domingo, 10 de mayo de 2015

La penúltima estación


I
AUPPPP. No puedo con mi maleta. Por detrás, de un empellón, Ignacio me ayuda a encajarla en el estante de los equipajes. “Gracias… Se nota que llevo libros dentro”, así le justifico por qué yo no tenía fuerza. Apenas me contesta con una mueca. Lo noto tocado, casi hundido. Pasamos hacia el vagón. A nuestros asientos. 5 B. 5 A. El aire no se nota apenas. Aquí dentro huele tanto a humanidad que tira hacia atrás. “¿Prefieres ventana?”, le pregunto. Se encoge de hombros. Como parece que le da igual, ya paso yo al fondo. Y me acomodo. Miro el reloj. Las cuatro. El tren saldrá con retraso seguro. Escarbo en la mochila. “¿Agua?”. Rehusa. Yo sí pego trago. Sigo removiendo. Comics de Spiderman. “¿Te apetece leer uno?”. Con el brazo me dice que no. Resoplo. Vale que le han caído cuatro y esperaba sólo una. Vale. Pero por eso no se acaba el mundo. Mirémoslo por el lado bueno. El curso ha terminado. Tenemos unas semanas para relajarnos y pasarlo en grande. Ya tendremos tiempo de pensar en lo que luego se nos vendrá encima. “¿Te cuento un chiste?”. Ahí me ha taladrado con la mirada. “Bueno, bueno… yo sólo trataba de animarte”. Caramba. Me parece que este viaje de vuelta a Mardebé se me va a hacer un poco pesado.

II
Qué sueño más tonto. No sé cuánto tiempo he dormido. Las cinco aún. Pues no es mucho rato. Miro a Ignacio. Ni pestañea. Eso sí, traga saliva de vez en cuando. Tras la ventanilla, los postes de la luz se van sucediendo monótonamente. Y por detrás, los almendros alineados, sobre una tierra seca. “…¿sabes? Siempre que subo en un tren, me acuerdo de mi tío abuelo…”. Hago una pausa. Le observo para saber si quiere que siga hablando o no. Sí, sí que quiere. Me mira. Le sigo contando entonces. “…él estaba a punto de casarse… pero entonces empezó la guerra… y al poco, lo detuvieron… y lo metieron en la cárcel… “. A mi tío  le pongo cara. Cara de familia. Una cara como la mía. Mi abuela guardaba una foto suya. “…encerrado se tiró dos años… y hasta que no acabó la contienda no lo soltaron…”. Me retrotraigo. Me lo imagino. Consumiéndose día a día, hora a hora. Pensando que cada mañana podía ser la última. Soñando en lo que pudo haber sido. Padeciendo por quienes no veía ni tampoco sabían de él. Me lo imagino. Malcomiendo. Pasando frío. Pasando calamidades. Cuando supo que volvía a casa, escribió una carta muy sencilla, muy formal, con sus faltas de ortografía, “querida ermana, vuelvo a Mardebé en el tren del Viernes”. Ahora que le cuento esto, noto brillo en los ojos de Ignacio. Prosigo. “…subió en ese tren… pero se sentía ya, tan tocado, tan enfermo… a saber qué cosas se le pasarían por la cabeza… que decidió bajarse en la penúltima estación porque sabía que su novia también le estaría esperando en la terminal… y él quería evitar encontrarse con ella… no quería que lo viera en ese estado tan lamentable, ni que tuviera que cargar con lo que quedaba de él en su poco futuro…”. Suspiro. El tren aminora su marcha hasta que se detiene. Me asomo. No sé dónde hemos llegado. Es un apeadero en medio de la nada.

III
Las seis. Y el sol castiga con fuerza los ventanales de los vagones. “Sergio”, me llama Ignacio. Dejo el tebeo. Le atiendo. Me dice: “Yo, hoy, también me voy a bajar en la penúltima estación”. Reacciono. Qué dice. “Que me bajaré en la penúltima”. Me rasco la cabeza. No puede ser. “…tú conoces a Pitita, cuando la veas, explícale que yo no me he atrevido a verla cara a cara… no quiero que ella cargue conmigo ”. Titubeo. “Tú… tú… tú no estás pensando lo que estás diciendo, Ignacio”. Me ha pillado desprevenido. Cargo mis baterías. Me dispongo a argumentar. A lo que sea para disuadirle. Imposible. Está abatido. Ya no me escucha.

IV
Mi cabeza va a mil por hora. Piensa, piensa, piensa rápido, Sergio. Mientras,  el tren avanza como el tiempo, inexorable. Pido paso a Ignacio para salir. “Voy al servicio”, le digo. Avanzo de lado a lado, entre filas de asientos, hacia la plataforma. Atravieso un vagón, otro. El convoy va lleno. Miro caras. Dormidas. Concentradas. Aburridas. Tranquilas. Ansiosas. Llego a la puerta del WC. Pero qué. Eso era una excusa. No estoy yo para oler orines si puedo evitarlo. Saco mi móvil del bolsillo. Escribo un mensaje, un sms, para Pitita. “Acude a la penúltima estación, la de Vara de Villa”. Antes me he asegurado de que es ésa. No sea cosa que, como no me las termino de aprender, la envíe a otra diferente y entonces sí que sí, la líe buena. Aprieto al “enviar”. Espero. Espero. Espero. Mecagüen… no hay cobertura. Levanto la mano hacia el techo, a ver si por cuestión de altura, coge una rayita, y por ahí se escapa el mensaje. “Sal, sal, ¡sal, coño, sal!”. Al final… uffff, por los pelos y por el aire, el mensaje sale en busca de su destinataria. Y yo vuelvo a mi sitio. Ignacio se levanta para dejarme pasar. “Sí que has tardado”. “…es que había uno dentro, que no veas el perfume que ha dejado”.  Eso es lo más convincente que se me ha ocurrido.

V
Las siete. “El caso es que…”. “El caso es que qué”, le apremio. “No, nada”. Por un momento me ha parecido que se lo repensaba, se arrepentía y se decidía a ir hasta la Terminal. Por un momento se me disparaban las alarmas y ya me veía fingiendo que me entraba una nueva crisis urinaria para enviar un nuevo sms, “¡Pitita, que no vayas a la penúltima, que acudas a la Terminal!”. Le miro fijamente. “Qué”. Espero unos segundos. “No, nada”. Comprobado. Ignacio sigue en sus trece. Es un hombre de cabezonadas fijas.

VI
Las siete y media ya. El tren se aproxima a Vara de Villa. Ignacio se pone en pie. “Bueno”, me dice tendiéndome la mano. Le acompaño un tramo. Silba la locomotora mientras para. Aquí no baja nadie. Sólo él que,  tirando del asa de su maleta de fuelle, mira desorientado a un lado y a otro. Observo la escena. Se me aceleran las pulsaciones. Porque tras la casita del jefe de la estación, bajo el reloj parado, he reconocido a Pitita. ¡Bien, mi mensaje ha llegado! Me suben los colores en la mejilla. Aprieto la frente contra el cristal de la ventanilla. Silba el tren. Quiero ver qué pasa. Quiero adivinar qué se dicen. Ignacio mira de reojo a donde supone estoy yo. Venga, vamos, venga. Están frente a frente. Están en un no saber qué hacer. Me alejo, el tren se va… mecagüen, que no lo veo. CLOOOOOCCCC. Me he puesto la nariz como un pimiento morrongo, casi reviento la ventanilla de socorro, pero, ha valido la pena, por lo menos no me he perdido el abrazo en el reencuentro de mis amigos Pitita e Ignacio.

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