domingo, 16 de febrero de 2014

Sólo sonó la flauta

 
I
Los Sábados, almuercito. Otros se desloman corriendo por el viejo cauce, o pedaleando por el carril bici para quemar calorías. Jonás y yo no. Puntuales a las once, Pinto nos arregla una mesita que ni pintada. Unas almendritas fritas de su campo. Un bocadillito de pan crujiente que él mismo hornea. Yo siempre le pido que “…el mío que no sea tan grande, por favor”. Una tortillita de patatas recién hecha que casi no cabe dentro. Y una jarrita de cerveza fría, bien fría. La cervecita que no falte. Allí nos contamos cómo ha discurrido nuestra semana y cómo nos han tratado nuestros respectivos alumnos. Lo veo bien a Jonás. En su línea. En su curvilínea, mejor dicho. Mal hizo Sagrario, la directora de nuestro centro, deshaciéndose de él porque era un “poco rarito”. Rarito puede, pero no hay mejor profesor de Ciencias en toda Mardebé. Y no exagero. Dos cursos compartiendo claustro con él, y me he tenido que dar cuenta ahora que no está en el colegio, de lo buen tipo que es. Estas cosas pasan. “…toma, Jonás, acábate la puntita, que estoy que reviento”. Él, recoge lo que le ofrezco y me advierte: “Alba, que te estás quedando en los huesos”. Je, je, no me ha mirado bien. A mí, los Sábados por la mañana, que no me los toquen. Tengo almuercito.
II
Después de una hora larga, pago yo porque me toca, salimos de la tasca de Pinto y otra vez cada uno a lo suyo. Andamos despacio por la acera. Callados. Ya estamos a punto de despedirnos. En unos segundos me dirá eso de que: “…que te sea leve la semana”. Yo he aparcado en batería, allá, en la plaza. Frente a nosotros, un minusválido trata de avanzar con dificultad apoyado en sus muletas. Nos hacemos a un lado, para dejarle paso. Es cuando Jonás, impactado, me dice: “cuánto sufrimiento en este mundo… si yo pudiera sanarlo con sólo pensarlo, con sólo desearlo, con un chasquido de dedos…”. Ojalá. Chas-chas. Visto y no visto. El buen hombre se endereza. Suelta los bastones. Qué cara de estupor la suya. Y la nuestra. “¡Eh, eh, que estoy bien, que estoy bien!”. Da un salto detrás de otro. Eureka, eureka. Jonás y yo nos miramos con incredulidad. Yo, que soy desconfiada por naturaleza, pienso: “¿Dónde, dónde está esa cámara oculta que nos estará grabando?”. Lo demás viene muy rápido. Después del “que te sea leve la semana”, me subo al coche totalmente aturdida. Pero aquel buen hombre va siguiendo a Jonás, detrás de él como si fuera su sombra. “¡Señor, señor, gracias, gracias, estoy bien…! ¿Cómo puedo agradecerle, cómo?”.  Madre mía, madre mía, Jonás, Jonás, qué calladito te lo tenías.
III
Qué lenta transcurre mi semana. No paro de repetir esa escena en mi cabeza. Y siempre llego al mismo punto. “Chas, chas”, con los dedos y saltos de eureka. “Chas, chas” con los dedos y saltos de eureka. Causa, efecto. Causa, efecto. Pedazo de dedos milagreros los de Jonás.
IV
“Qué poco me coméis esta mañana”, suelta Pinto al ver los bocadillos casi intactos encima de la mesa. “Es que hoy no hay mucha hambre”, le he dicho a modo de excusa. Entre Jonás y yo, este Sábado, sólo monosílabos y palabras cortas. “Bien”, “Mal”, “Sí”, “No” y poca cosa más. Estoy esperando a que saque el tema a la palestra.  Que me confiese de qué mundo sobrenatural viene. No pienso en otra cosa. Paga él. Le toca. Por si sí, por si no, tomamos la dirección contraria a la de la semana pasada. Él parece que va a decirme “que te sea leve la semana”. En su lugar, con un tono de angustia, escucho: “Alba, por lo que más quieras, yo no tengo nada que ver en lo que pasó la semana pasada… sólo sonó la flauta”. Yo, después de lo visto con mis ojos, no sé si creerle.
V
Si la anterior transcurrió despacio, esta semana todavía se me antoja mucho más lenta. El tiempo hecho tortuga. No puedo pegar ojo siquiera. La mente va cada vez más acelerada. Vamos a ver: Si Jonás puede sanar enfermos… ¿a qué narices espera? Con todo lo que hay por hacer… ¿por qué no se pone a diestro y sinestro con la tarea? ¿Quería acaso sólo impresionarme? No lo entiendo. No lo entiendo. De verdad,  no lo entiendo.
VI
Es Jueves. Él me llama al móvil. Y me explica: “Alba, hay una cola impresionante de gente en el patio de mi casa… tanta, que da la vuelta a la manzana… ha corrido la voz…. Es gente desesperada que clama para que les cure”. “Haz lo que sabes hacer y tenías tan guardado…”, le sugiero entonces. Unos segundos de silencio. Suspira: “…yo no sé cómo ayudarles”. Luego añade: “…este Sábado no me esperes a almorzar, no podré ir”.  Jonás cuelga. A mí me viene un brote de egoísmo supremo cuando pienso: “¿Y a quién le contaré yo entonces lo que ha pasado en mi semana?”.
VII
No son figuraciones mías. Hay gente que me sigue. A donde voy. Si me paro, se paran. Me observan. Si acelero, aceleran. Si cruzo, cruzan. Cada vez son más. Estoy al borde de un ataque de pánico. Por fin llego a casa. Cierro tras de mí. Plaaaam. Se quedan a la puerta. Como si fueran zombies. “¿ALBAAAA?”. AAAAAAY, QUÉ SUSTO. Un individuo al que nunca he visto antes me aborda en la escalera. “¿Qué quiere de mí? ¡Déjeme en paz, por favor!”. “Alba, no se asuste, atiéndame, por caridad…, atiéndame”. ¿Atender? ¿Yoooo? El individuo prosigue: “El señor Jonás nos dijo que es usted quien hace los milagros”. Ahí se me cae el mundo. Qué cabrón, el señor Jonás. Qué cabrón y qué mentiroso por decir eso.
VIII
Entro en el despacho de Sagrario, la directora. Loba con piel de corderito. La conozco bien. “Pasa, pasa, Alba, y cierra la puerta”. Me tiemblan las piernas. Pero sé por dónde va. “…no podemos permitir que el colegio esté acordonado por decenas y decenas de enfermos que te esperan…”. Bajo la cabeza, como si yo tuviera que avergonzarme de algo. Y trato de defenderme. “…yo no puedo hacer nada por ellos… es mentira eso que creen…”. La directora sigue palabra por palabra el discurso que tenía preparado. “…sería lo mejor para todos que, durante una temporada no vinieras al colegio”. Ya. Lo que temía. Me está expulsando. Me está tirando. Me está despidiendo. Me saltan las lágrimas. Pido clemencia. Esto es una injusticia. Esto no me puede estar pasando a mí. Sagrario me enseña el camino de la puerta. Y dónde voy a ir ahora. Cuando estoy a punto de salir, me llama de nuevo. “Alba, un momento”. “Dígame, Sagrario”. “…estoy un poco oxidada de la rodilla. Creo que es menisco… ¿tú no me podrías hacer el favor de pegarme un vistacillo?”. La he mandado a evacuar por el retrete. No me puede despedir dos veces.
IX
Lo mejor es desaparecer del mapa. Esperar a que pase la tormenta mediática. A que nadie se acuerde de lo que pasó. A que nadie espere nada de mí ni me exija ningún milagro. Es lo que estoy haciendo en Gorroperdido. Hasta aquí creo que no me han seguido los desesperados. Aquí me he traído un montón de libros. Y aquí salgo lo menos posible. Hoy he ido a comprar el pan. La hornera está muy delicada, con una salud muy precaria. Al salir, ella se ha despedido: “Que tengas buen día, Alba”. Me he quedado de piedra. Cómo sabe mi nombre. “Me has reconocido…”, le he dicho. “Sí”. “¿Y tú por qué no me has pedido que te sane?”. “Muy fácil… Porque si pudieras, si estuviera en tu mano, ya lo habrías hecho”. Lo único que me ha salido, del alma, de muy adentro, es darle un abrazo.
X
Jonás, Jonás, ¿dónde te has escondido?
XI
Las gafas oscuras, el gorro de lana, el cuello subido del chaquetón, denotan que voy de incógnito por las calles de Mardebé. Paseo por el barrio, por donde la tasca de Pinto. Busco pistas. Busco indicios. Busco al ex minusválido que salió corriendo. Tiene que darme la clave. De repente lo veo venir hacia mí. No da saltos de eureka, pero sí que tiene un andar ligero. Me arrimo a la pared para que pase por delante de mí. Lo observo. Qué afortunado. Es posible. Puede ser. Aquel día, en esta calle,  hubo un milagro. Mi conclusión, al cabo de los años, es que nosotros no fuimos sus protagonistas: Nosotros únicamente fuimos sus testigos.
XII
Cuántos Sábados sin almorzar así. No son los bocadillos de Pinto, pero se pueden comer medio bien. Qué sensación estar al lado de Jonás de nuevo. “…lástima de generación que se ha perdido a un maestro de tu categoría”, le digo con los ojos húmedos. “…y de la tuya”, apostilla él. Yo necesito decirle que no le guardo rencor por haberme señalado como “hacedora de milagros”. Yo necesito darle las gracias por haberme buscado y haberme encontrado aquí, en la tranquilidad de Gorroperdido. Exclama :“Jod…. ¡no sabes lo que me ha costado!”. Y yo necesito decirle también que estoy convencida de que “nosotros sólo fuimos testigos de…”. Chisssssssss. Él me tapa la boca dulcemente con el dedo. “Pero ¿por qué me callas, Jonás?”. “…porque yo no he dejado de pensar ni un minuto también en lo ocurrido cuando sonó la flauta, y porque creo que…”. Nos levantamos. Pago yo. Me toca a mí. Dónde vamos. Me coge de la mano. Por las callecitas. Hacia el horno, del que le había hablado. Está abierto. Retiramos la cortina. Pasamos. “…porque creo que ni tú ni yo por nosotros mismos valemos nada, pero…”. La hornera al vernos se pone en pie. Sin secuelas. Mientras ella recupera la luz en su rostro, Jonás recalca: “…pero, juntos, juntos… sí podemos mover hasta las montañas”.

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