domingo, 17 de enero de 2016

O él o yo

I
El hijo de la Salvaora cada dos por tres está cambiando de coche. Ahora va con un Simca 1200 gris con el techo tapizado. Y viene más a ver a su madre. Todos los Domingos por la tarde. Desde que ella se quedó sola. Si no hay sitio en esta calle, la calle Rupí, aparca en el vado del Chato. Pone un letrero “Estoy en la puerta 9”. Como si los vecinos no lo conociéramos. A mí me saluda. Aunque dudo que sepa cómo me llamo. Ya he terminado los deberes. Y he merendado. Hasta que se haga la hora de cenar, voy a la placeta a jugar. El portalón de la planta baja se abre. Aparece él. Está sofocado: “Madre, no lo puedo decir más claro: si la próxima vez ese perrito sigue aquí, yo no vengo más”. Salvaora, arrastrando los pies, le sigue. Ahora me fijo: Tiene un cachorrito en brazos. Naranja. Como una bolita. “Pero, Pepito, es muy pequeñín… “. “¿Pequeñín? Ese bicho de aquí a nada pesa más de treinta kilos.. y para eso estamos, para que le dé un empujón sin querer y la tire a usted al suelo, y veremos entonces quién la recoge y qué  hacemos”. Él está nervioso. Se sacude la manga de la chaqueta. Ella muy seria. “Te ha ensuciado sin querer. No seas así”. “Soy como usted me ha parido”. Desde la acera. Yo lo escucho todo. Abre el coche. Se mete. Baja la ventanilla con la manivela. Croc, croc. Y amenaza: “O él o yo”. El coche es nuevo, pero no arranca a la primera. A la quinta o a la sexta sí. Broooom. Menudo humo tira el tubo de escape. Se encienden las luces. Volantazo va, volantazo viene, el Simca sale. Yo, entonces, bajo de la acera. Iba a la placeta. Aún escucho como la Salvaora le dice al animalito: “…no pongas esos ojos tan tristes, tú, tú, no tienes culpa de nada”.
II
Cómo pesa la mochila. Por fin camino de casa. La merienda espera. “Pssss, psssss”. Alguien llama. No será a mí. No sé si girarme. “Psss, pssssss”. No hay duda. Me llaman. Me doy la vuelta. Al pronto, no veo a nadie. Después sí. Es desde la casa de Salvaora. “¿Es a mí?”. La mujer, muy misteriosa,  dice bajito “sí, a ti… ¿puedes venir un momento?”. Dudo. “¿Pasa algo?”. Oigo un miniladrido detrás de ella, y entonces sí. La curiosidad me puede. Me acerco. Me invita a pasar. Y tras de mí, plooom, cierra la puerta.
III
Ese Simca puede correr mucho:  a ciento sesenta. Pues mi corazón va ahora todavía más deprisa: a doscientos por hora lo menos. Me ido hasta el campo de fútbol de Mediavilla. He pasado por detrás de la vía del tren. He mirado el reloj veinte veces. Las órdenes eran: “…hasta las ocho pasadas, no vuelvas”. Ya son. Por si sí por si no, me he asomado sigilosamente desde la esquina. He contenido el aliento. Huyyyy. Ahí sigue el coche del hijo de la Salvaora. Rápidamente, he salido a la carrera. De nuevo el campo de fútbol. Otra vez la vía. Ha pasado el tren. Hoy sí que tarda en irse, sí. A la que he vuelto, ya las ocho y media, el Simca no estaba. “Hale, pequeñín, vamos, que no hay peligro”, he dicho. El bicho movía el rabito, contento. De puntillas, he llamado al timbre. Salvaora esperaba detrás de la cristalera. Con una sonrisa. Qué ladridos ha soltado el bandido. “Ven aquí, Fortuna, ven”. Fortuna, lengua de a metro, ha salido dando brincos, casa adentro. No le he contado a la mujer las caquitas que he recogido. Está agradecida. Con su paso lento se acerca al aparador, destapa un bote de café, saca de ahí un billete. ¡Veinte duros! Y me lo tiende: “Esto para ti, para que te lo gastes en lo que quieras”. Uauuuh. “No hacía falta, no…”. Me lo pone en el bolsillo. “Quico….”. Ya me iba para casa, que hoy me matan por llegar tarde. “Qué”. “Hasta el Domingo que viene”.
IV
Qué tiempos aquellos en los que a Fortuna podía llevarla en brazos. Ahora parece una vaca. Qué tirones pega. Me descoyunta el brazo. Y cómo corre cuando voy a recogerla. Madreeeee mía. Ehhhhhhh. ¡Esperaaaaaaaaa!.  Me asomo con la misma delicadeza de cada Domingo por la tarde. Con todo su conocimiento, Fortuna, desde su altura también se asoma. ¡Tendrá morro! ¡Campo despejado: ya no está el coche!. Llamo al timbre. Salvaora abre la puerta. Sin mediar las palabras, yo sigo insistiendo en que “no hacía falta”, ella me pone el billete en el bolsillo. Y con una sonrisa me despide: “hasta el Domingo que viene, bonico”.
V
Oh, oh. Vámonos por aquel lado, Fortuna. Tiro de la correa. He visto al Kinki, del colegio. Ese es un capullo. Integral. Me busca. Glup. Me había visto. Demasiado tarde. Agacho la cabeza. “¿Dónde vas, Quico borrico?”. “Déjame en paz”. “Aquí no estamos en el  colegio, aquí no puedes chivarte al profe”. Me cierra el paso. Es un armario de dos puertas. Me da un empujón. No le da tiempo a más. Fortuna le enseña los dientes. Jooooo, qué dentadura. Impone. Vaya que si impone. “Ya arreglaremos las cuentas”, masculla el Kinki retrocediendo. Debo de estar blanco como la cal de esa pared. Lo menos. Pero acaricio la testuz de mi buena Fortuna. Acabo de descubrir la mala leche que tiene.
VI
Les dije a mis padres que el Domingo por la tarde conmigo no contaran. Que se podrían hacer visitas a otras horas otros días. No lo encajaron muy bien. “Bien, de acuerdo, señorito, tú no vas de visita un domingo por la tarde, pero tampoco sales de casa”. Me quitan el chocolate de la merienda y no me escuece tanto el castigo. No lo he hecho nunca. El salir por la terraza. El saltar por la tapia a riesgo de romperme la crisma. Fortuna no entiende nada. Después de dos años, hoy nos escondemos de todos. De Pepito por un lado, de mis padres, que me creen encerrado estudiando, por otro. Y ay de nosotros como nos pillen.
VII
¿Otra vez el Kinki? ¿Es que nunca me va a dejar en paz? Fortuna le gruñe. “Quieeeeta, amiga, quieta”. Sonríe torcido. De forma muy ladina. “Ya sé el tinglado. Os pensáis que la gente es tonta y no se da cuenta: Tú escondes a la perra para que el hijo de la Salvaora no la vea. Lo tienes claro, Quico. Por mil duros que me des, lo tienes claro. Aquí  se te ha acabado el chollo. Hoy es el día que el asunto se destapa: Jódete”. Intento pararlo. Imposible. “Serás cabrón…”. Lo veo decidido. Cara a Pepito, justo cuando éste se despide de su madre. Cierro los ojos. Me muerdo los labios. Lo veo señalar hacia aquí. Hasta escucho un “están ahí, esperando a que usted se vaya para volver”. Pepito mira. Si ve, hace como que no ve. Se sube al coche. Baja la ventanilla. Se despide de su madre. Y arranca. Ese tubo de escape cada vez está más quemado. Kinki se queda con dos palmos y medio de narices. Es lo que pasa, que cuando un mentiroso dice una verdad, todos los demás se creen que sigue diciendo una mentira. 
VIII
Hale, Fortuna, vamos para casa, antes de que se haga más de noche. Por rutina, me asomo. No hay Simca 1200 a la vista. ¡La calle Rupí es mía! Llamo al timbre. Dos veces. Salvaora tarda un poco. Se abre el portalón. Glup. GLUP. No es ella. Es Pepito quien me abre. Qué hace ahí. Qué hago. “Perdónnn”, digo intentando poner cara de santo, aunque se me debe haber puesto cara de boniato, “me he equivocado de timbre… en qué estaría yo pensando, je, je…”. En mi corta vida me las he visto más gordas. Según tiro para mi casa, donde Fortuna tampoco puede entrar, por supuesto, veo aparcado un flamante R12 verde oscuro. De los de los cuatro faros. Immmpresionante. Adiós pues al Simca 1200. Lo que yo decía, que éste, cada dos por tres, está cambiando de coche.
IX
Es la cuarta vez que llamo. Esto no es normal. Me responde desde el otro lado Fortuna y sus ladridos. Pero ella no me puede abrir. Me pongo nervioso. De un momento a otro aparecerá Pepito y nosotros ya deberíamos estar en el campo de fútbol por lo menos. Efectivamente. Ahí enfila la calle el R12. Aparca en el vado del Chato. Baja Pepito. No me escondo. Voy hacia él. Por favor, por favor, abra deprisa, que he llamado y Salvaora no ha salido. Da igual todo. Da igual que Fortuna, desde dentro, ladre y avise que aquí pasa algo. Puerta abajo. “¡Madre, madre!”. Yo me cuelo. Pero Pepito desde dentro me pide: “¡Chico, avisa en el Ayuntamiento a los municipales, avisa que venga una ambulancia!”. Corro con toda mi alma. Me entra flato, pero no me paro. Cuando ya llego, ya, jadeante, por favor, vayan a la calle Rupí, noto que viene conmigo, con su trote sobrado, la fiel Fortuna. Sí,  la lengua de a metro, viene a mi lado. 
X
En algún momento, con esas nubes,  empezará a llover, digo yo. El portalón se cierra. La planta baja ahora quedará vacía. Desde mi casa, calle abajo, corro hacia el hijo de la Salvaora. Trago saliva. Lo tengo hablado. Con mis padres. Lo tengo negociado. Fortuna se queda. Se queda conmigo. La lleva sujeta de una cadena.  Me acerco. La acaricio. “Es muy buena”, digo abrazándome a su cuello. Pepito asiente. Abre la puerta de atrás del R12. La perra se percata. Dócilmente, y para mi sorpresa, se sube. Pepito saca del bolsillo varios billetes de cien, “los que ella tenía preparados para ti. Con mi agradecimiento”. Me da un escalofrío. Mientras el R12 arranca, con Fortuna asomando la cabeza por la ventanilla y mirándome, se me nubla a mí la vista. Antes de que me dé por llorar, me doy la vuelta y me voy corriendo a jugar, o a lo que sea,  en la placeta.
XX
No sé qué coche tendrá ahora el hijo de la Salvaora. Cada dos por tres lo cambia.

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