I
En el pueblo, a Rosendo le llaman “el abuelo de
Heidi”. Él, claro que lo sabe. Según se adentra por la cuesta del lavadero, oye
las voces de pito de niño que se avisan
entre ellos: “¡shhh, shhhh, que viene, que vieneeee el abuelo de Heidiiiiiii!”.
Cuando, con paso firme y cabeza tiesa,
ya ha rebasado de largo el bar de la Cooperativa, los fijos que allí
acumulan cascos de quinto de cerveza en las mesas, colillas en el suelo y
minutos mirando a los que pasan, murmuran: “…mira, mira: ahí va el abuelo de
Heidi”. Él no se inmuta. Será porque tiene un parecido razonable. Por su
poblada barba blanca. Porque vive solo arriba, en una cabaña solitaria, donde
no se puede llegar en coche. Y porque impone. Ahora, ahora mismo, acaba de
entrar en el horno, haciendo temblar la cristalera y batiendo las cortinas. Las
tres señoras que departían han enmudecido de golpe. Él ha dejado los setenta
céntimos encima del mostrador. La hornera le ha dado su barra de pan metida en
una bolsita, ella sabe que lo quiere muy cocido. Él, sin saludar, se ha dado la
vuelta y ha salido. Las tres mujeres, antes de proseguir su tertulia, han
convenido en voz bajita, por si todavía les pudiera oír, que: “¿os dais cuenta? …cada día está más
amargado y tiene más mala leche, el abuelo de Heidi”.
II
Todos los días, sin fallar ni uno, a eso de las
doce, Rosendo sube a la cumbre. Al Pico del Eco. Cada vez nota que le cuesta
más. Le pesan más las piernas. Le bate con más presión el corazón. Para
recuperar el resuello, tiene que hacer tres paradas y apoyarse en los muros
centenarios que conforman los bancales. Pero Rosendo llega. Desde allá arriba…
otea y dibuja los trescientos sesenta grados de un horizonte que ya descubrió de
niño. Exceptuando los ventiladores que han crecido como setas, no ha cambiado
nada. Y seguirá todo igual cuando él, consciente que será más pronto que tarde,
ya no esté. Una vez arriba, ha echado la mano al bolsillo, ha sacado un móvil, “última
generación” según le dijeron, y ha extendido su brazo. Hacia el sur. Entonces ha
esperado unos segundos. Ha venido la cobertura. Y detrás, un pequeño pitido seguido
de una vibración. Pi-pi-pí. Parece un milagro. Que los correos estén en el aire,
que vayan y vengan. Entonces, se ha sentado encima de una piedra plana. Se ha
puesto las gafas de cerca. Otra vez le han llorado un poquito los ojos. Da
igual que el viento cortante le sacuda esa mata de pelo blanco. Ha leído. Con
emoción. Sí, noticias de su nieta. Y, aunque le llamen “el abuelo de Heidi”, conste
que su nieta se llama Clara.
III
“Disculpe, señor”. Los dos excursionistas están
desorientados. Han subido al Pico del Eco por el ala oeste, la más agreste, y vienen
derrengados. Estupefactos, han visto a ese abuelo ahí arriba, sentado, como si
nada, y se han acercado para preguntarle por el mejor camino de vuelta. “Disculpe,
señor… ¿por dónde se baja mejor a Quintopino?”. Rosendo ha separado la vista
del móvil, ha cargado de aire sus pulmones y ha rugido: “Dejadme en paz e iros
por donde os dé la gana, joder, ¿no veis que me estáis molestando?”.
IV
Ha entrado en tromba. El municipal, que rellenaba crucigramas, ha dado un salto en
su silla. Su voz retumba en la entrada. “¿Está
el alcalde?”. Glup, sí, sí, en su despacho. Rosendo no ha esperado a que le
anuncien. Se ha abierto paso. Ha avanzado. Y se ha colado sin llamar. Detrás, a remolque,
el conserje, ha llegado pidiendo disculpas, “lo siento, señor Joaquín, no he
podido pararle…”. “No, no pasa nada, aquí estamos para atender a los vecinos”,
ha respondido el alcalde cerrando una carpeta. Plaaaaam. Rosendo ha dejado su “última
generación” sobre la mesa. “¿Y?”. Con esta conjunción, el alcalde ha preguntado
a qué viene esto. Y con su voz grave, Rosendo ha ido al tema, exigiendo: “…
poned una antena en el pueblo… y ponedla ya. No es de recibo que estemos
incomunicados…”. Al alcalde le ha salido un resoplido. Se ha puesto en pie. Ha
ido a la ventana. Ha recogido unos folletos turísticos. Los más nuevos. De
Quintopino. Al fondo, el Pico del Eco. Como subtítulo, los folletos rezan: “Reserva
libre de cobertura de la Biosfera”. “Nuestro turismo depende de eso, Rosendo…
Mucha gente paga para venir aquí y no encontrar la atmósfera contaminada de
cobertura”. Ambos han sostenido la mirada. Frente a frente. “Lo siento. Yo no
puedo hacer nada”, ha zanjado la cuestión. Y le ha enseñado la puerta de salida.
El municipal ha escoltado a un Rosendo bajo de ánimos. Eh, qué es eso. Porque
no puede ser y además es imposible, pero Rosendo un poco antes de poner el pie
en la calle, ha escuchado un sonidito que venía del despacho del edil y que se
parecía mucho, mucho, mucho al de un politono.
V
Hoy Rosendo ha estirado el brazo. Nada. Lo ha
estirado más. Nada. Nada de nada de nada. No ha entrado nigún correo. Incrédulo,
se ha quedado mirando a su móvil. “Por qué no vas”. Ha permanecido varios
minutos apuntando al sur, hasta que le ha dolido el hombro. Cuando ha bajado
del Pico del Eco, era muy tarde, venía desfondado, con la moral por los suelos
y murmurando entre dientes: “Clara, Clara, no me pasa nada. Estoy bien. No
tienes noticias mías por cosas de la tecnología… Me cago en la tecnología y en todo
lo que le cuelga…”.
VI
Tilín, tilín, tilín. Hay unos tubitos niquelados
que suenan cuando se abre la puerta del establecimiento. “Está cerrado”, ha
dicho Marcelino, el relojero del bazar, mientras trataba de destripar la
cápsula de una esfera. Pero al levantar la vista se lo ha visto de cara. Al
abuelo de Heidi. Glup. Trae mala cara. Parece angustiado. La de años que hace
que no se hablan. Rosendo ha dejado el
móvil. “…por favor dale un vistazo… no funciona”. Marcelino lo ha levantado con
la mano. Uaaauu, qué maravilla, no pesa nada. Como éste ha visto uno en
fotografía. “Yo sé de manecillas, de engranajes, de tijas, pero esto, esto se
me escapa…”. Ha hecho un gesto que quiere decir “lo siento”. Rosendo no ha
ocultado su decepción. Cuando ya se iba, Marcelino le ha sugerido: “¿Has
probado el método de la batería?”. ¿La batería? “Sí: la quitas, esperas unos
segundos, la pones y enciendes de nuevo”. Marcelino ha ido a explicarse mejor. Pero
no le ha dado tiempo. Tilín, tilín, tilín, los tubitos niquelados de la puerta
han sonado de nuevo. Y Rosendo estaba en
la calle enfilando de nuevo hacia la montaña.
VII
Tilín, tilín, tilín. En toda la tarde no había
entrado nadie en el Bazar de Marcelino. “Ya voooy”, ha dicho saliendo de la
trastienda. De frente, otra vez Rosendo. El abuelo de Heidi. Trae otra cara,
aunque parece muy cansado. “Gracias. El método de la batería ha funcionado”. Marcelino
se ha quedado sin habla. Es que nunca, en todos los años que lo conoce, había
escuchado que este cascarrabias solitario diera las gracias a nadie.
VIII
Ha cerrado los ojos. Sabe que en ese mal apoyo en
el pie según descendía del Pico del Eco, se ha hecho daño. Ha esperado unos segundos. Ha
dado un nuevo paso. No. Ha visto las estrellas. Y eso que aún es de día. Se
conoce. A la pata coja, ha bajado el resto del camino. Al llegar a la casita, Rosendo
se ha derrumbado en la mecedora de las siestas con la pierna estirada. De ahí
no se ha atrevido a moverse. Ha caído la noche. Ha llegado el alba. Y así ha
seguido, horas y horas. Quieto, sin moverse, con la única compañía de un dolor
agudo y continuo en su abultado tobillo.
IX
Tilín, tilín, tilín. Huy, otra vez Rosendo ha
entrado en el Bazar de Marcelino. “Últimamente viene mucho”, ha murmurado una
vecina a otra asomándose por el balcón. Apoyado en dos muletas. Arrastrando un
pie. Rosendo ha hablado, se ha explicado y Marcelino ha escuchado muy atento.
Cara de circunstancias. “…yo, si tú quieres subo por ti al Pico del Eco. Hago
lo que me dices. Me encaro al sur con tu móvil para que envíe y reciba los
correos a Clara, luego, bajo, te los traigo… Pero eso de que desde tu móvil se
envíen correos para que se entreguen de forma programada durante los
próximos días para que tu nieta entienda que estás bien, eso se debe de poder
hacer, pero yo no sé cómo”.
X
Sigue necesitando las muletas. Ha bajado el
bordillo de la acera. Menudo escalón. En esas ha topado con Joaquín, el
alcalde. “Rosendo… ¿qué te ha pasado?”. A Rosendo le ha faltado tiempo para
contestar con un potente “Vete a la mierda”. El alcalde ya sabe que, a la
próxima, puede volver, venir y preguntarle al “abuelo de Heidi” de nuevo.
XI
Si ya costaba subir cuando el pie le respondía,
ahora, con mucha tozudez y un par de muletas, no está escrito el esfuerzo de
Rosendo para llegar arriba del Pico del Eco. Tiene el rictus del dolor en el
gesto. Ha extendido el móvil. Como siempre, hacia el Sur. Hoy nada. Vaya. Ha
probado el método de la batería. Quitándola, poniéndola. Una, dos, diez veces.
Tampoco nada. “Por qué no vas, cabrón”. Ha pasado horas repitiendo la
operación. Hasta el sol se ha inclinado sobre su frente. Estaba oscuro ya
cuando ha iniciado el regreso. Y, bajo la pálida luz de la luna, no se ha dado
ningún batacazo hasta llegar a la casita porque, de tanto ir y venir, no
necesita ver: se sabe el camino con los ojos muy cerrados.
XII
Marcelino casi ha tirado el higadillo. No entiende
cómo el viejo de la cabaña, con muletas y todo, iba subiendo, subiendo,
subiendo, le sacaba ventaja y aún le tenía que esperar en cada repecho. A lo
hecho, pecho. Convino en acompañarle y es lo que ha cumplido. Una vez allá
arriba, se ha extasiado. Qué hermoso es este mundo nuestro. Qué privilegio contemplar
este paisaje. Rosendo no está para poesías. Le ha dado el móvil. Ha apuntado
hacia el Sur. Han aparecido dos rayitas de cobertura. Sí que va. Ante la
angustiosa mirada de Rosendo, que se muerde los labios, Marcelino ha llamado a
la operadora. Ha hablado con una maquinita. Ha ido pasando por preguntas y más
preguntas hasta que al final ha escuchado un: “…le paso con un agente”. Espere,
por favor. Espere, por favor. Han pasado varios minutos más comprobando la
línea. “Disculpe, gracias por la espera… le informamos que todo está correcto
en su línea. No cuelgue. Le haremos una encuesta sobre la satisfacción de
nuestros servicios”. Marcelino se ha rascado la cabeza. Cuando Rosendo le ha
abordado con un angustioso: “Qué, qué es lo que pasa…”, ahí, en ese momento, y
en la cumbre del Pico del Eco es cuando el viejo arreglador de relojes le ha
sugerido temerosamente al viejo abuelo de Heidi: “Rosendo… ¿tú has pensado que
puede, sólo puede, que el móvil funcione y que sea tu nieta la que no te haya
escrito?”.
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