I
Me tocan el hombro. “Quintín, Quintín… ¿te habías dormido?”. ¿Eh, eh? Doy
un salto en el asiento. ¿Yo? ¿Dormirme? Qué va. Estaba pensando. Puede que
estuviera pensando con los ojos cerrados. Pero de dormido, nada. Gaetano vuelve
a la carga: “…es que me parecía que roncabas un poco”. Lo fulminaría si
pudiera. Cuando quiere, es borde entre los bordes. Levanto la voz, cabreado: “…que
no coño, que estaba concentrado, ¿vale?”. Se retira a su sitio: “Bueno, bueno,
no te pongas así…”. Levanto las dos manos. Muevo el ratón para que se quite el
salvapantallas, que no sé qué hace ahí. Ahora que estamos tan cerca, no nos
podemos parar. Compruebo. El programa aún está reconfigurándose. Y sigo. Sigo
pensando. Pensando fuerte. Esforzándome para sostener la cabeza recta.
Parpadeando. Soñando. Pero soñando despierto. Zzzzz…
II
Zzzzz… Abro los ojos. De golpe. ¿Eh, eh? Qué hora será. Al final sí que me
he quedado sopa. Espero que sólo por unos minutos. Por qué se me ocurriría
eliminar todos los relojes del laboratorio para que no estuviésemos
condicionados por el tiempo. Muevo el
ratón para matar al salvapantallas. Ya. Mmmmm… El programa está listo para
usarse. Grito con júbilo: “¡Gaetano, esto ya está!”. No lo veo. Estará sobado,
seguro. Bueno. Él se lo pierde. La impaciencia me puede. Me tiemblan las manos.
Estas gafas que estoy levantando pueden cambiar el curso de la Historia. Mejor
aún: corregirán la miopía con la que siempre se ha visto la Historia. Desconecto
el cable que las unía a la CPU. Me las ajusto. El cristal variable reconoce mis
dioptrías y se autorregula. Al principio veo un poco borroso. Pero ahora ya no.
Me miro al espejo. Montura fashion que cubre mis ojeras. Me levanto entumecido.
Y salgo de mi madriguera dispuesto a comprobar que el fruto de mis desvelos por
fin ha tomado forma.
III
Mmm… Aquella antediluviana Máquina de la Verdad es un cochecito de pedales
al lado de mi Filtro de las Apariencias… Por supuesto, esto que llevo puesto no
es un lector de pensamientos, pero ya
llegará el día, ya. Me asomo a la barandilla del corredor. Hay movimiento en el
Centro Superior de Investigación. Barullo a estas horas de la mañana. La gente
confluye en la entrada de este edificio que en su día fue construido con
pólvora de rey y que hoy apenas registra actividad por falta de fondos. “Buenos
días, Manfred”. “Buenos días, Quintín”. Ajajá. Me sonríe. Pero capto con toda
nitidez la tirria que me tiene. Todo por envidia, por supuesto. De mi
laboratorio salen inventos a porrillo y del suyo sólo blufes. ¡Eureka, parece que
este chisme funciona!
IV
Me doy la vuelta. Tengo que darle la buena nueva a mi discípulo. Corro
hacia mi despacho. Lo que intuía. Gaetano está roque tumbado en mi sillón. Le
corre la salivilla por la comisura de los labios. “¡Eh, eh, chicooooo!”. Pobre,
da un bote tremendo. “Ya lo tenemos”. Señalo las gafas que llevo puestas. “Y
parece que funciona”. Bosteza. Me las voy a quitar para que las pruebe. Pero
mientras exclama: “Biennnn, no te puedes imaginar lo que me alegro”,
inmediatamente detecto un resentimiento, un odio feroz, dirigido íntegramente hacia
mí. Como si fuera un: “yo puse el trabajo y tú recibirás las medallas”.
Instintivamente, doy entonces un paso atrás, me excuso: “huy, huy… me parece
que no van bien… voy a tener que revisar desde el principio lo que pasa”.
Gaetano se queda mudo, con las ganas ponerse las gafas. Yo salgo de nuevo al
corredor. Me muerdo los labios. Cierro los ojos. “Gaetano… ¿tú también, hijo
mío?”.
V
Voy por la calle. Ando deprisa bajo un cielo polarizado. No me quito las
gafas ni para… ni para eso que nadie puede hacer por mí. Ya era muy consciente
del alcance de mi invento. Ahora todavía más. Ahí baja la gente del trolebús al
que me voy a subir. Éste, éste por ejemplo. Se me va la vista detrás. Tanto,
que se da cuenta. ¡Es que se nota tanto que su opción sexual no es la que aparenta!
Me emociono. Funciona este chisme, funciona. Al final, me recrimina: “¡Oiga!
¿Le pasa a usted algo?”. “¿A mí? No, qué va”. “Pues haga el favor, deje de
mirarme de una vez”. Ya, ya miro hacia otra parte. Hacia el niño que va sentado
en el carrito. Me señala con el dedito y sonríe. En él, sí, en él todo es lo
que parece.
VI
(….)
X
Son varios días ya los que llevo siendo un pobre hombre pegado a unas
gafas. Tiempo suficiente como para estar seguro de que el sistema funciona sin
fisuras. He de reconocer que he pasado de la euforia al desencanto. He caído en
picado del entusiasmo feroz a la desilusión. Ya no encuentro tan revolucionario
haber sido capaz de salvar la barrera de las apariencias. Ya no. Porque las apariencias sostienen al mundo. No obstante,
es ley de vida. La tecnología sigue subiendo a velocidad de vértigo, y éste
artilugio que he preparado no deja de ser un escalón más. Me encuentro ahora a
punto de embarcar en el vuelo que me llevará a Tondon, donde me esperan en la
central de la Compañía que patrocinó mi proyecto. Voy pues, a presentar en
sociedad mi revolución. Que cómo voy. Con vaqueros y camisa a cuadros. Nada de
corbata y chaqueta. No quiero aparentar lo que no soy. Por supuesto.
XI
Calentaba motores la nave. Las azafatas, puestas una delante y otra detrás,
señalaban las salidas de emergencia y nos enseñaban a ponernos el chaleco
salvavidas. A mí me iban las pulsaciones a mil. Y más, después de lo que había
visto unos minutos antes, mientras accedía al avión. La saliva no me pasaba por
la tráquea. Habían sido tres segundos, al cruzarme con el comandante que tenía
que pilotar ese trasto con alas. Serio, alto, corpulento. Hermético e
impasible. Pero no para mis gafas. Vi que tenía un miedo atroz. Él, el propio piloto. Y
eso me ha generado un desasosiego impresionante. “No será nada, no será nada”,
me he repetido mil veces. Pero, de repente, no he aguantado más. Me he
desabrochado el cinturón. “Eh, oiga, ¿dónde va?”. “Me quiero bajar. Me quiero
bajar”. “No puede usted moverse ahora, haga el favor de tomar asiento”. “No,
no, que me quiero bajar”. Ante el numerito, todos los pasajeros mirándome y dos
azafatas tamaño XXL intentando aplacarme, se ha asomado el mismísimo comandante.
“No quiero volar con un piloto que está A-CO-JO-NA-DO”, he exclamado. Palabras
mágicas. Ahora espero en el cuartelillo de la guardia civil del aeropuerto.
Como no he facturado maleta, no han tenido que registrar equipajes para sacar
el mío. Y el avión ha salido, con mis gafas he notado perfectamente lo mucho que
temblaba su fuselaje, casi a su hora.
XII
Bullicio en la entrada del Centro Superior de Investigación. Subo por las
escaleras. Entro en mi despacho. Hola, encuentro a Gaetano que trabaja con su
portátil en mi despacho. Da un salto. “¡Quintín! ¿No era hoy cuando te ibas a
Tondon? Disculpa, me pongo en tu sitio porque aquí hay menos ruido”. Me guardo
las reprimendas. Con estas gafas veo claro su falsa sumisión. Me quedo solo.
Cierro. Después de tantas horas me quito la montura. Vuelvo a ver borroso. Pero
mi vista descansa. Es muy agresivo para los ojos tener que presenciar un choque
de realidad sin un manto de apariencia que la cubra. Me siento. Tantas horas
despierto, sin poder dormir, que ahora se me cierran los párpados. Se me
cierran. Zzzzz…
XIII
Zzzzz… Abro los ojos. De golpe. ¿Eh, eh? Qué hora será. Tanteo con las manos
encima de la mesa. Busco las gafas. No las encuentro. Ostras, ¿dónde las habré
dejado? Me levanto. Busco mejor. “¡Gaetanoooooo!”. Mi pupilo aparece a los diez
segundos por detrás de la puerta. “¿Has visto las gafas del Filtro de las
Apariencias?”. Niega con la cabeza. “No. Y me parece que cuando has entrado no
las llevabas puestas”. Contengo un suspiro. Le miro a los ojos. Capto su
monumental mentira, por impertérrito que se mantenga. Estamos así unos
segundos. Desafiándonos. Luego, le empujo suavemente y me abro paso. Hacia el
corredor. Casualmente por ahí transita Manfred. “Hola, Manfred”. “Hola Quintín”.
En sus amables pero falsas palabras, percibo a la legua una envidia contenida. Estoy
acelerado cuando salgo a la calle. Veo un poco borroso. Dónde estarán las
gafas, dónde. Cruzo la calle. Hacia la
parada del trolebús. Tropiezo con uno. Sí, es que veo un poco borroso. Pido
disculpas. Nadie lo diría. Pero yo sí. Ése es mariquita. Y aquel de allí, el de
la tienda de mascotas, noto la paradoja, odia a los animales. Miro hacia otra
parte. Hacia la criatura que viene sentadita en el carrito. Me saluda con su
manita y me dice adióssss, adióssss. Ella sí, todo ternura, sí es lo que
parece. Y yo, yo sin mis gafas del filtro de las apariencias, no soy ni parezco nada. Por
no ser, no debo de ser ni la sombra que se arrastra por el suelo pegadita a mí
cuando me muevo.
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