I
AUPPPP. No puedo con mi maleta. Por detrás, de un
empellón, Ignacio me ayuda a encajarla en el estante de los equipajes.
“Gracias… Se nota que llevo libros dentro”, así le justifico por qué yo no
tenía fuerza. Apenas me contesta con una mueca. Lo noto tocado, casi hundido.
Pasamos hacia el vagón. A nuestros asientos. 5 B. 5 A. El aire no se nota
apenas. Aquí dentro huele tanto a humanidad que tira hacia atrás. “¿Prefieres
ventana?”, le pregunto. Se encoge de hombros. Como parece que le da igual, ya
paso yo al fondo. Y me acomodo. Miro el reloj. Las cuatro. El tren saldrá con
retraso seguro. Escarbo en la mochila. “¿Agua?”. Rehusa. Yo sí pego trago. Sigo
removiendo. Comics de Spiderman. “¿Te apetece leer uno?”. Con el brazo me dice
que no. Resoplo. Vale que le han caído cuatro y esperaba sólo una. Vale. Pero
por eso no se acaba el mundo. Mirémoslo por el lado bueno. El curso ha
terminado. Tenemos unas semanas para relajarnos y pasarlo en grande. Ya
tendremos tiempo de pensar en lo que luego se nos vendrá encima. “¿Te cuento un
chiste?”. Ahí me ha taladrado con la mirada. “Bueno, bueno… yo sólo trataba de
animarte”. Caramba. Me parece que este viaje de vuelta a Mardebé se me va a
hacer un poco pesado.
II
Qué sueño más tonto. No sé cuánto tiempo he
dormido. Las cinco aún. Pues no es mucho rato. Miro a Ignacio. Ni pestañea. Eso
sí, traga saliva de vez en cuando. Tras la ventanilla, los postes de la luz se
van sucediendo monótonamente. Y por detrás, los almendros alineados, sobre una
tierra seca. “…¿sabes? Siempre que subo en un tren, me acuerdo de mi tío
abuelo…”. Hago una pausa. Le observo para saber si quiere que siga hablando o
no. Sí, sí que quiere. Me mira. Le sigo contando entonces. “…él estaba a punto
de casarse… pero entonces empezó la guerra… y al poco, lo detuvieron… y lo
metieron en la cárcel… “. A mi tío le pongo
cara. Cara de familia. Una cara como la mía. Mi abuela guardaba una foto suya. “…encerrado
se tiró dos años… y hasta que no acabó la contienda no lo soltaron…”. Me
retrotraigo. Me lo imagino. Consumiéndose día a día, hora a hora. Pensando que
cada mañana podía ser la última. Soñando en lo que pudo haber sido. Padeciendo
por quienes no veía ni tampoco sabían de él. Me lo imagino. Malcomiendo.
Pasando frío. Pasando calamidades. Cuando supo que volvía a casa, escribió una
carta muy sencilla, muy formal, con sus faltas de ortografía, “querida ermana,
vuelvo a Mardebé en el tren del Viernes”. Ahora que le cuento esto, noto brillo
en los ojos de Ignacio. Prosigo. “…subió en ese tren… pero se sentía ya, tan
tocado, tan enfermo… a saber qué cosas se le pasarían por la cabeza… que decidió
bajarse en la penúltima estación porque sabía que su novia también le estaría
esperando en la terminal… y él quería evitar encontrarse con ella… no quería
que lo viera en ese estado tan lamentable, ni que tuviera que cargar con lo que
quedaba de él en su poco futuro…”. Suspiro. El tren aminora su marcha hasta que
se detiene. Me asomo. No sé dónde hemos llegado. Es un apeadero en medio de la
nada.
III
Las seis. Y el sol castiga con fuerza los
ventanales de los vagones. “Sergio”, me llama Ignacio. Dejo el tebeo. Le
atiendo. Me dice: “Yo, hoy, también me voy a bajar en la penúltima estación”.
Reacciono. Qué dice. “Que me bajaré en la penúltima”. Me rasco la cabeza. No
puede ser. “…tú conoces a Pitita, cuando la veas, explícale que yo no me he
atrevido a verla cara a cara… no quiero que ella cargue conmigo ”. Titubeo. “Tú…
tú… tú no estás pensando lo que estás diciendo, Ignacio”. Me ha pillado
desprevenido. Cargo mis baterías. Me dispongo a argumentar. A lo que sea para
disuadirle. Imposible. Está abatido. Ya no me escucha.
IV
Mi cabeza va a mil por hora. Piensa, piensa,
piensa rápido, Sergio. Mientras, el tren
avanza como el tiempo, inexorable. Pido paso a Ignacio para salir. “Voy al
servicio”, le digo. Avanzo de lado a lado, entre filas de asientos, hacia la
plataforma. Atravieso un vagón, otro. El convoy va lleno. Miro caras. Dormidas.
Concentradas. Aburridas. Tranquilas. Ansiosas. Llego a la puerta del WC. Pero
qué. Eso era una excusa. No estoy yo para oler orines si puedo evitarlo. Saco
mi móvil del bolsillo. Escribo un mensaje, un sms, para Pitita. “Acude a la
penúltima estación, la de Vara de Villa”. Antes me he asegurado de que es ésa.
No sea cosa que, como no me las termino de aprender, la envíe a otra diferente
y entonces sí que sí, la líe buena. Aprieto al “enviar”. Espero. Espero.
Espero. Mecagüen… no hay cobertura. Levanto la mano hacia el techo, a ver si
por cuestión de altura, coge una rayita, y por ahí se escapa el mensaje. “Sal,
sal, ¡sal, coño, sal!”. Al final… uffff, por los pelos y por el aire, el
mensaje sale en busca de su destinataria. Y yo vuelvo a mi sitio. Ignacio se
levanta para dejarme pasar. “Sí que has tardado”. “…es que había uno dentro,
que no veas el perfume que ha dejado”. Eso
es lo más convincente que se me ha ocurrido.
V
Las siete. “El caso es que…”. “El caso es que qué”,
le apremio. “No, nada”. Por un momento me ha parecido que se lo repensaba, se
arrepentía y se decidía a ir hasta la Terminal. Por un momento se me disparaban
las alarmas y ya me veía fingiendo que me entraba una nueva crisis urinaria
para enviar un nuevo sms, “¡Pitita, que no vayas a la penúltima, que acudas a
la Terminal!”. Le miro fijamente. “Qué”. Espero unos segundos. “No, nada”.
Comprobado. Ignacio sigue en sus trece. Es un hombre de cabezonadas fijas.
VI
Las siete y media ya. El tren se aproxima a Vara
de Villa. Ignacio se pone en pie. “Bueno”, me dice tendiéndome la mano. Le
acompaño un tramo. Silba la locomotora mientras para. Aquí no baja nadie. Sólo
él que, tirando del asa de su maleta de
fuelle, mira desorientado a un lado y a otro. Observo la escena. Se me aceleran
las pulsaciones. Porque tras la casita del jefe de la estación, bajo el reloj
parado, he reconocido a Pitita. ¡Bien, mi mensaje ha llegado! Me suben los
colores en la mejilla. Aprieto la frente contra el cristal de la ventanilla.
Silba el tren. Quiero ver qué pasa. Quiero adivinar qué se dicen. Ignacio mira
de reojo a donde supone estoy yo. Venga, vamos, venga. Están frente a frente. Están
en un no saber qué hacer. Me alejo, el tren se va… mecagüen, que no lo veo. CLOOOOOCCCC.
Me he puesto la nariz como un pimiento morrongo, casi reviento la ventanilla de
socorro, pero, ha valido la pena, por lo menos no me he perdido el abrazo en el
reencuentro de mis amigos Pitita e Ignacio.
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