I
A Apolonio no le gustaba jugar a nada. Al escondite
sí. Después de la tarta de galleta y chocolate, el día de mi octavo cumple,
todos los niños salimos en desbandada. “Y a qué jugamos ahora”. Me acordé de
él. Y dije: “Al escondite, por supuesto”. Al oír eso, Apolonio, que se había ido
separando del grupo para no jugar, se acercó entonces. “Y quién paga”. Ahí
pensé: “El más pringadillo, por supuesto”. Apolonio. Él, cara a la pared, contaba: “Uno, dos, tres,
cuatro… diecinueve y veinte”. Apolonio entonces, se daba la vuelta y miraba
alrededor. Qué silencio. La tierra se nos había tragado. A todos. Pero, pim, pam, pum, uno por uno,
iban cayendo. Ya nos podíamos camuflar bien, que invariablemente nos descubría
y nos encontraba. Se asomó debajo de la mesa, por detrás del mantel. Sus ojazos
enormes y los míos se cruzaron. Contuve la respiración. Hizo como que no me
había visto. Me perdonó la vida. Y siguió buscando a los demás. Después gané
yo. De eso sí que me acuerdo.
II
“¡A ver quién llega antes a la escollera!”. ¿Tan
lejooooos? Una, dos y tres, todos salimos disparados. Por encima del agua, chof, chof. Sorteando
y casi atropellando a los otros niños que jugaban en la orilla con la arena. Se
notaba que Cásper, el monitor “fantasma”, no apretaba lo que podía y corría confiado
al tran tran. Gran error. Porque yo sí me empleé a fondo. Apretando los puños. Apartándome
el pelo de la frente. Tragando agua salada que me venía salpicada. De quien llega primero, sé que todos se acuerdan, del
segundo, nadie. Cuando quiso alcanzarme, ya le había sacado una buena ventaja. “¡He
ganadooooo yoooo!”, toqué la primera roca y levanté los brazos triunfalmente.
Me faltaba el aire. Me había dado flato. “¡Enhorabuena, Romina, campeona!”. Los
demás fueron llegando y nos agrupamos de nuevo. ¿El último? El último, como
siempre, Apolonio, que venía andando, resoplando y con las mejillas encendidas.
“¿Ya estamos todos?”, recontó Cásper, “…pues bueno, arreando y en fila que vamos
hacia el microbús, ya es hora de volver…”. Remontamos la playa, camino del parking.
Fue ahí cuando Cásper se llevó las manos al bolsillo del bañador y dijo: “Oh,
oh”. “Qué pasa, qué te pasa”. “Houston, tenemos un problema: He perdido las
llaves…”. Glup. Y ahora qué. Vaya papeleta. Las toallas. Las bolsas. La ropa.
Las carteras. El dinero. Todo. Todo. Fue en un visto y no visto. Apolonio
corriendo hacia la orilla. Volviendo sobre nuestros pasos. Cásper llamándole: “¡Ehhhh,
ven aquí!”. Desapareciendo de nuestra vista. Cásper yendo detrás y
advirtiéndonos: “Vosotros, no os mováis”. Tres, cuatro, cinco minutos. Nosotros
señalando: “¡Míra ya están ahí!”. Apolonio agitando la mano. Con las llaves
perdidas y encontradas en la arena. Con lo difícil que es eso. Cásper sonriendo.
De la que nos habíamos librado. Ahora sí, todo en orden. De aquel día, la gente
recuerda que Apolonio encontró las llaves, no que yo le gané una carrera a
Cásper, el monitor fantasma.
III
Yo estaba segura de que mi madre me había dado el
dinero. Cien euros en billetes de veinte. Segurísima. Y también que, de casa,
no había salido. También. Revolví los cajones. Miré por debajo de la cama.
Registré todos los bolsillos. Los de los pantalones que estaban en la cesta de
la ropa sucia. Y los de los pantalones tendidos. Al punto me paré. Por aquí no
sigo. Mi madre me preguntó: “¿Qué es lo que buscas, Romina?”. Nada. Nada. Nada.
Entonces salí a la calle. Un poco más tranquila. Ya sabía bien lo que tenía que
hacer. Lo busqué en el parque, a donde solía bajar a pasear. Lo busqué en el
polideportivo. En la biblioteca. Hasta fui a la puerta de la Iglesia. Una, dos,
casi tres horas. Jolines. Qué mala suerte. Me crucé con las del basket. “¿Buscas
algo, Romina?”. Dudé un poco en contestarles. “Esto… hmmmm… bueno… ¿habéis
visto a Apolonio?”. Estaba claro. Es que necesitaba encontrar primero a quien
yo sabía daría con los ojos cerrados con el dinero que yo había perdido.
IV
Yo sé que, con su capacidad, con su don, Apolonio habría
podido dedicarse a lo que él quisiera. A encontrar tesoros perdidos. A buscar y
encontrar petróleo. A buscar y encontrar personas desaparecidas en misteriosas
circunstancias. A buscar planetas habitados, escondidos tras remotas estrellas.
A lo que él quisiera. No se han inventado en este mundo ni gps ni satélites que busquen y encuentren como
él lo sabe hacer. Y lo sigo viendo por Mediavilla. Hoy he pasado por la puerta
del almacén de recambios donde Apolonio trabaja. Dentro no deben tener
ordenadores ni falta que les hará. Y a él seguro que, en medio del casi caos,
no se le escapa ni la arandela más diminuta ni la más escondida. Me ha visto
Apolonio a través de la cristalera. Y ha salido presto a la calle, a mi
encuentro. Ufff, cuánto tiempo ha pasado desde la última vez. Años. “¿Hace un
café, Romina?”. He dicho que sí. Ha propuesto: “Vamos aquí cerquita”. “¿Ahí tienen
la mejor cafeína?”. “Ah ¿Quieres la mejor? Pues entonces nos vamos por este
otro lado”. Por supuesto, cómo no, si Apolonio
sabe dónde está todo, sabe también dónde está la mejor cafeína.
V
Ustedes abran bien los ojos, agudicen bien los
oídos. Seguramente tienen cerca, muy cerca a alguien extraordinario. Y aún no
se han dado cuenta. El camarero nos trae los cafés. Los mejores de Mediavilla.
Y yo tengo ahora frente a mí a Apolonio, una persona extraordinaria para la que
nunca hay nada perdido.
VI
Lo tengo enfrente… Dejando a un lado, su opción
respetable, el hecho de que él haya preferido no ser mediático con sus
hallazgos… le digo, me atrevo a comentarle: “Apolonio, no habiendo nada ni
nadie que se pueda esconder de ti… me resulta curioso, menuda paradoja, el que
no hayas encontrado a nadie con quien compartir tus inquietudes”. Él, deja la
taza encima de la mesa, y con una mirada que me estremece, otra vez son sus
ojazos enormes, me responde con voz entrecortada: “¿Y a ti quién te ha dicho
que no he encontrado ya a quien buscaba?”.
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