I
De mis pesadillas, la que más se repite, es
aquella en la que pierdo el autobús del colegio. A veces, giro a la derecha en la
bocacalle y en la parada no hay nadie: ya se ha ido. A veces, veo su trasera, le veo poner el intermitente,
arrancar, soltar humo negro y alejarse. Ni mis gritos ni mis brazos estirados,
ni mi carrera para tratar de alcanzarle sirven de nada. A veces, incluso
llegando a tiempo, encuentro la puerta cerrada y la aporreo para que me abra. El
conductor, cuya cara veo desdibujada, no me mira. Y la cuidadora, a la que
tampoco reconozco, hace como si yo no existiese. Mueven sin dejarme subir. Y yo
me quedo tirado. Qué angustia. Qué mal. Suerte que me despierto. Y que
enseguida me digo, “…eh, eh: esto no estaba pasando de verdad”. Por eso, por la
noche me lo dejo todo preparado. Me levanto temprano. Me como las galletas
maría, que me caben en la boca enteras, de dos en dos. Me arreglo rápido,
aunque los botones no se correspondan. Luego, no sé por qué, me encanto. El
tiempo vuela más rápido que yo, “¡ostras, son las ocho!”, y tengo que saltar a
la calle a todo meter. Mis pulsaciones vuelven a la normalidad cuando estiro el
cuellecito y veo que la gente aún está sentada en la marquesina, esperando. Suspiro
aliviado. Al final, pasa lo que pasa, que llegar sí que llego a tiempo, pero casi
todos los días se me olvida algo.
II
Vamos subiendo de uno en uno. Sin atropellarnos. Poveda,
el conductor, y Carmela, la cuidadora, reparten sus “buenos días” para todos. Ellos
parecen despiertos y a nosotros aún nos quedan bostezos. Dentro, los cristales están
empañados. Sobran las bufandas y las cremalleras de los chaquetones hasta arriba.
Carmela, de pie, sujetándose en un asiento hace recuento. “¿Falta alguien?”. Nadie
contesta. Pero sí. El de siempre. Harpo. El rubito del pelo rizado. Ella mira
el reloj. Poveda (Poooooveda cuando pisa el acelerador) espera instrucciones. “Nos
vamos”, le dice, “…seguro que lo recogemos a la vuelta”. Poveda obedece. La
ruta atraviesa nuestro pueblo de parte a parte. Pero luego se mete en Pieses y,
diez minutos después, vuelve a pellizcarlo para buscar la autovía.
Efectivamente, cuando pasamos de nuevo por Mediavilla, ahí se ve al diminuto
Harpo, envuelto en su gabardina amarilla, que hasta en eso se le parece al
hermano Marx. Está apoyado en la repisa de Muebles Vivó. Poveda se arrima. Se
le abren las puertas. Y sube, sin aparente sofoco. Carmela le tira un poco de
las orejitas, y le dice un: “Ay, Harpo, ay Harpo, cómo se te pegan las sábanas”.
III
Los minutos del autobús son preciosos. Aprovecho
para sacar el libro y dar un último repaso. Hoy toca la propiedad conmutativa.
Sí, ésa que dice que el orden de los factores no altera el producto. Trato de
encontrar excepciones. Pero no las encuentro. Cuatro por tres siempre será lo
mismo que tres por cuatro. Mmmmm. Ahí estamos. Pasando de nuevo por Mediavilla.
Ahí se arrima Poooooveda. Y ahí sube Harpo, el eterno rezagado, con su
sonrisita cautivadora. ¡Ya tengo un ejemplo donde la conmutativa no se cumple!:
Carmela revuelve los ricitos de Harpo, según sube los escaloncitos. Yo pienso:
que no se le ocurra a Harpo revolver el pelo cardado de Carmela, porque no es
lo mismo, y además, peligraría su cara
si lo hiciera.
IV
Hoy, al arrimar el bus a la altura de muebles
Vivó, Carmela ha llamado a Harpo. Le señalaba con el dedo. Con el traqueteo del
motor y los anuncios de la radio, no se oía lo que le estaba diciendo. Pero yo
he interpretado que era como un: “Harpo, espabila, madruga más y sube en la
parada como todos… imagina que todos los demás hicieran lo mismo”. Harpo ha
asentido muy seriecito. Y luego ha avanzado, pasillo abajo hacia su sitio.
V
Pues allá que vamos otra vez acercándonos a la
tienda de Muebles Vivó. Los que vimos cómo hablaban ayer Carmela y Harpo
abrimos los ojos. Qué pasará. Qué pasará. Poooveda señala el intermitente y se
para. Harpo sube, igual que siempre, dando los buenos días. Ufffff. Respiro
aliviado. Vuelvo a mi libreta, que me faltan todavía tres ejercicios. Eso sí, hoy
Carmela no ha revuelto sus ricitos rubios, como acostumbra.
VI
Poooveda siempre pone la misma emisora. Diez minutos
de anuncios. Compro oro. Precios siempre bajos. Tres minutos escasos para una
canción dedicada. Se nota cuando suena una que le gusta al conductor. Porque
sube el volumen a tope aunque el
respetable proteste. Ésta, de John Lennon, se lleva la palma. Starting Over. Una
canción que no termina cuando se acaba. Bien por Poooooveda.
VII
Nos aproximamos a Muebles Vivó. Una vez más, la
figurita de Harpo espera apoyada en la repisa del escaparate. Se arrima al
bordillo en cuanto nos avista. Poooooveda pone el intermitente. “NO”, dice
Carmela, “SIGUE ADELANTE, POR FAVOR”. Poveda duda, pero escucha de nuevo un
tajante: “NO TE PARES”, y tragando
saliva endereza el rumbo. Durante un segundo, veo el semblante desencajado de
Harpo cuando el autobús no se detiene. Veo el rostro serio, mirando hacia el
frente, de Carmela. No parpadea siquiera. Los que estamos dentro del autobús y
nos damos cuenta del lance enmudecemos de golpe. Me levanto de mi asiento. Me
giro. Estiro el cuellecito. He visto cómo Harpo ha intentado correr un poco
detrás de nosotros. Luego se ha parado. Su silueta va quedando atrás, atrás, hasta que, cuando el transporte escolar Poooooveda
se incorpora a la autovía, desaparece. Después, nadie osa a abrir la boca hasta
la misma entrada del colegio.
………
CCXXX
TOTOTOTOTOTÓ. Como si empezáramos otra vez. Resurge
con mucha fuerza la canción de Lennon. De mis pesadillas, la que se sigue
repitiendo más, es aquella en la que pierdo el autobús. Aporreo la puerta para
que me abran. El conductor, al que
reconozco con la cara del de Recursos Humanos, no me mira. La cuidadora, que es
claramente la Directora General, hace como si yo no existiese. Mueven sin dejarme
subir. Qué angustia. Qué mal. Me dejan tirado. Me quedo fuera. Lo peor de mi
pesadilla es que no recuerdo que nunca antes me advirtieran como Carmela a Harpo que el autobús,
este autobús, no espera.
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