I
El hijo de la Salvaora cada dos por tres está
cambiando de coche. Ahora va con un Simca 1200 gris con el techo tapizado. Y
viene más a ver a su madre. Todos los Domingos por la tarde. Desde que ella se quedó
sola. Si no hay sitio en esta calle, la calle Rupí, aparca en el vado del
Chato. Pone un letrero “Estoy en la puerta 9”. Como si los vecinos no lo
conociéramos. A mí me saluda. Aunque dudo que sepa cómo me llamo. Ya he
terminado los deberes. Y he merendado. Hasta que se haga la hora de cenar, voy
a la placeta a jugar. El portalón de la planta baja se abre. Aparece él. Está
sofocado: “Madre, no lo puedo decir más claro: si la próxima vez ese perrito sigue
aquí, yo no vengo más”. Salvaora, arrastrando los pies, le sigue. Ahora me fijo:
Tiene un cachorrito en brazos. Naranja. Como una bolita. “Pero, Pepito, es muy
pequeñín… “. “¿Pequeñín? Ese bicho de aquí a nada pesa más de treinta kilos.. y
para eso estamos, para que le dé un empujón sin querer y la tire a usted al
suelo, y veremos entonces quién la recoge y qué hacemos”. Él está nervioso. Se sacude la manga
de la chaqueta. Ella muy seria. “Te ha ensuciado sin querer. No seas así”. “Soy
como usted me ha parido”. Desde la acera. Yo lo escucho todo. Abre el coche. Se
mete. Baja la ventanilla con la manivela. Croc, croc. Y amenaza: “O él o yo”. El
coche es nuevo, pero no arranca a la primera. A la quinta o a la sexta sí.
Broooom. Menudo humo tira el tubo de escape. Se encienden las luces. Volantazo
va, volantazo viene, el Simca sale. Yo, entonces, bajo de la acera. Iba a la
placeta. Aún escucho como la Salvaora le dice al animalito: “…no pongas esos
ojos tan tristes, tú, tú, no tienes culpa de nada”.
II
Cómo pesa la mochila. Por fin camino de casa. La
merienda espera. “Pssss, psssss”. Alguien llama. No será a mí. No sé si
girarme. “Psss, pssssss”. No hay duda. Me llaman. Me doy la vuelta. Al pronto,
no veo a nadie. Después sí. Es desde la casa de Salvaora. “¿Es a mí?”. La mujer,
muy misteriosa, dice bajito “sí, a ti…
¿puedes venir un momento?”. Dudo. “¿Pasa algo?”. Oigo un miniladrido detrás de
ella, y entonces sí. La curiosidad me puede. Me acerco. Me invita a pasar. Y
tras de mí, plooom, cierra la puerta.
III
Ese Simca puede correr mucho: a ciento sesenta. Pues mi corazón va ahora todavía
más deprisa: a doscientos por hora lo menos. Me ido hasta el campo de fútbol de
Mediavilla. He pasado por detrás de la vía del tren. He mirado el reloj veinte
veces. Las órdenes eran: “…hasta las ocho pasadas, no vuelvas”. Ya son. Por si
sí por si no, me he asomado sigilosamente desde la esquina. He contenido el
aliento. Huyyyy. Ahí sigue el coche del hijo de la Salvaora. Rápidamente, he
salido a la carrera. De nuevo el campo de fútbol. Otra vez la vía. Ha pasado el
tren. Hoy sí que tarda en irse, sí. A la que he vuelto, ya las ocho y media, el
Simca no estaba. “Hale, pequeñín, vamos, que no hay peligro”, he dicho. El
bicho movía el rabito, contento. De puntillas, he llamado al timbre. Salvaora
esperaba detrás de la cristalera. Con una sonrisa. Qué ladridos ha soltado el
bandido. “Ven aquí, Fortuna, ven”. Fortuna, lengua de a metro, ha salido dando
brincos, casa adentro. No le he contado a la mujer las caquitas que he
recogido. Está agradecida. Con su paso lento se acerca al aparador, destapa un
bote de café, saca de ahí un billete. ¡Veinte duros! Y me lo tiende: “Esto para
ti, para que te lo gastes en lo que quieras”. Uauuuh. “No hacía falta, no…”. Me
lo pone en el bolsillo. “Quico….”. Ya me iba para casa, que hoy me matan por
llegar tarde. “Qué”. “Hasta el Domingo que viene”.
IV
Qué tiempos aquellos en los que a Fortuna podía
llevarla en brazos. Ahora parece una vaca. Qué tirones pega. Me descoyunta el
brazo. Y cómo corre cuando voy a recogerla. Madreeeee mía. Ehhhhhhh.
¡Esperaaaaaaaaa!. Me asomo con la misma
delicadeza de cada Domingo por la tarde. Con todo su conocimiento, Fortuna,
desde su altura también se asoma. ¡Tendrá morro! ¡Campo despejado: ya no está
el coche!. Llamo al timbre. Salvaora abre la puerta. Sin mediar las palabras, yo
sigo insistiendo en que “no hacía falta”, ella me pone el billete en el
bolsillo. Y con una sonrisa me despide: “hasta el Domingo que viene, bonico”.
V
Oh, oh. Vámonos por aquel lado, Fortuna. Tiro de
la correa. He visto al Kinki, del colegio. Ese es un capullo. Integral. Me
busca. Glup. Me había visto. Demasiado tarde. Agacho la cabeza. “¿Dónde vas,
Quico borrico?”. “Déjame en paz”. “Aquí no estamos en el colegio, aquí no puedes chivarte al profe”. Me
cierra el paso. Es un armario de dos puertas. Me da un empujón. No le da tiempo
a más. Fortuna le enseña los dientes. Jooooo, qué dentadura. Impone. Vaya que
si impone. “Ya arreglaremos las cuentas”, masculla el Kinki retrocediendo. Debo
de estar blanco como la cal de esa pared. Lo menos. Pero acaricio la testuz de
mi buena Fortuna. Acabo de descubrir la mala leche que tiene.
VI
Les dije a mis padres que el Domingo por la tarde
conmigo no contaran. Que se podrían hacer visitas a otras horas otros días. No
lo encajaron muy bien. “Bien, de acuerdo, señorito, tú no vas de visita un
domingo por la tarde, pero tampoco sales de casa”. Me quitan el chocolate de la
merienda y no me escuece tanto el castigo. No lo he hecho nunca. El salir por
la terraza. El saltar por la tapia a riesgo de romperme la crisma. Fortuna no
entiende nada. Después de dos años, hoy nos escondemos de todos. De Pepito por
un lado, de mis padres, que me creen encerrado estudiando, por otro. Y ay de
nosotros como nos pillen.
VII
¿Otra vez el Kinki? ¿Es que nunca me va a dejar en
paz? Fortuna le gruñe. “Quieeeeta, amiga, quieta”. Sonríe torcido. De forma muy
ladina. “Ya sé el tinglado. Os pensáis que la gente es tonta y no se da cuenta:
Tú escondes a la perra para que el hijo de la Salvaora no la vea. Lo tienes
claro, Quico. Por mil duros que me des, lo tienes claro. Aquí se te ha acabado el chollo. Hoy es el día que
el asunto se destapa: Jódete”. Intento pararlo. Imposible. “Serás cabrón…”. Lo
veo decidido. Cara a Pepito, justo cuando éste se despide de su madre. Cierro
los ojos. Me muerdo los labios. Lo veo señalar hacia aquí. Hasta escucho un “están
ahí, esperando a que usted se vaya para volver”. Pepito mira. Si ve, hace como
que no ve. Se sube al coche. Baja la ventanilla. Se despide de su madre. Y
arranca. Ese tubo de escape cada vez está más quemado. Kinki se queda con dos
palmos y medio de narices. Es lo que pasa, que cuando un mentiroso dice una
verdad, todos los demás se creen que sigue diciendo una mentira.
VIII
Hale, Fortuna, vamos para casa, antes de que se
haga más de noche. Por rutina, me asomo. No hay Simca 1200 a la vista. ¡La
calle Rupí es mía! Llamo al timbre. Dos veces. Salvaora tarda un poco. Se abre
el portalón. Glup. GLUP. No es ella. Es Pepito quien me abre. Qué hace ahí. Qué
hago. “Perdónnn”, digo intentando poner cara de santo, aunque se me debe haber
puesto cara de boniato, “me he equivocado de timbre… en qué estaría yo
pensando, je, je…”. En mi corta vida me las he visto más gordas. Según tiro
para mi casa, donde Fortuna tampoco puede entrar, por supuesto, veo aparcado un
flamante R12 verde oscuro. De los de los cuatro faros. Immmpresionante. Adiós
pues al Simca 1200. Lo que yo decía, que éste, cada dos por tres, está
cambiando de coche.
IX
Es la cuarta vez que llamo. Esto no es normal. Me
responde desde el otro lado Fortuna y sus ladridos. Pero ella no me puede
abrir. Me pongo nervioso. De un momento a otro aparecerá Pepito y nosotros ya
deberíamos estar en el campo de fútbol por lo menos. Efectivamente. Ahí enfila
la calle el R12. Aparca en el vado del Chato. Baja Pepito. No me escondo. Voy
hacia él. Por favor, por favor, abra deprisa, que he llamado y Salvaora no ha
salido. Da igual todo. Da igual que Fortuna, desde dentro, ladre y avise que
aquí pasa algo. Puerta abajo. “¡Madre, madre!”. Yo me cuelo. Pero Pepito desde
dentro me pide: “¡Chico, avisa en el Ayuntamiento a los municipales, avisa que
venga una ambulancia!”. Corro con toda mi alma. Me entra flato, pero no me
paro. Cuando ya llego, ya, jadeante, por favor, vayan a la calle Rupí, noto que
viene conmigo, con su trote sobrado, la fiel Fortuna. Sí, la lengua de a metro, viene a mi lado.
X
En algún momento, con esas nubes, empezará a llover, digo yo. El portalón se
cierra. La planta baja ahora quedará vacía. Desde mi casa, calle abajo, corro
hacia el hijo de la Salvaora. Trago saliva. Lo tengo hablado. Con mis padres.
Lo tengo negociado. Fortuna se queda. Se queda conmigo. La lleva sujeta de una
cadena. Me acerco. La acaricio. “Es muy
buena”, digo abrazándome a su cuello. Pepito asiente. Abre la puerta de atrás
del R12. La perra se percata. Dócilmente, y para mi sorpresa, se sube. Pepito
saca del bolsillo varios billetes de cien, “los que ella tenía preparados para
ti. Con mi agradecimiento”. Me da un escalofrío. Mientras el R12 arranca, con Fortuna
asomando la cabeza por la ventanilla y mirándome, se me nubla a mí la vista.
Antes de que me dé por llorar, me doy la vuelta y me voy corriendo a jugar, o a
lo que sea, en la placeta.
XX
No sé qué coche tendrá ahora el hijo de la
Salvaora. Cada dos por tres lo cambia.
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