domingo, 14 de octubre de 2012

El Filtro de las Apariencias




I
Me tocan el hombro. “Quintín, Quintín… ¿te habías dormido?”. ¿Eh, eh? Doy un salto en el asiento. ¿Yo? ¿Dormirme? Qué va. Estaba pensando. Puede que estuviera pensando con los ojos cerrados. Pero de dormido, nada. Gaetano vuelve a la carga: “…es que me parecía que roncabas un poco”. Lo fulminaría si pudiera. Cuando quiere, es borde entre los bordes. Levanto la voz, cabreado: “…que no coño, que estaba concentrado, ¿vale?”. Se retira a su sitio: “Bueno, bueno, no te pongas así…”. Levanto las dos manos. Muevo el ratón para que se quite el salvapantallas, que no sé qué hace ahí. Ahora que estamos tan cerca, no nos podemos parar. Compruebo. El programa aún está reconfigurándose. Y sigo. Sigo pensando. Pensando fuerte. Esforzándome para sostener la cabeza recta. Parpadeando. Soñando. Pero soñando despierto. Zzzzz…

II
Zzzzz… Abro los ojos. De golpe. ¿Eh, eh? Qué hora será. Al final sí que me he quedado sopa. Espero que sólo por unos minutos. Por qué se me ocurriría eliminar todos los relojes del laboratorio para que no estuviésemos condicionados por el tiempo.  Muevo el ratón para matar al salvapantallas. Ya. Mmmmm… El programa está listo para usarse. Grito con júbilo: “¡Gaetano, esto ya está!”. No lo veo. Estará sobado, seguro. Bueno. Él se lo pierde. La impaciencia me puede. Me tiemblan las manos. Estas gafas que estoy levantando pueden cambiar el curso de la Historia. Mejor aún: corregirán la miopía con la que siempre se ha visto la Historia. Desconecto el cable que las unía a la CPU. Me las ajusto. El cristal variable reconoce mis dioptrías y se autorregula. Al principio veo un poco borroso. Pero ahora ya no. Me miro al espejo. Montura fashion que cubre mis ojeras. Me levanto entumecido. Y salgo de mi madriguera dispuesto a comprobar que el fruto de mis desvelos por fin ha tomado forma.

III
Mmm… Aquella antediluviana Máquina de la Verdad es un cochecito de pedales al lado de mi Filtro de las Apariencias… Por supuesto, esto que llevo puesto no es  un lector de pensamientos, pero ya llegará el día, ya. Me asomo a la barandilla del corredor. Hay movimiento en el Centro Superior de Investigación. Barullo a estas horas de la mañana. La gente confluye en la entrada de este edificio que en su día fue construido con pólvora de rey y que hoy apenas registra actividad por falta de fondos. “Buenos días, Manfred”. “Buenos días, Quintín”. Ajajá. Me sonríe. Pero capto con toda nitidez la tirria que me tiene. Todo por envidia, por supuesto. De mi laboratorio salen inventos a porrillo y del suyo sólo blufes. ¡Eureka, parece que este chisme funciona!

IV
Me doy la vuelta. Tengo que darle la buena nueva a mi discípulo. Corro hacia mi despacho. Lo que intuía. Gaetano está roque tumbado en mi sillón. Le corre la salivilla por la comisura de los labios. “¡Eh, eh, chicooooo!”. Pobre, da un bote tremendo. “Ya lo tenemos”. Señalo las gafas que llevo puestas. “Y parece que funciona”. Bosteza. Me las voy a quitar para que las pruebe. Pero mientras exclama: “Biennnn, no te puedes imaginar lo que me alegro”, inmediatamente detecto un resentimiento, un odio feroz, dirigido íntegramente hacia mí. Como si fuera un: “yo puse el trabajo y tú recibirás las medallas”. Instintivamente, doy entonces un paso atrás, me excuso: “huy, huy… me parece que no van bien… voy a tener que revisar desde el principio lo que pasa”. Gaetano se queda mudo, con las ganas ponerse las gafas. Yo salgo de nuevo al corredor. Me muerdo los labios. Cierro los ojos. “Gaetano… ¿tú también, hijo mío?”.

V
Voy por la calle. Ando deprisa bajo un cielo polarizado. No me quito las gafas ni para… ni para eso que nadie puede hacer por mí. Ya era muy consciente del alcance de mi invento. Ahora todavía más. Ahí baja la gente del trolebús al que me voy a subir. Éste, éste por ejemplo. Se me va la vista detrás. Tanto, que se da cuenta. ¡Es que se nota tanto que su opción sexual no es la que aparenta! Me emociono. Funciona este chisme, funciona. Al final, me recrimina: “¡Oiga! ¿Le pasa a usted algo?”. “¿A mí? No, qué va”. “Pues haga el favor, deje de mirarme de una vez”. Ya, ya miro hacia otra parte. Hacia el niño que va sentado en el carrito. Me señala con el dedito y sonríe. En él, sí, en él todo es lo que parece.

VI
(….)

X
Son varios días ya los que llevo siendo un pobre hombre pegado a unas gafas. Tiempo suficiente como para estar seguro de que el sistema funciona sin fisuras. He de reconocer que he pasado de la euforia al desencanto. He caído en picado del entusiasmo feroz a la desilusión. Ya no encuentro tan revolucionario haber sido capaz de salvar la barrera de las apariencias. Ya no. Porque las apariencias sostienen al mundo. No obstante, es ley de vida. La tecnología sigue subiendo a velocidad de vértigo, y éste artilugio que he preparado no deja de ser un escalón más. Me encuentro ahora a punto de embarcar en el vuelo que me llevará a Tondon, donde me esperan en la central de la Compañía que patrocinó mi proyecto. Voy pues, a presentar en sociedad mi revolución. Que cómo voy. Con vaqueros y camisa a cuadros. Nada de corbata y chaqueta. No quiero aparentar lo que no soy. Por supuesto.

XI
Calentaba motores la nave. Las azafatas, puestas una delante y otra detrás, señalaban las salidas de emergencia y nos enseñaban a ponernos el chaleco salvavidas. A mí me iban las pulsaciones a mil. Y más, después de lo que había visto unos minutos antes, mientras accedía al avión. La saliva no me pasaba por la tráquea. Habían sido tres segundos, al cruzarme con el comandante que tenía que pilotar ese trasto con alas. Serio, alto, corpulento. Hermético e impasible. Pero no para mis gafas. Vi que tenía un miedo atroz. Él, el propio piloto. Y eso me ha generado un desasosiego impresionante. “No será nada, no será nada”, me he repetido mil veces. Pero, de repente, no he aguantado más. Me he desabrochado el cinturón. “Eh, oiga, ¿dónde va?”. “Me quiero bajar. Me quiero bajar”. “No puede usted moverse ahora, haga el favor de tomar asiento”. “No, no, que me quiero bajar”. Ante el numerito, todos los pasajeros mirándome y dos azafatas tamaño XXL intentando aplacarme, se ha asomado el mismísimo comandante. “No quiero volar con un piloto que está A-CO-JO-NA-DO”, he exclamado. Palabras mágicas. Ahora espero en el cuartelillo de la guardia civil del aeropuerto. Como no he facturado maleta, no han tenido que registrar equipajes para sacar el mío. Y el avión ha salido, con mis gafas he notado perfectamente lo mucho que temblaba su fuselaje, casi a su hora.

XII
Bullicio en la entrada del Centro Superior de Investigación. Subo por las escaleras. Entro en mi despacho. Hola, encuentro a Gaetano que trabaja con su portátil en mi despacho. Da un salto. “¡Quintín! ¿No era hoy cuando te ibas a Tondon? Disculpa, me pongo en tu sitio porque aquí hay menos ruido”. Me guardo las reprimendas. Con estas gafas veo claro su falsa sumisión. Me quedo solo. Cierro. Después de tantas horas me quito la montura. Vuelvo a ver borroso. Pero mi vista descansa. Es muy agresivo para los ojos tener que presenciar un choque de realidad sin un manto de apariencia que la cubra. Me siento. Tantas horas despierto, sin poder dormir, que ahora se me cierran los párpados. Se me cierran. Zzzzz…

XIII
Zzzzz… Abro los ojos. De golpe. ¿Eh, eh? Qué hora será. Tanteo con las manos encima de la mesa. Busco las gafas. No las encuentro. Ostras, ¿dónde las habré dejado? Me levanto. Busco mejor. “¡Gaetanoooooo!”. Mi pupilo aparece a los diez segundos por detrás de la puerta. “¿Has visto las gafas del Filtro de las Apariencias?”. Niega con la cabeza. “No. Y me parece que cuando has entrado no las llevabas puestas”. Contengo un suspiro. Le miro a los ojos. Capto su monumental mentira, por impertérrito que se mantenga. Estamos así unos segundos. Desafiándonos. Luego, le empujo suavemente y me abro paso. Hacia el corredor. Casualmente por ahí transita Manfred. “Hola, Manfred”. “Hola Quintín”. En sus amables pero falsas palabras, percibo a la legua una envidia contenida. Estoy acelerado cuando salgo a la calle. Veo un poco borroso. Dónde estarán las gafas, dónde. Cruzo la calle. Hacia  la parada del trolebús. Tropiezo con uno. Sí, es que veo un poco borroso. Pido disculpas. Nadie lo diría. Pero yo sí. Ése es mariquita. Y aquel de allí, el de la tienda de mascotas, noto la paradoja, odia a los animales. Miro hacia otra parte. Hacia la criatura que viene sentadita en el carrito. Me saluda con su manita y me dice adióssss, adióssss. Ella sí, todo ternura, sí es lo que parece. Y yo, yo sin mis gafas del filtro de las apariencias, no soy ni parezco nada. Por no ser, no debo de ser ni la sombra que se arrastra por el suelo pegadita a mí cuando me muevo. 

No hay comentarios:

Publicar un comentario