I
Aunque me mareo, aguanto las curvas que toma mi yerno. Con cerrar los ojos,
me basta. Y eso que voy en una posición de privilegio. “El abuelo que se ponga
delante, de copiloto”, ha cedido mi hija Silvia gentilmente. Y ella se ha ido
al asiento de atrás, con los dos renacuajos. Van los tres muy apretujados. Con
las mejillas ardiendo. Aún así, a mí el camino se me hace muy pesado. Y eso que
las carreteras no tienen nada que ver con lo que había antes. “Cuando puedas,
para. Tengo que ir al servicio”. Él asiente mirando la carretera. Pero yo sé
que es como un: “¿Otra vez…?”. Aún pasan unos cuantos kilómetros más antes de detenerse.
Señaliza la maniobra, para que mi hijo Benja, que va detrás con su coche, lo
vea claramente, y se adentra entonces en un área de servicio. Stop. Parada
técnica. Me faltan manos a mí para quitarme el cinturón y salir raudo hacia la
flecha que pone “WC”. “¡Abuelo, no sabía que corrieras tanto!”. No lo he visto,
pero ése, ése seguro que es el cabroncete de mi nieto Víctor… Cuando vuelva, ya
le daré yo, ya…
II
“Papá, luego te pasas a nuestro coche”, me pide Benja. “No, gracias, da lo
mismo, con tu hermana voy bien”, rehúso yo. Resulta que todos han parado por mi
culpa, pero la verdad es que también todos han aprovechado para aliviar la
vejiga. Y mi yerno se ha pedido hasta un café. Vaya, vaya. Silvia regaña a sus
hijos y a sus sobrinos, porque se pelean entre ellos. “¡Está visto que juntos
no podemos salir a ninguna parte!”. Yo, estiro un poco las piernas. Qué buen
día hace. Qué bien se respira. Bordeo la construcción de la cafetería. Hacia la
parte de detrás. Me quedo extasiado. Con los olivos cuidados. Con la tierra
labrada. Con las nubes blancas. Mis ojos cansados se extasían con esta luz
mágica. Eh, eh, tiempo de volver. Me estarán buscando. Regreso sobre mis pasos.
Noto un silencio extraño. Córcholis, caracoles. No están los coches de mis hijos.
Será una bromita. Me querrán hacer andar. Avanzo hacia la gasolinera contigua a
la cafetería. Estarán ahí. Desgasto mi vista. No los veo. Qué hago. ¿Grito? Corro
hasta la fatiga hacia donde termina el carril de aceleración y empieza de nuevo
la carretera. Es una inmensa recta. Veo dos puntos diminutos que se alejan. Son
ellos. Cooooño. Levanto los brazos. Grito: ¡EEHHHHHHHH! El del surtidor me mira
y exclama: “¿Qué pasa, abuelo? ¿Se han olvidado de usted?”. Respiro hondo. Cada
uno de ellos pensará que voy en el otro coche. “Métase en sus cosas, haga el
favor. En cuanto se den cuenta, volverán a por mí”.
III
Me he cansado de estar de plantón en el cruce. Y me he sentado encima de
esa piedra. Se arrima una furgoneta: “…señor, ¿quiere que le llevemos a alguna
parte?”. Vaya. Éste es el tercero que me pregunta. Por lo menos me ha llamado “señor”
y no “abuelo”. Es un detallazo a tener en cuenta. “No, no gracias. No voy a ningún
sitio”. Y además, éstos ya estarán al caer. Me van a oír en cuanto los tenga
delante.
IV
Ufffffff. Se acaba la tarde. A lo peor les ha pasado algo. Se han dado
cuenta de que yo no voy en ninguno de los dos coches, y cuando se han dado la
vuelta han pinchado una rueda. O han tenido un accidente, que hay que ver cómo
toma las curvas mi yerno. Dios no lo quiera. Tengo que pasar a la acción. Tengo
que moverme. Ser proactivo. Desandar hacia el pueblecito de atrás. Buscar a la
Guardia Civil allí. O coger un autobús desde allí. Donde no hago nada de nada
seguro es aquí sentado encima de esta piedra. Mecagüen. Ya empezaba a echar
raíces.
V
Voy paso a paso. Ya no estoy tan ligero como antes. Pero quien tuvo retuvo.
Y aquí está el hombre. Aquí está el tío. El que se hacía veinte kilómetros de
una tacada sin despeinarse. El que viste y calza. Un, dos, un dos. Altoooo,
alto. Un poco de descanso. Que se me sale el corazón del sitio. Qué boca más
seca. ¿Por dónde estaré? ¿Me faltará mucho? Todas estas cosas, a Pulgarcito,
seguro que no le hubieran pasado. Pulgarcito estaría siguiendo tan ricamente las
piedrecitas que habría ido dejando, y ahora estaría ya a puntito de llegar a su
casa…
VI
¡El arcoíris! Magnífico. Uaaaaauuhhhh. Cuántos años sin verlo tan nítido,
tan entero, casi lo puedo tocar… Para mí, así es la puerta del cielo… algún
día, más pronto que tarde… cruzaré por debajo, eso nadie lo puede hacer por mí,
lo tengo que pasar yo… algún día sabré lo que hay al otro lado… Pero hoy no,
conste. Hoy tengo otra faena. Llegar a ese puñetero pueblo. Por mis narices.
VII
¡Chuchooooooooo! ¡Fussss, fussss, fuera, fuera de aquí! ¿Qué? ¿Te crees que
me asustas por enseñarme esos dientes que necesitan una ortodoncia? Arre, arre,
vete hacia allá y deja ya de ladrar, que conmigo tienes poca chicha y menos
hueso. Eso, eso es. Calma, tranquilo, perrito bueno. Ah, ¿ahora me sigues?
Bueno… como tú quieras. Así por lo menos no vamos solos, ni tú ni yo.
VIII
Y ya es de noche. No, no me asusta la oscuridad. Lo que me asusta es que no
se ve un pimiento. Por lo menos, podrían haber dejado un trocito de luna para
poder ver la línea continua. Peatón, en carretera circula por tu izquierda, que
te vean. Antes, un camión casi me atropella. Y ahora, mira… por ahí viene unos
coches de frente… caray con las luces largas… bufff… cómo deslumbran… tienen
una luz azul arriba… ¿será la guardia
civil, será… ¿…? ¡Eeeeehhhh!
IX
Mundo al revés. Los padres ya no riñen a los hijos. Los que se han ido
dejándome tirado como una colilla son ellos, y la bronca monumental me la he
llevado yo por haberme movido. No entiendo nada. Es de madrugada. Se esconden
las estrellas. Estamos llegando a casa. Silvia va de copiloto. Yo, detrás, acurrucado
entre mis dos nietos que duermen con la boca abierta. Mi yerno sigue tomando
las curvas estilo rallye. Y lo único que ha dicho mi hija en todo el camino es
un: “está visto que juntos no podemos salir a ninguna parte”.
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