I
Serán veinte o treinta euros en una tarde buena. A
lo sumo. Me duelen los dedos del frío. Los tengo agarrotados. Y noto un poco
cascada la garganta. Ya casi no me salía la voz cuando cantaba el Santa Lucía, “dame
una cita, vamos al parque, entra en mi vida sin anunciarte”. Se ha girado un
viento traidor que arrastra papeles y bolsitas de plástico por los adoquines. Ya
veremos si no me acatarro. Me subo el cuello de la chaqueta. Levanto la mirada.
Hace veinte minutos que cerraron las tiendas y por el pasaje ya no pasa apenas nadie.
Ato el amplificador y la sillita plegable al esqueleto de lo que fue un carrito de
compra. Me agacho y recojo una a una las monedas de cincuenta, veinte, diez,
cinco céntimos, que han ido dejando caer dentro de la funda de mi guitarra.
Estiro un poco la mano. Qué es esta tarjeta. “Donaire Abogados”. Ah, sí. Fue aquel
abuelete el que, sin detenerse, la dejó caer. No, no es la primera vez que pasa
por aquí. Nunca va solo. Inmerso en su conversación, siempre gesticula
exageradamente con las manos. “Donaire Abogados”. Mmm… Mal negocio si me busca
como cliente. Je, je… a lo mejor pretende que vaya a verle. Nunca se sabe. Eeeep.
Cargo con el instrumento. Cómo pesa. Ese escaparate me devuelve el reflejo de
la sombra que soy. Qué mala pinta traigo. Y ahora dónde voy. Está clarísimo.
Donde pueda comer algo.
II
“Serán sesenta o setenta euros en una tarde buena”,
le digo, llevándome la mano a la barbilla y entornando los ojos, como quien
calcula una recaudación estratosférica. Bonifacio Donaire, sin inmutarse, abre
el primer cajoncito de su escritorio, saca una chequera y pregunta. “¿Setenta y
toca usted esta tarde para mí?”. Me contengo. Me hago el interesante. Resuelvo.
“Venga, va”. Mientras desenfundo mi guitarra y la empuño para afinarla, me
acuerdo de que esa secretaria con cara de bulldog no me quería abrir la puerta
del bufete. Me acuerdo de que he tenido que enseñar la tarjeta “Donaire
Abogados” por la mirilla. Y de que, cuando finalmente me ha ha dejado pasar, “espere
aquí, por favor”, no me ha quitado el ojo de encima, como si me fuera a llevar
conmigo hasta los ceniceros. Luego, he escuchado claramente que decía sin
disimulos: “Señor Donaire, señor Donaire, hay ahí un tipo perroflauta que
quiere verle”. Rasgo ahora los primeros acordes. Qué mala es la acústica de
este despacho. Da igual. Por dónde empiezo. Por aquí: Uno, dos; un, dos, tres….
III
Voy por la tercera. “No puedo estar sin ti, si tú
no estás aquí me quema el aire…”. Y Bonifacio Donaire se ha quedado sopa. En su
sillón. Entonces me ha entrado la duda. ¿Sigo o no sigo? ¿Estoy haciendo el
canelo o no lo estoy haciendo? He punteado suave, suave, y he terminado callando.
Al segundo, el viejo Donaire, ha abierto sus ojos de par en par y ha gritado: “Me
cago en la leche, sigue!”. Al instante siguiente, ras, ras, así se canta una
canción, he seguido. Luego le aclararé que yo soy serio y canto canciones, no
nanas para dormir siestas.
IV
Con la puerta entreabierta, y a la vista de la
secretaria bulldog, él me ha preguntado: “¿Puede usted volver el Jueves que
viene?”. Otra vez he contenido la respuesta. Me he hecho el interesante. El
Jueves, el Jueves, qué tenía yo el Jueves… Finalmente he acabado diciendo: “Venga,
va, vendré el Jueves”.
V
Esta secretaria no se ríe ni aunque le hagan
cosquillas. “Señor Donaire, ha llegado Archie el perroflauta”. No malgastaré
mis chistes malos con ella. Me hace pasar. Al fondo, de pie, mirando por la
ventana, aguarda el viejo Bonifacio Donaire. Saludo y yo a lo mío. Preparo la
guitarra. He pensado en variar el repertorio. Más que nada para que vea que soy
polivalente. Que lo mismo me da un bolero que una heavy total. Espero la venia.
Espero que me dé permiso. “No, yo ya sé cómo interpreta usted… hoy no le he
hecho venir para escucharle”. Carraspeo. Parpadeo mucho. Me sorprendo. “¿Ah,
no? ¿Entonces qué pinto yo aquí?”. El
abogado se dirige a una estantería. Estira de un archivador. Pesa. Le tengo que
ayudar. Lo dejo encima de la mesa. Resopla. “…he trabajado mucho en esta vida…
mucho, mucho”, me dice, “…y hora es de que empiece a ver mis ilusiones
cumplidas”. Saca un papel. Me lo muestra. Es el dibujo de una casa grande. “¿Ve?”.
A lápiz. “…lo dibujé cuando tenía veinte años”. “…es…es… chulo”. Es que no me
salen otros adjetivos. Tengo el don de la música. No el de la palabra. A
continuación, el señor Donaire extrae un plano de un tubo rígido. Lo despliega.
“…la misma casa. Contraté un arquitecto y le dibujó pilares y vigas para que no
se cayera”. “Ahhhh…”, le contesto como si le fuera entendiendo. Rebusca en el
archivador y encuentra entonces una fotografía. “Y ésta, ésta es la casa. La
acabaron el verano pasado. Eso es el ejemplo de una ilusión cumplida”. Veo la
foto. Comparo con el viejo dibujo. No sé qué decirle. No sé por dónde va. Por
si sí por si no, exclamo: “Enhorabuena, suerte que a usted, de joven, no se le
ocurrió dibujar el Escorial…”.
VI
Al salir, me despido de la secretaria. “Un momento”,
me dice. Tiene un sobre preparado. Dentro, un cheque. Setenta euros. Mmm. No sé
qué hacer. Hoy no he cantado. En realidad no me corresponden. Pero también en
realidad me hacen mucha falta. Me dejo de escrúpulos. Los cojo. Doy las gracias
y de nuevo me despido hasta el Jueves que viene.
VII
Tomo asiento. Papel, pentagrama, boli. Es lo
convenido. Abro los oídos. Bonifacio Donaire cierra la puerta, que estaba
entornada. ¿Preparado? Ejem, ejem. Entorna los ojos. Y empieza a cantar. “OH,
OH, OHHHH, OOOOHHHH”. Ufffff, pero esto qué es… qué mal entona. Juro que me tengo que morder
la lengua a fondo y pellizcarme la pierna, todo al mismo tiempo, para no
desternillarme de risa. Pero esto es muy serio. Me saltan las lágrimas. No es de
la emoción. Es del mordisco y del pellizco, porque se me han ido un poco las
fuerzas. Acaba la canción. Ahora hay silencio. Con toda la seriedad y
solemnidad que el hecho requiere, le pido: “Por favor, ¿puede repetir de nuevo
ese lorailo lorailo y ese chu-ru-ru-ru-chú?
VIII
Así paso mis Jueves. Escuchando al letrado cantor.
En cada sesión, una canción original nueva. Del Coro Lex, del que formó parte
en sus tiempos mozos. “…en aquella época no se podía grabar como ahora… yo me
acuerdo como si la hubiera cantado la semana pasada… y no quisiera por nada del
mundo que, después de mí, estas melodías
cayeran en el olvido…ésa es la música de mi vida”. El acuerdo es ése. Él me
canta cada tema (a su manera) cuantas veces yo lo requiera. Yo, que me preparé
en el Conservatorio, tengo que reconstruirlo y aderezarlo así, tal cual. Y por
supuesto, no puedo utilizar magnetófono ni soporte alguno. Hoy la melodía ha
estado complicadita. “Bonifacio, de verdad, este chu-ru-ru-ru-chú es lo más
magistral que había escuchado nunca”. Le digo “hasta la próxima” a la
bulldogcita. Ella me tiende el sobre con el cheque con los setenta euros.
Aparte de eso, pocas confianzas con ella. Cualquier tarde me muerde. Y si no,
al tiempo.
IX
Es la
última canción. Se desprende completamente de su sentido del ridículo. A
Bonifacio no le llega el tono. Demasiado agudo. Me pide disculpas. “…es que
ésta la cantaba ella”. Ahí es cuando me enseña una vieja foto. A él a duras penas
lo reconozco, grandote y con el pelo negro. A su lado, ella. Ella parece un
ángel.
X
Llevo ahora seis meses enfrascado. Y aún me queda
mucho por hacer. Sobre el borrador de cada melodía tengo que levantar un
trabajo de recomposición. Han de encajar todas las notas. Y no he de poner nada
de mi cosecha. Es musicología arqueológica. Horas de sueño. Horas de empeño. Pero,
si lo consigo, merecerá la pena.
XI
Contando ésta, he venido ya tres veces. Con una
carpeta llena de partituras bajo el brazo. Con un lápiz de memoria y la maqueta
grabada. Chu-ru-ru-ru-chú. Y las tres me
he encontrado con la puerta cerrada. En este tercer intento, el conserje
de la finca ha salido y me ha advertido que no me moleste, que no hay nadie,
que él no sabe, y que no me puede decir. Y ahora qué. Dónde está Bonifacio
Donaire. Dónde la secretaria bulldog. Dónde, al menos, la casa de su ilusión,
para poder ir y entregarle la música de su vida, su otra ilusión. Me vuelvo con
los bártulos y la cabeza agachada. Antes de girar la esquina, lanzo una última
mirada, a la ventana por donde Bonifacio se asomaba y descubro que, de ahí, han
colgado un cartel enorme, el cartel de una inmobiliaria que dice: “SE ALQUILA”.
XII
A los diez euros hoy no llegará la calderilla
sobre la funda de mi guitarra. Menuda tarde. Qué daño me ha hecho el no venir
al pasaje durante todo este tiempo. Eso es que había gente que se desviaba de
su ruta para escucharme. “Y no me importa nada, naaaada, que rías o que sueñes,
que digas o que hagas…”. Y eso es que los que me invadieron este espacio
durante mi ausencia hacían más ruido que música. Ya hace media hora que
cerraron las tiendas. Empiezo a recoger. Hoy me atreví por primera vez con una
de las canciones del señor Donaire. Menuda responsabilidad. De verdad, se me
puso un nudo en la garganta cuando llegué al chu-ru-ru-ru-chú. Y de verdad, de
verdad, también, los vi. A los dos. A él,
joven, grandote, tremendo. A ella, su ángel. Inmersos en su conversación, juntos,
cogidos de la mano, ambos ralentizaron su marcha cuando pasaron por mi lado.
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