I
A mí me da igual. Que miren. Que digan. Que dejen
de mirar. Que dejen de decir. Y si me asomo a mi balcón a ver qué pasa, quién
pasa y cómo pasa, qué. No hago daño a nadie. Lo prefiero a estar dentro, estoy más
entretenida que viendo la tele. No tengo nada mejor que hacer. Al solecito
templado del invierno. Y al airecito que correrá de parte a parte en verano
cuando llegue. Desde aquí se ven pasar las horas, los días… Si te fijas bien, la
vida entera se ve pasar en ese escaparate, en ese escenario, en ese trozo de
calle.
II
Míralo, míralo. Como cada día, a eso de las ocho.
Ya viene. El pastelero. Madre mía, pero qué poco garbo tiene. Qué fachoso es.
Aún se creerá un “metrose” y lo que sigue. No mueve la cabeza, pero sé que sus
ojos apuntan hacia mí. Yo, como si nada. Ahí se va. Yo pienso: Eh, pastelero,
anda un poquitín más erguido, hombre, que te vas a caer hacia delante cualquier
día. Luego llega a la esquina. Y desaparece tras ella. A doscientos metros está
la Pastelería Anastasio. Ya tengo ganas de que sea mañana, a ver qué pinta me
trae.
III
Hoy al pastelero, conforme me miraba al pasar, se
le ha escapado una leve sonrisa. Y como si hubiera oído lo que no he dicho, ha
recorrido el tramo hasta la esquina recto como un palo. Je, je, je.
IV
Mirada, sonrisa y… ¡leve saludo con la mano! Sí,
sí es a mí, no hay duda. No tengo más remedio. Hay que corresponder. Desde mi
balcón, le devuelvo el gesto, tímido. Y no me he muerto de la vergüenza por muy
poco.
V
El acabóse. A todo lo anterior, mirada, sonrisa y saludito
con la mano, esta mañana ha unido un: “buenos díaaaaasssss” que me ha
descolocado absolutamente. Lo ha tenido que ensayar. Yo no he dicho esta boca
es mía. Pero ha tenido que notar que mi sonrisa era mucho más amplia que la de otros
días.
VI
Ya, ya me atrevo. Hoy yo le he dicho “buenos días”
también. Mi primer “buenos días” sonoro. Pero antes me he esperado a que
saludara él primero. Se ha llevado la mano a la oreja, como quien espera que se
lo repita más alto. Lo lleva claro. La próxima vez que esté más atento.
VII
A menos veinte ya me preparo y salgo al balcón.
Por si se adelanta. La verdad es que si pasan cinco minutos y aún no ha
aparecido, me preocupo y me pregunto si le habrá pasado algo. Y entonces me
preocupo porque me preocupo al preocuparme. De este bucle tonto sólo salgo
cuando lo veo aparecer al fondo de la calle. Porque hasta ahora, siempre ha
pasado por ahí abajo, llueva o truene. Él, es un poco ya, “mi” pastelero.
VIII
Parece que no, porque cada mañana, lo veo sólo un
minuto si llega. Pero a lo tonto a lo tonto, acumulamos muchas horas. El
pastelero y yo. Hace días que noto que viene tramando algo. Que, según se
acerca, trae cara como de… pillo. Luego todo se queda en un “buenos días…” y
hasta en un “hoy estará nubladillo”. Estaba yo ya preparada en butaca palco
preferente, en mi balcón, cuando lo he avistado. Sí, sí, como cada día. Me he
percatado de que ha comprobado si había alguien más transitando la calle. Y yo
también. Ni un alma a la vista. Y ahí, en esa pista de baile, en ese trozo de
calle, se ha arrancado con un zapateado… ¡Boquiabierta me ha dejado!
Clac-clac-requeteclac-clac. A su lado, Dick Van Dyke, en sus tiempos mozos
junto a Mary Poppins, era un aficionado. Oye, qué gracia, con esos zapatitos.
Casi le aplaudo. Si quería sorprenderme, lo ha conseguido de lleno. Cuando me
he metido dentro de casa, todavía con la risa en el cuerpo, fuera de la vista
de nadie, he intentado repetir el claqueteo y no me ha salido. Cómo lo habrá
hecho. ¿Clac-clac y qué más? No era tan fácil.
IX
Tenía yo la vista fija al frente. Ya me lloraban
los ojos de no parpadear. Éste no viene. Éste no viene. Es cuando he escuchado
su voz desde el otro lado. “¡Petraaaa…!”. Madre mía qué susto. He saltado de mi
silla. Es que hoy me ha venido por la retaguardia. Y yo no me lo esperaba. “Eh, Petra… Buenos
días”. Llevaba una caja en las dos manos. A mí me han subido los colores a las
mejillas. “…qué es eso”. “…es para ti…”. ¿Para mí? ¿Es para mí de verdad? ¿Es
una tarta? ¿Se me ha puesto acaso cara de cumpleañera? Luego he pensado
rápidamente que será normal que, siendo pastelero, si él me quiere dar un detalle,
me ofrezca algo dulce… no me va a ofrecer una botella de orujo. “….Gracias,
muchas gracias, Anastasio… ahora mismo te abro y lo dejas en la repisa de la
escalera”. Uffff, me he metido hacia dentro. Azorada. Esto no me lo esperaba.
De verdad que no. Pero no estoy presentable. Qué nerviossss. Qué hago. Abro la
puerta de abajo. Me espero arriba. Sin moverme. Respiro hondo. Cuento hasta
tres. Hasta diez. Hasta cien. Ahora o nunca. Abro la puerta de arriba. Exclamo:
“¡Muchísimas gracias, Anastasio!”. Mi voz suena con eco. Abajo, sólo está la
caja con la tarta. El pastelero ya se ha ido.
X
Que yo sí que quería salir a mi balcón. A ver ese
trozo de calle. Que sí. Pero la tarta, que estaba riquíiiiiisima, me sentó como
un tiro. Es que yo no me puedo comer estas delicatesen. Y no quería tampoco que
el pastelero me viera con esta pinta espantosa. Ni que se sintiera culpable.
Cien tartas me trajera, por ser suyas, las cien me comería. Aunque me pusiera a
morir tras cada bocadito. Mi hijo, que barrunta algo, se pregunta qué me ha podido
sentar mal, con lo escrupulosa que soy yo con mi dieta. Que busque, que busque,
a ver si encuentra. Cuando peor me pongo es a las ocho. Mi hora más terrible. Al
pastelero me lo imagino pasando por debajo de mi casa, estirando su cuello y
preguntándose por qué hoy tampoco me he asomado a mi balcón.
XI
Pero qué alegrón después de este paréntesis sin
mirada, sin sonrisa, sin buenos días, sin hablar del tiempo, sin claqueteado. “Voy
mejor… estoy hecha de mala hierba”, le he dicho. Chispeaban los ojos de mi
pastelero Anastasio cuando me ha vuelto a ver. Y los míos se han contagiado. “Toma”.
Le he dejado caer una bolsa de plástico. Es que le he dado al ganchillo exprés
y no he parado hasta que me ha salido una bufanda de dos metros. Siempre va con
un jerseycito que no le tiene que abrigar nada. Es la correspondencia a su
detalle. No es buen portero. La ha ido a coger al vuelo. Y se le ha escapado de
las manos. Seguían sus ojos chispeantes cuando ha seguido calle abajo, con la
bufanda dando varias vueltas alrededor de su cuello.
XII
Que no, que no y que no. Tajante. Mira que siempre
he hecho lo que él ha querido sin protestar. Pues esta vez ha llegado el
momento de decirle que no. No y no. He dicho. Mi hijo carraspea. “Mamá no es
negociable. No entiendo por qué no quieres. Esta casa se está cayendo a trozos
y no tenemos dinero para arreglarla. Te vienes con nosotros ya. Sí o sí”.
Puñeteras goteras. Están ahí toda la vida. Haciéndome compañía todos los años
que hace que no salgo porque tengo fobia a pisar las calles. Y parece que es
ahora cuando le molestan. La próxima vez que venga a verme, si está en este
plan, se encontrará barricadas en la puerta. Como que me llamo Petra.
XIII
Madrugo. Mira que me parecía que estaba cerca el
piso donde vive mi hijo de mi casa. Pues no. Están a tomar por saco. Camino. Me
encojo por las aceras. Ay, si me lo
cruzo de cara ahora. Me da un pasmo. Andar por Mediavilla, la verdad, me da
miedo. Pánico. Años sin salir para absolutamente nada y ahora… aquí me tienes
haciéndome la valiente. Parece que todos
los coches que pasan quieren atropellarme. Bajo por donde bajará él en unos
minutos. Llego por fin. Casi sin aliento. Son menos cinco. Uffff. Justo a
tiempo. Preparo la silla. Salgo al balcón. A ese trozo de calle. Y ahí viene,
como siempre, como cada día, el pastelero… Ahí lo tengo. Con vuelta y vuelta rodeando
su cuello, con la bufanda que le regalé. Y eso que va haciendo calor. Yo, como
siempre, como cada día, ya le preparo mi sonrisa, mis buenos días y mi mejor
saludo.
XIV
Dos semanas vengo haciendo este trayecto. Milagro
ha sido no cruzarme hasta ahora con Anastasio. Hoy me puede la curiosidad. Bajo
por el otro lado. Por donde la Pastelería de Anastasio. Conforme me voy
acercando, conforme voy llegando… me parece que… ufff. Era aquí. Estaba aquí.
Estoy segura. El local, con la persiana bajada, está cerrado. Cerrado y bien cerrado. Cómo es
posible. Me armo de valor. Pregunto a alguien que sale ahora del rellano: “Oiga…
¿y la Pastelería de Anastasio?”. Resopla: “Huuuy, llevará por lo menos cuatro
años cerrada”. Me quedo a cuadros. Y él sigue pasando cada mañana a la misma
hora por la puerta de mi casa, como si tal cosa. Me aturdo. Sigo. Reemprendo mi
camino. Pienso. Concluyo: No importa la realidad. Sí que importa nuestra
realidad, aunque no sea la misma. Ahora estoy segura de que hoy le esperaré
pero no en el balcón. Le esperaré bajo, en ese trozo de calle. De pie. Y deseo
con todas las fuerzas que me quedan que nuestro minuto del día se extienda, tanto,
tanto, que ya no se acabe para no tener que estar esperando al del día siguiente.
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