domingo, 23 de febrero de 2014

Ese trozo de calle

 
I
A mí me da igual. Que miren. Que digan. Que dejen de mirar. Que dejen de decir. Y si me asomo a mi balcón a ver qué pasa, quién pasa y cómo pasa, qué. No hago daño a nadie. Lo prefiero a estar dentro, estoy más entretenida que viendo la tele. No tengo nada mejor que hacer. Al solecito templado del invierno. Y al airecito que correrá de parte a parte en verano cuando llegue. Desde aquí se ven pasar las horas, los días… Si te fijas bien, la vida entera se ve pasar en ese escaparate, en ese escenario, en ese trozo de calle.
II
Míralo, míralo. Como cada día, a eso de las ocho. Ya viene. El pastelero. Madre mía, pero qué poco garbo tiene. Qué fachoso es. Aún se creerá un “metrose” y lo que sigue. No mueve la cabeza, pero sé que sus ojos apuntan hacia mí. Yo, como si nada. Ahí se va. Yo pienso: Eh, pastelero, anda un poquitín más erguido, hombre, que te vas a caer hacia delante cualquier día. Luego llega a la esquina. Y desaparece tras ella. A doscientos metros está la Pastelería Anastasio. Ya tengo ganas de que sea mañana, a ver qué pinta me trae.
III
Hoy al pastelero, conforme me miraba al pasar, se le ha escapado una leve sonrisa. Y como si hubiera oído lo que no he dicho, ha recorrido el tramo hasta la esquina recto como un palo. Je, je, je.
IV
Mirada, sonrisa y… ¡leve saludo con la mano! Sí, sí es a mí, no hay duda. No tengo más remedio. Hay que corresponder. Desde mi balcón, le devuelvo el gesto, tímido. Y no me he muerto de la vergüenza por muy poco.
V
El acabóse. A todo lo anterior, mirada, sonrisa y saludito con la mano, esta mañana ha unido un: “buenos díaaaaasssss” que me ha descolocado absolutamente. Lo ha tenido que ensayar. Yo no he dicho esta boca es mía. Pero ha tenido que notar que mi sonrisa era mucho más amplia que la de otros días.
VI
Ya, ya me atrevo. Hoy yo le he dicho “buenos días” también. Mi primer “buenos días” sonoro. Pero antes me he esperado a que saludara él primero. Se ha llevado la mano a la oreja, como quien espera que se lo repita más alto. Lo lleva claro. La próxima vez que esté más atento.
VII
A menos veinte ya me preparo y salgo al balcón. Por si se adelanta. La verdad es que si pasan cinco minutos y aún no ha aparecido, me preocupo y me pregunto si le habrá pasado algo. Y entonces me preocupo porque me preocupo al preocuparme. De este bucle tonto sólo salgo cuando lo veo aparecer al fondo de la calle. Porque hasta ahora, siempre ha pasado por ahí abajo, llueva o truene. Él, es un poco ya, “mi” pastelero.
VIII
Parece que no, porque cada mañana, lo veo sólo un minuto si llega. Pero a lo tonto a lo tonto, acumulamos muchas horas. El pastelero y yo. Hace días que noto que viene tramando algo. Que, según se acerca, trae cara como de… pillo. Luego todo se queda en un “buenos días…” y hasta en un “hoy estará nubladillo”. Estaba yo ya preparada en butaca palco preferente, en mi balcón, cuando lo he avistado. Sí, sí, como cada día. Me he percatado de que ha comprobado si había alguien más transitando la calle. Y yo también. Ni un alma a la vista. Y ahí, en esa pista de baile, en ese trozo de calle, se ha arrancado con un zapateado… ¡Boquiabierta me ha dejado! Clac-clac-requeteclac-clac. A su lado, Dick Van Dyke, en sus tiempos mozos junto a Mary Poppins, era un aficionado. Oye, qué gracia, con esos zapatitos. Casi le aplaudo. Si quería sorprenderme, lo ha conseguido de lleno. Cuando me he metido dentro de casa, todavía con la risa en el cuerpo, fuera de la vista de nadie, he intentado repetir el claqueteo y no me ha salido. Cómo lo habrá hecho. ¿Clac-clac y qué más? No era tan fácil.
IX
Tenía yo la vista fija al frente. Ya me lloraban los ojos de no parpadear. Éste no viene. Éste no viene. Es cuando he escuchado su voz desde el otro lado. “¡Petraaaa…!”. Madre mía qué susto. He saltado de mi silla. Es que hoy me ha venido por la retaguardia.  Y yo no me lo esperaba. “Eh, Petra… Buenos días”. Llevaba una caja en las dos manos. A mí me han subido los colores a las mejillas. “…qué es eso”. “…es para ti…”. ¿Para mí? ¿Es para mí de verdad? ¿Es una tarta? ¿Se me ha puesto acaso cara de cumpleañera? Luego he pensado rápidamente que será normal que, siendo pastelero, si él me quiere dar un detalle, me ofrezca algo dulce… no me va a ofrecer una botella de orujo. “….Gracias, muchas gracias, Anastasio… ahora mismo te abro y lo dejas en la repisa de la escalera”. Uffff, me he metido hacia dentro. Azorada. Esto no me lo esperaba. De verdad que no. Pero no estoy presentable. Qué nerviossss. Qué hago. Abro la puerta de abajo. Me espero arriba. Sin moverme. Respiro hondo. Cuento hasta tres. Hasta diez. Hasta cien. Ahora o nunca. Abro la puerta de arriba. Exclamo: “¡Muchísimas gracias, Anastasio!”. Mi voz suena con eco. Abajo, sólo está la caja con la tarta. El pastelero ya se ha ido.
X
Que yo sí que quería salir a mi balcón. A ver ese trozo de calle. Que sí. Pero la tarta, que estaba riquíiiiiisima, me sentó como un tiro. Es que yo no me puedo comer estas delicatesen. Y no quería tampoco que el pastelero me viera con esta pinta espantosa. Ni que se sintiera culpable. Cien tartas me trajera, por ser suyas, las cien me comería. Aunque me pusiera a morir tras cada bocadito. Mi hijo, que barrunta algo, se pregunta qué me ha podido sentar mal, con lo escrupulosa que soy yo con mi dieta. Que busque, que busque, a ver si encuentra. Cuando peor me pongo es a las ocho. Mi hora más terrible. Al pastelero me lo imagino pasando por debajo de mi casa, estirando su cuello y preguntándose por qué hoy tampoco me he asomado a mi balcón.
XI
Pero qué alegrón después de este paréntesis sin mirada, sin sonrisa, sin buenos días, sin hablar del tiempo, sin claqueteado. “Voy mejor… estoy hecha de mala hierba”, le he dicho. Chispeaban los ojos de mi pastelero Anastasio cuando me ha vuelto a ver. Y los míos se han contagiado. “Toma”. Le he dejado caer una bolsa de plástico. Es que le he dado al ganchillo exprés y no he parado hasta que me ha salido una bufanda de dos metros. Siempre va con un jerseycito que no le tiene que abrigar nada. Es la correspondencia a su detalle. No es buen portero. La ha ido a coger al vuelo. Y se le ha escapado de las manos. Seguían sus ojos chispeantes cuando ha seguido calle abajo, con la bufanda dando varias vueltas alrededor de su cuello.
XII
Que no, que no y que no. Tajante. Mira que siempre he hecho lo que él ha querido sin protestar. Pues esta vez ha llegado el momento de decirle que no. No y no. He dicho. Mi hijo carraspea. “Mamá no es negociable. No entiendo por qué no quieres. Esta casa se está cayendo a trozos y no tenemos dinero para arreglarla. Te vienes con nosotros ya. Sí o sí”. Puñeteras goteras. Están ahí toda la vida. Haciéndome compañía todos los años que hace que no salgo porque tengo fobia a pisar las calles. Y parece que es ahora cuando le molestan. La próxima vez que venga a verme, si está en este plan, se encontrará barricadas en la puerta. Como que me llamo Petra.
XIII
Madrugo. Mira que me parecía que estaba cerca el piso donde vive mi hijo de mi casa. Pues no. Están a tomar por saco. Camino. Me encojo por las aceras. Ay,  si me lo cruzo de cara ahora. Me da un pasmo. Andar por Mediavilla, la verdad, me da miedo. Pánico. Años sin salir para absolutamente nada y ahora… aquí me tienes haciéndome la valiente.  Parece que todos los coches que pasan quieren atropellarme. Bajo por donde bajará él en unos minutos. Llego por fin. Casi sin aliento. Son menos cinco. Uffff. Justo a tiempo. Preparo la silla. Salgo al balcón. A ese trozo de calle. Y ahí viene, como siempre, como cada día, el pastelero… Ahí lo tengo. Con vuelta y vuelta rodeando su cuello, con la bufanda que le regalé. Y eso que va haciendo calor. Yo, como siempre, como cada día, ya le preparo mi sonrisa, mis buenos días y mi mejor saludo.
XIV
Dos semanas vengo haciendo este trayecto. Milagro ha sido no cruzarme hasta ahora con Anastasio. Hoy me puede la curiosidad. Bajo por el otro lado. Por donde la Pastelería de Anastasio. Conforme me voy acercando, conforme voy llegando… me parece que… ufff. Era aquí. Estaba aquí. Estoy segura. El local, con la persiana bajada,  está cerrado. Cerrado y bien cerrado. Cómo es posible. Me armo de valor. Pregunto a alguien que sale ahora del rellano: “Oiga… ¿y la Pastelería de Anastasio?”. Resopla: “Huuuy, llevará por lo menos cuatro años cerrada”. Me quedo a cuadros. Y él sigue pasando cada mañana a la misma hora por la puerta de mi casa, como si tal cosa. Me aturdo. Sigo. Reemprendo mi camino. Pienso. Concluyo: No importa la realidad. Sí que importa nuestra realidad, aunque no sea la misma. Ahora estoy segura de que hoy le esperaré pero no en el balcón. Le esperaré bajo, en ese trozo de calle. De pie. Y deseo con todas las fuerzas que me quedan que nuestro minuto del día se extienda, tanto, tanto, que ya no se acabe para no tener que estar esperando al del día siguiente.

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