I
Al primer golpe, nada. Al segundo tampoco. Pero es que ya van por lo menos
tres. Arturito se sobresalta en su cama. Abre con miedo un ojo y mantiene el
otro muy, muy cerrado. Que no se note que se ha despertado. Sabe que ésta es la
noche mágica. Que tiene que estar muy dormido. Ahora está muy oscuro todo
todavía. Pero ese ruido… ¿Estarán los reyes en el salón comedor? Le puede la
emoción. Los está oyendo. Bueno, lo está oyendo, porque parece que ha entrado
uno solo. Halaaaaa, más estruendo. Desde luego, o está cansado, o es un poquito
torpe y escandaloso. Se arrebuja en su manta. Estira tanto, hasta taparse el
flequillo, que se le salen los piececitos por el otro lado. Brrrrr. Qué frío.
Se recompone entonces. Se pone de lado y se encoge doblando las rodillas. Aún
así, sigue el “Brrrrrrr….”. Se tiene que quedar quieto. Tiene que estar
tranquilo. Ahora ya sabe que ellos no han pasado de largo. Tiene que volver a
dormirse. Hace un intento: Zzzzzzzzz. No, no, es imposible. El rey, porque
ahora está seguro de que quien está ahí al lado es una majestad real, tampoco hace mucho de su parte. Los nervios le
pueden. Él va a asomarse. Todo lo más que puede ocurrir, es que, agarrándose la
corona a la cabeza para que no le caiga, salga corriendo por donde ha entrado,
sin darle de beber a su camello ni nada. Lo que sí es un poco raro es que, con
el mal dormir que tiene papi, que hasta con el ruido de una bicicleta pasando
por la calle se despierta, él no haya salido aún. Arturito se decide: Él sí sale.
Ejemmm… Prepara excusa. Dirá que tiene pipi. A ver qué pasa. A ver qué ve. A
ver qué le dice.
II
“¿Estás mejor? ¿Te traigo un poquito de agua?”. “No, no, no, ya se me pasa…”.
Quién iba a imaginar que, al irrumpir Arturito en el comedor, abriendo la
puerta de par en par, estaría allí su papi. Sí, su papi se ha ido hacia atrás del
susto morrocotudo y se ha atizado un buen coscorrón en la cocorota con la
lámpara de pie. El papi está sentado en el suelo y se aprieta mano en la
coronilla. Respira ahora fatigosamente, “¡Renacuajo, me cago en la leche, casi
me da un infarto!”. “…Es que yo tenía pis… he oído un poco de jaleo… y… pero ¿tú
qué hacías aquí, papi?”. “¡Pues… que he oído ese mismo ruido y he venido a ver,
eso hacía! ¡Y, oye, lo he llegado a ver saliendo por el balcón!”. “¿Síiiii?
¡Pero qué morro tienes! ¿Y qué rey ha venido?”. “No me ha dado tiempo de verlo
con detalle, pero yo diría que era un paje del paje del paje Real”. Ojos de
niño en forma de: “pero qué me estás contando”. Arturito mira entonces alrededor del salón. Al pie del
árbol. Serio. “¿Estos son mis reyes?”. “Nuestros reyes, peque”. Serio,
ensombrecido. “…Pero esto no fue lo que pedí en mi carta… esto no es… papi, por
favor, ¿aún podemos reclamar, directamente a sus majestades, saltándonos al
paje del paje del paje?”. Pesadamente, papi, se levanta del suelo. E iza al
pequeño en brazos. Lo sienta en el sofá.
Los piececitos del niño cuelgan veinte centímetros sobre el suelo. Él, se pone a
su lado, pasándole el brazo por encima de su hombro. “Verás cómo lo entiendes… Mmmm….
Los Reyes son mágicos, sí. Pero, tienen mucho donde acudir, y tienen que
repartir. Y, a veces…, pues… Lo entiendes, Arturito, tú lo entiendes ¿verdad
que sí?”.
III
Amanece. Las estrellas empiezan a apagarse en el cielo. La última de todas,
aquella que siguen los Magos de Oriente en su camino de regreso sobre unas calles
frías y desiertas. Dentro de la casa, el tictac del reloj de pared rompe el
silencio del salón comedor. Y el destello intermitente de las luces
multicolores del árbol de Navidad se refleja en las paredes. Bajo su copa, no
caben más paquetes de regalos. Y eso que están apilados. Por lo menos, el
catálogo entero de la sección de juguetes del Gran Almacén más surtido. Un
papel doblado queda oculto por debajo del sofá. Es la carta de Arturito.
Escrita a lápiz con su letra gigante. Apretando la mina. “Queridos Reyes Magos:
Este año he sido muy bueno. Por eso os pido, por fabor por fabor, que me traigais
a mi mami”.
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