domingo, 4 de marzo de 2012

Guisando para muchos


I
Toda una vida guisando para muchos. Plácido entra en la cocina. Aún no son las siete. Aún no es de día. Tose. Los tubos fluorescentes parpadean y dibujan el inoxidable de la cámara frigorífica, el blanco brillante de los azulejos, el negro reluciente de los quemadores. Su nariz está inmunizada. Huele a lejía. A vinagre. A comida acumulada. Se ata el delantal limpio con sus dedos amorcillados. Se ajusta el gorro. Hoy es Viernes. Mmmmm. Hoy toca paella. Abre el grifo del fregadero. Corre el agua. Helada. Se lava las manos. Resecas. Agrietadas. A lo largo de la mañana se las lavará mil veces más. Busca un trapo para mal secarse. Tose otra vez. Malo. A lo mejor está enganchando un catarrazo. Y arrastrando los pies hinchados, eso es de estar tanto tiempo de plantón y sin sentarse, abre cajones, abre armariadas, y empieza a disponer de todo lo necesario.

II
Fuego lento. Que sí. Que Plácido ya no piensa callarse nada. Caiga como caiga. Le pique a quien le pique. Se acabó lo de morderse la lengua. Lo de dejar pasar las cosas porque ya se arreglarán solas. Lo de comulgar con ruedas de molino. Lo de decir “sí” a todo. Lo de aparentar lo que no es. Plácido vuelve a poner las manos debajo del grifo. Alimentos en la frontera de la caducidad. Primera clase para los profes y morralla para los alumnos. Instalaciones precarias en una cocina del siglo pasado. Ya está en una edad, ya está en una fase en la que prefiere tranquilizar su conciencia antes que someterla. Total, cuál puede ser el precio. Se mira en el reflejo de la puerta del congelador. Ojeras y siete pelos debajo del gorro que un día fue blanco. El precio: ¿Irse a su casa a cocinar? Eso ya no le asusta. Pausa. Bueno, venga. Punto de sal, que quede un poco dulce, que está guisando para muchos. Hay que tirar el arroz. Tiene el tiempo milimetrado. Aún tiene que hacer otra paella, la de la dirección. Y en unos minutos, una jauría irrumpirá en el comedor y se habrá terminado fulminantemente la paz de la cocina.

III
Don Bartolomé, el director. El director, que viene acompañado por otra persona, entra en la cocina. Vigila no arrimarse a ningún sitio, no vaya a engrasarse la chaqueta del traje. Plácido en ese momento carga con una columna de platos limpios apilados. Siente el crujido de su espalda cada vez que lo hace. Se saludan. “Te presento a Leo”. Sonrisa franca. Apretón firme de mano. La de Plácido aún está mojada. Hace cuarenta segundos que se la había vuelto a lavar. “Leo es titulado superior en la escuela de cocina y ha trabajado dos años en el Colegio Grenwich…”. Ahh. Gesto de aprobación. “Va a trabajar contigo. Ya no vas a estar solo”. Plácido respira aliviado. Bien. Aleluya. Por fin, refuerzos. Dos veces, en los últimos meses, había salido de su refugio y se había dirigido al despacho del director para expresarle que “así, él solo, a ese ritmo, cocinando para tanta gente, no iba a poder resistir mucho tiempo”. Las respuestas medidas de don Bartolomé habían sido: “paciencia, Plácido”, “tienes razón”, “lo estamos mirando”, “aguanta un poco”. Sí, el director, esta vez, ha cumplido. Los deja solos. A Plácido y a Leo. Plácido, levanta las cejas, y exclama orgulloso: “Ven, que te enseñaré el chiringuito”.

IV
Toda una vida guisando para muchos. Plácido entra en la cocina. Aún no son las siete. Empieza a clarear. Qué raro. Éste no aparece. Tose. Se le empieza a templar la sangre. Los tubos fluorescentes parpadean y dibujan el inoxidable de la cámara frigorífica, el blanco tiznado de los azulejos, la carbonilla de los quemadores. A su nariz, que creía inmunizada, le llega un olor nauseabundo. Éste, que no tiró la basura y tenía pescado. Se cuelga su delantal. ¿eh? Está sucio. Salpicado. Pero ¿qué? Éste que se lo debió poner. Se calienta la sangre. Se ajusta el gorro. Hoy es Viernes. Mmmmm. Hoy toca paella. Abre el grifo del fregadero. Mierda. El sumidero está atascado. Corre el agua. Helada. Se lava las manos. Resecas. Agrietadas. Busca un trapo para mal secarse. No lo encuentra. Se seca con las mangas. Respira muy hondo. Tose otra vez. Malo. No se quita de encima el catarrazo. Y arrastrando los pies hinchados, eso es de estar tanto tiempo de plantón y sin sentarse, abre cajones, abre armariadas, y no encuentra nada, porque no hay nada en su sitio. A Plácido le hierve entonces la sangre. Son más de las ocho cuando entra Leo. Saluda, jovial, sonriente. A Leo se le congela la sonrisa porque, a bocajarro y sin preámbulos, le cae la del pulpo.

V
Lo ha estado buscando. Leo le había dicho que tenía que ir al servicio. Por lo que tarda, debe tener una diarrea galopante. Al fin, al cabo de una hora, aparece. Viene guardando sin mucho disimulo el móvil en el bolsillo del pantalón. Plácido lo sigue teniendo muy claro. No piensa callarse nada. Con los botones de muestra que está teniendo, ya sabe que con Leo no se va a llevar bien. Y, sin esperar a escuchar explicaciones, le suelta: “Tienes un morro que te lo pisas”.

VI
La penúltima de Leo ha sido: “Placidete, tú no tienes ni puñetera idea de alta cocina”. La gota que colma el vaso de la paciencia. Entonces ha pensado, “¿ah, sí?”. Y ha decidido dejarlo suelto. Para ver cómo se desenvuelve el “titulado en cocina con dos años de experiencia”. Plácido ha seguido atento sus evoluciones. Se ha convertido por un rato en mudo belindo. El resultado: Incomible. Se veía venir. Lo esperaba. Los platos de arroz aplastado han vuelto a la cocina escarbados, pero casi intactos y acompañados de una avalancha de protestas. A Plácido le invade ahora una sensación contradictoria. En el lado amargo, está tirando a la basura un montón de comida. En el lado dulce, se ha destapado un chef farsante. Además, por el semblante que le ha quedado a Leo, va a necesitar tiempo para la cura de humildad que necesita.

VII
El director, don Bartolomé. Les ha llamado, “acudid a mi despacho inmediatamente, por favor”. Estará muy enfadado. Le rugirá el estómago por lo poco que habrá comido hoy. ¿Y si le lleva un bocata de mortadela? No, no procede. Plácido está seguro. Ahora se aclarará todo. Van por el corredor del colegio, con sus uniformes de cocineros, sin mirarse. Llaman a la puerta. Abren un poco. ¿Se puede? Abren más. Detrás, sentados, en fila, el Consejo entero. Glup. Sorpresa. Qué hacen ahí. Imponen. Parece un tribunal. Don Bartolomé toma la palabra. “Plácido, no nos lo esperábamos de ti, nos has decepcionado enormemente….”. A Plácido le cambia el semblante. No entiende. ¿Qué le dicen? “…nos ha indignado sobremanera… tu conducta racista”. Plácido vuelve la vista hacia Leo, que no pestañea siquiera. Advierte entonces por primera vez sus ojos ligeramente rasgados. Su piel barbilampiña. Le bate a mil el corazón. No piensa callarse nada. Caiga como caiga. Le pique a quien le pique. No se va a morder la lengua. Le sudan las manos. No se las puede lavar ahora. Va a replicar. Va a decir. Quiere decir. Pero no sabe qué, no sabe cómo, y se queda bloqueado mientras el Consejo, muy ceremonioso, procede a comunicarle la resolución adoptada.

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