domingo, 28 de septiembre de 2014

Todos son iguales

I
A cuatro patas, derrapando, arañándome las rodillas y despellejándome las palmas de las manos; con el corazón a punto de salírseme y las lágrimas brotando de una forma imparable; así, así me subo a la peña de la Lanza. Con el sol de frente y la vista nublada, desde aquí aún puedo ver, llego a tiempo, puedo avistar cómo toma un par de curvas más el autobús de línea, donde va, donde se va él, Pradeep… Pradeep. Unos segundos y... ya. Desaparece en el horizonte. Ahora sí. Se ha ido. Me vengo abajo. Me derrumbo. Se me hace de noche. Retorno lentamente  hacia un Gorroperdido que se me antoja apagado. Mierda de verano que se acaba. Mierda de todo. 

II
“¡Chiquilla, déjate de tonterías y come, que te estás quedando en los huesos!”, mi abuela da tal puñetazo encima de la mesa que hace temblar toda la vajilla. Mi abuelo, que viene por detrás, me pone cariñosamente la mano en el hombro y templa su ánimo “Calma, Lali, no obligues a Sofía si no quiere más… Ella y yo ahora nos íbamos a hablar y a dar un paseo”. Refunfuña mi abuela, se levanta y se mete en la cocina. ¿Un paseo? ¿Yo? ¿Ahora? Me levanto sin ganas. Ando sin ganas. Salgo a la calle sin ganas. No quiero ver a nadie. No quiero que me digan. El abuelo va a mi derecha. En silencio. Recorremos las callecitas. Salimos montaña arriba. Dejamos a un lado las sendas que me enseñó de pequeñita. Las mismas que yo recorrí con Pradeep. Trago saliva. Atardece. El viento fresco nos da en la cara. Después de dos horas, sin abrir la boca, él, me mira a los ojos, me levanta la barbilla y me dice: “siempre se hace de día”. 

XXX
Mis padres han puesto el grito en el cielo. Me han dicho que estoy loca. Les he dejado gritar. “¿Ése? ¡Ese no se acuerda de ti!”. Estaban convencidos de que aquello se me había pasado. Pero lo que ha pasado es el tiempo. Y ha llegado mi hora, “se ha hecho de día”, como me decía el abuelo. He preparado una maleta pequeña. No creo que necesite más. Mi padre ha amenazado: “si sales ahora, aquí no vuelvas”. Al instante, creo que se ha arrepentido de lo que ha dicho. Me ha llamado: “¡Sofía!”. He cerrado la puerta con una sensación agridulce. Abajo en la calle, qué suerte, esperaba un taxi. 

XL
Si contara las peripecias que he pasado hasta llegar aquí, esto sería Marco en busca de su mamá, en versión Sofía en busca de Pradeep. Primero un avión. Luego otro más grande. Después un tren. Y ahora cuatro horas en este autobús que serpentea por montañas inmensas. No me amilano. Aprieto mis puños. Cada vez falta menos. Sonrío. Cada vez estoy más cerca. 

L
Él sabe que vengo. Pero es normal que no esté esperando en la parada. Estará ocupado trabajando. Por fin he llegado a Clonitown. Bajo mi maleta llena de rascones. Me duele todo. Estoy magullada. Vengo con hambre. Hago una composición del entorno. Todo me es familiar. Aquí es como si ya hubiera estado. Para eso me lo he estudiado cientos de veces con el ordenador desde casa. He de ir por ahí. Y a la derecha, encontraré el Hotel que he reservado. Cuento los pasos. Efectivamente, ahí está. Entro dentro. Es como si hubiera salido por fin, después de tanto tiempo, de mi pecera. 

LI
No aparece. No llama. Me angustio. Bajo al comedor. Pido una ensalada para cenar. No dejo de mirar hacia la entrada. Pradeep, ¿dónde c… estás? Cuando te vea, me vas a oír. 

LIII
Sofía, tú no eres de las que se arredran. Ni de las que se queda quieta. Salgo de buena mañana. Sólo tengo una dirección de correo electrónico. Y la he fundido. He enviado dos docenas de: “PRADEEEEEEPPPPPP! ¿DÓNDE ESTÁSSSSSS?”. Hasta el momento, sin respuesta. Pregunto al de recepción. Le explico. Busco a este chico. Le enseño una foto suya, donde está sonriente, guapísimo. Afirmativo. Lo conoce. ¿Ves, Sofi? ¡Aquí es como en Gorroperdido, se conocen todos! Coge un plano fotocopiado, con un bolígrafo traza una línea. Y al final un aspa. “Creo que vive ahí”. Salgo corriendo. No sé por qué. Cuando lo tenga delante, le diré lo que vale un peine. 

LIV
El mapa no está claro. Hay calles que no aparecen. Me hago un lío.  Resoplo. Preguntando se llega a Roma. Pues aquí también. Saco mi foto de Pradeep. A esa señora se la enseño. ¿Sabe dónde está este chico? Afirmativo también. ¡Bravo! La señora cierra los ojos y me dice: por allá, después por allí, y al final a la izquierda. Jopeta. Justo en la otra punta de donde el recepcionista del hotel me había indicado. 

LV
Aquí algo no me cuadra. O la gente no me entiende, o me toma el pelo. Cuatro personas a las que he preguntado, cuatro personas que me han dicho que sí, que conocen a Pradeep. Y cada uno me ha enviado a una punta diferente de Clonitown. ¡Me duelen los pinreles! Tiro el mapa a la papelera. No me hace falta. Entro en un bar para pedir una botella de agua. El camarero busca en la nevera. Miro hacia ninguna parte a través de la cristalera. Miro hacia… ¡ehhhhh! ¡Es él! Salgo corriendo. “¡Pradeeep!”. El tío no se gira, está completamente sordo. “¡PRAAAAADEEEEP!”. Corro. Le alcanzo. Le cojo del brazo. Le doy la vuelta. ¡Voilá! Le sonrío, soy yo, estoy aquí. Y me mira incrédulo. “¿Perdón?”, me pregunta, “¿nos conocemos?”. Me pinchan en ese momento y no me sacan sangre. “Soy yo, Sofía”. Tan cambiada no puedo estar. Sólo han pasado diez puñeteros años. Me mira como se mira a una chiflada. Cojo impulso. Le meto una leche que van sus gafas al suelo. Luego, toda digna, me vuelvo al bar. La botella (de agua) y el vaso al lado me esperan, porque la sed no se me ha pasado.
 
LVI
Aquí qué hago. Me cagüen todo. Tengo que pasar una semana entera porque hasta el Lunes que viene no hay otro autobús. Y el de Recepción me ha advertido que ni se me ocurra encargar un taxi, que esos me clavan. Sí, me cagüen todo. De mi habitación no salgo. A veces creo que él llamará a mi puerta. Que se disculpará. Pero eso no sucede. Leo. Leo todo lo que cae en mis manos. Hasta la fórmula del champú y la composición química del agua mineral, hasta eso me leo. 

LXX
¡Uf, ufff, ufffff… lo que acabo de encontrar en la biblioteca! Froto mis ojos. Me lavo la cara. Voy con el libro “Historia de Clonitown” abierto por la página exacta y le pregunto a la bibliotecaria: ¿Esto, esto es verdad?”. La señora, que no sabe si me acabo de caer del guindo, afirma rotunda: “¿…por qué se cree que este pueblo se llama Clonitown?”.

LXXI
“…porque la genética, caprichosa, ha hecho que muchos de sus habitantes sean iguales entre sí, indistinguibles”. Lo leo por enésima vez. Y ojiplática perdida, me voy fijando en que sí, que es verdad, que allá, por la otra acera va uno que es como Pradeep. Cruzo en dos zancadas. Me planto delante. Me mira como si estuviera chiflada. No es él. No. Me pellizco. ¿No se reía el muy capullo cuando entre abrazos y besos yo le decía que no había nadie pero nadie en el mundo como él?

LXXX
Treinta y nueve Pradeeps he contado. Todos son iguales. Y al último de ellos le he pedido que me deje hacer una autofoto con él. Es para renovar el álbum, que lo tengo muy manoseado de tanto mirarlo. La gente de Clonitown me conoce ya, por supuesto. Y esta tarde, el recepcionista me ha llamado a la habitación. Un par de clones me esperaban abajo, querían saludarme y tomarse conmigo una cerveza. Ninguno era el que pasó un verano en Gorroperdido, por supuesto. Me pregunto dónde estará ése. Dónde. Al recepcionista le he dado las gracias por querer ayudarme y luego le he pedido que me libre por favor de esos dos pelmas. 

XC
“…esperamos verla pronto por aquí, señora Sofía”. No se lo digo, pero ya puede esperar sentado. Arrastro hacia el autobús las ruedas desgastadas de la maleta que me traje. Cabeza al frente, espalda recta, cara circunspecta. Me ha parecido oír un grito. Como si me llamaran. Pero no. No puede ser. “¡SOFÍAAAAAAA!”. Ahora sí. Me detengo. Me giro. Alguien corre desgañitándose dos calles más abajo. Intento que la piel reaccione. Que un escalofrío me recorra. Ése sí él. Pradeep. Será que, como he visto tantos en esta semana, no me hace ni alto ni bajo. Me alcanza. Me estruja. “Eeeehhhh, quieto, qué confianzas son esas”. Habla atropellado. “Maldito ordenador. Se jodió la pantalla. No había podido ver los correos”. Yo no me detengo. Le doy la maleta al conductor. Me abro paso. Subo. Él se queda como una estatua. El motor arranca. Me vuelve a llamar. Corre detrás. Pero el cacharro éste es más rápido. Una curva, otra y desapareceré de su vista. Trago saliva. Recuerdo la frase de mi abuelo, “siempre se hace de día…”. Y desde ya, deseo que llegue ese amanecer… allá en Gorroperdido.

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