (al oculista el Lunes sin falta), y le lloraban los ojos. Rememoraba estas frases. Cuando las escuchó ni siquiera tenían sentido ni significado. En aquel momento tan remoto sintió que al estómago de su madre le daba una convulsión, y ella, que aún no era Paz ni era casi nada, tuvo que darle una patadita desde dentro para recordarle que estaba allí, creciendo en sus entrañas.
(*)¡Gracias a bocados de cielo por el menú!
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