I
Es pelusilla. Me asoma aquí, por encima del labio.
Hace una sombra negra, pero todavía no quiere ser bigote. Lleva semanas así. No
va a más. Estoy por coger la maquinilla de mi padre y… Pero también estoy por
lo contrario. ¿Y si…? Entro en mi habitación. Saco del estuche el rotulador negro
permanente. Vuelvo para enfrentarme al espejo. ¿Qué tal mi pulso hoy? Bien,
bien. No a lo Groucho. Algo menos marcado. Mmmm. No está mal. Cuela. Me hace
parecer más serio. “Asier… ¿qué haces?”.
Mi madre me llama desde fuera. “Voy, ya voy…”. Ya estoy. Salgo. Me planto
delante de ella. Espero su reacción. Al pronto, ni se entera. Luego sí. Pero, de
primeras, no dice nada. “¿Has metido el bocata ya en la mochila?”. “Hm, hm”.
Según salgo por la puerta de casa, murmura: “…no entiendo estas psicologías
modernas… ahora cualquier día puede ser carnaval…”. Tomo nota del comentario.
II
Sólo he escuchado un: “¿Dónde va ése?”. Es de mi
primo Kevin. Del resto, nada. Ni mu. Mañana, pues, repito bigote.
III
“…imprime carácter, forja tu personalidad…
demuestra tu madera de líder”, afirma el Mauri. Me espabilo. No había caído en
que se refería a mí y a mi bigote. Risas
de fondo. “Muy bien, Asier… ¿me puedes dejar tu rotulador?”. Qué dice ahora. Me
entran todos los males. Rastreo en mi mochila. Lo encuentro. Me levanto. Se lo
doy. El Mauri se busca en el reflejo del cristal de la ventana. Oooohhhhh. Estamos
perplejos. Se pinta. Le queda asimétrico. Sonríe con su nueva imagen.”¿Qué tal?”.
Murmullos y tímidos aplausos de
aprobación. “Podemos continuar la clase”. Me suben a mí los colores. A donde
mire, todo son bigotes. De morsa. De domador de circo. De cocinero con tres
estrellas. Chicos y chicas. Los bigotudos de “Séptimo A”. Ésos somos nosotros. Todos,
menos Kevin, que, juntando el entrecejo me pregunta: “Primo… dime cómo lo haces…
“. Con las manos abiertas, le aseguro que yo no lo sé.
IV
“Con ese cabezón que tienes, me tapas, cualquier
día, nos damos un ostión”, se queja Kevin. “Quiá…. Tú dale y no te preocupes”. Él
pedalea. Yo me clavo el culo en el manillar. Pero es que así llegamos más
rápido. Boing, boing, boiiiiing. Bache,
bache, baaaache. Desde la puerta del cole hasta la bajada del río. Me va
dando tralla en la oreja: “Vaya una clase con poca personalidad la nuestra. Te
pintas un bigote y les falta tiempo para pintárselo también”. El aire deshace
mi flequillo. “…pero yo te voy a demostrar que a mí también me hacen caso”.
Ha faltado poco ahora: Ese coche casi se nos lleva por delante. Ojo, que si nos
la pegamos, la culpa será de mi cabezón que le deja sin visibilidad. De los
frenos que no van, de eso Kevin no dice nada.
V
Entrar diez
minutos tarde forma parte de su puesta en escena. Para que, desde sus pupitres,
todo “Séptimo A” lo contemple. Ahí está mi primo. Ooooohhhh. Trae la cara pintada
de verde, a lo marciano, a lo Shrek, a lo rana Gustavo. El Mauri, según se
percata, no le deja sentarse.
Directamente lo envía a Dirección, a vérselas con el Ruano. Kevin mantiene el
tipo y se retira. A la media hora vuelve. Con la cara relavada y enrojecida.
Pide permiso para entrar. Ahora sí, el Mauri, le da la venia. Viene, se sienta
a mi derecha, con los codos apoyados en la mesa y las manos sujetándose la
cabeza. Trato de consolarle, de animarlo. Le doy una palmadita en el hombro. Kevin
entonces fuerza una sonrisa. “…ya lo entiendo…”. “¿Lo entiendes? ¿El qué?”. Prosigue: “…todas tus ocurrencias son muy
buenas...”. Me quedo parado. Porque pesan en el aire las palabras que no ha dicho:
“…y las de los demás no”.
CCCIX
Dos veces al año mi primo llama, viene y quedamos.
No falla. Me alegro un montón de no haber perdido contacto, de que se acuerde,
de que me traiga un par de botellitas de un buen Crianza, que yo luego ya
comparto aquí y me bebo poco a poco. A Kevin le va de cine. Se nota. En el
coche que conduce, cada vez uno. Este último tiene el techo descapotable. Se
nota. En la ropa que lleva. Con muñequito en el bolsillo de la camisa. Sí, se nota. En las
donaciones que cada año envía a este Centro. Una vez insistió, “nano, vente
conmigo, que no te faltará de nada”. A mí me dio la risa. ¿Irme yo? No pinto
nada en ese mundo. Ni sé idiomas, ni me gusta estar sentado en una oficina. Aquí
estoy muy bien, cuidando a los abuelitos de la Residencia. Mi primo y yo
salimos hacia el jardín. Nos abrimos paso entre los veteranos que juegan a las
cartas y los que leen a la fresca. Todos los residentes van con sus nuevos polo
fucsia. Kevin sonríe. Acaba de comprobar que Manuela, que era del sector
crítico, ya se ha pintado también un buen mostacho. “…je, je… algún día me lo
acabaré poniendo yo”, asegura. No, no caerá esa breva. Mientras cenamos en el
comedor del segundo turno, el menú del día, hoy ensalada y pescado, él se
interesa y me pregunta. “…y en qué ideas andas metido…”. “Buffff, ahora en casi
nada, ¿te has fijado en esa mochila con bidón de horchata incorporado y la
pajita extensible?”. Se levanta, pide
disculpas a don Mariano, y examina su barrilete. Saca la libreta, escribe
garabatos. Y, con el plato a medio terminar, pide permiso para ir al servicio. “Ya
tenemos una edad”, se excusa. Según vuelve, al cabo de cinco minutos, va
hablando con el móvil. Es la esclavitud de su trabajo, que no tiene horarios. “…de
las fucsia, pide cien mil…. sí, he dicho cien mil”, le oigo decir. “…y habla ya
con Ingeniería para que vayan trabajando en el boceto que les acabo de enviar”.
Cuelga. Se vuelve a sentar. Kevin pide disculpas. Es hora de hablar de viejos
tiempos. De nostalgias y batallitas. De: “¿te acuerdas de nuestras carreras en
bicicleta en las que no nos matábamos de milagro?”. Y también de: “…¿te pintarás la cara de verde
otra vez algún día?”.
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