I
El público que abarrota
el plató aplaude con desgana. No se acaba de creer lo que ha visto y oído. Desde
detrás de la cámara, dos regidores, levantan los brazos enérgicamente, “¡Vamos,
vamos! ¡Ovación, ovación!”, tratando de contagiar entusiasmo. El presentador
Artera impone su vozarrón por encima de las fanfarrias como si fuera un
tombolero de feria. Repite la cantidad: “¡ENHORABUENA! ¡DOSCIENTOS MIL EUROS!
¡HABÉIS GANADO DOSCIENTOS MIL EUROS!”. A
un lado y al otro tiene a esa pareja que el azar levantó de sus butacas. Él muy
del norte, Joseba. Ella, muy del sur, Macarena. Un ligero temblor los recorre,
sí. Pero están muy templados para lo que acaban de conseguir. Joseba acaba de
deshacer una mudanza y ha dispuesto todo un salón comedor. Macarena lo hizo media hora antes.
Milimétricamente igual. Hasta la vieja mecedora ha quedado de forma oblicua. Han
ganado en el programa. EL CLUB DE LAS COINCIDENCIAS. Alguien entrajetado
aparece para entregarles un tablero que mide más de un metro de largo en el que
han pintado un cheque con el logo del Club y de los patrocinadores. De abajo a
arriba, suben los títulos de crédito en la pantalla trasera. Sudor en la frente
estupefacta de Artera, “¡hemos vivido unos momentos memorables… nos encontramos
en el próximo programa, amigos!”. Sube la sintonía, se difumina el plano. Entra
la publicidad. En muchas casas, mientras se busca el mando para cambiar de canal,
se escuchan comentarios despectivos: “Bah, eso tiene que estar amañado, seguro”.
II
Antes de empezar el
concurso, han firmado una declaración delante de un notario, jurando que no se
conocen de nada. Joseba y Macarena han nacido, y viven, a cientos de
kilómetros. Después, siguiendo el riguroso protocolo del programa han pasado
por un escáner de última generación, no sea que les encuentren algún chip
insertado que les pudiera permitir cualquier transmisión de información de
forma encriptada. Cumplidos pues, todos los trámites, se han visto de nuevo
frente a frente con el popularísimo Artera, que les ha deseado toda la suerte
del mundo y se ha desgañitado al grito de: “¡Comenzamoooooos!”. En ese momento,
él ha sentido un fuerte hormigueo en los pies. Y ella también.
III
Las pruebas avanzan. A
estas alturas, deberían estar ya más que eliminados. Deberían haber recibido
unas palmaditas en la espalda, haber soltado unas risas; y tras un “ooohhhh,
qué mala suerte”, ya tendrían que estar jugando los siguientes de los
siguientes. Pero no. Han ido superando una tras otra, ante el estupor de la
organización, diecinueve pruebas. Lo mejor es no pensar en nada. Joseba aguarda
su turno en una cabina insonorizada. Lo único que escucha es su propia
respiración, y si agudiza el oído, hasta sus pulsaciones. En una bandeja, una
botella de agua mineral y unos saladitos. Prefiere no comer ni beber. Se le
haría un nudo en el estómago. Cuando parece que el tiempo se ha detenido,
escucha el chirrido de unas bisagras. Como si estuviera abriendo una celda de
castigo, la adjunta a dirección, reabre el portón, y sin tratar de disimular
una amabilidad que no le nace, le avisa: “…ahora sí que sí: se acabó lo que se
daba”.
IV
Hacienda se llevó más
que un pellizco. Pero con el resto, Macarena ha tenido para tapar agujeros y
socavones. No todos. Aún le queda hipoteca. Cuando recorre las encaladas y luminosas
calles de Surdelsur, los vecinos la
reconocen, “eh, eh, es la del concurso”. Del programa aquel, EL CLUB DE LAS
COINCIDENCIAS, no se ha vuelto a saber. Lo retiraron de la programación al poco
de ganar ellos, hace cuatro años. Por poca audiencia sería. De tanto en tanto, al
girar una esquina, al salir del supermercado, los ve. Dos armarios de dos
puertas cada uno, con una reportera al hombro y sandalias con calcetines. Se
cruza con ellos. Se los topa de cara. No lo dicen. No lo llevan escrito. Sin
embargo, Macarena está segura de que son detectives que contrató la productora.
Ellos, los del programa, no se terminaron de creer que Joseba y ella nunca
antes se habían visto. Ufffff. Joseba. Joseba. Se le nubla la vista al
humedecerse los ojos. Lo llamaría. Lo llamaría cien veces. Y le diría que lo
echa de menos. Al punto se frena. Ésa es la excusa que estos dos sabuesos están
buscando para tirarse encima como fieras y, señalándoles con el dedo,
acusarles: “¿Veis? ¿Lo veis? ¡Estos farsantes estaban conchabados!”.
V
Pesan las piernas. Pesan
los años. Ya van más de quince desde que Joseba y Macarena ganaran aquel CLUB
DE LAS COINCIDENCIAS. Ahora él guarda desde hace dos horas su turno en una
larguísima cola para apuntarse en una bolsa de trabajo que han abierto
analógicamente en Mardebé. Pasa completamente desapercibido. Nadie, desde hace
mucho, repara en él. Esa fama que tuvo es efímera. Está inquieto. Como si
presintiera algo. Avanza la desordenada fila a paso de hormiguita. Entonces, un
grupo más abajo, la ve. A Macarena. Uf. Está igual, maravillosamente igual.
Joseba entiende ahora a su corazón acelerado. Ella mira hacia donde él está.
Hace como que no lo ve. Se miran. Se ven. Joseba va hacia ella. Cara a cara.
Frente a frente. Ojos con ojos. No saben qué decirse. “Qué coincidencia”,
subraya ella. Los que les rodean y escuchan no saben interpretar esta escena.
Silencio largo. Con la voz temblorosa Joseba le pregunta: “Macarena… ¿me puedes
decir qué soñaste el Miércoles?”. A ella le da una risa floja. “Mmmm… No me
acuerdo… ¿por qué lo dices?”. Él entonces traga saliva. “Por nada”, responde
decepcionado. Se acerca. Se besan en la mejilla. “Me alegro mucho de haberte
visto”. Sin volver la mirada, regresa a su sitio en la cola. Al minuto, Macarena
mueve los labios: “había una tarta de chocolate”. Joseba, mirando al suelo, tratando
de contener una lágrima rebelde, se lamenta: “maldita sea; estaba convencido de
que compartíamos pensamientos y resulta que todo era una pura coincidencia… Maldita sea,
maldita sea, maldita tarta de chocolate”.
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