I
Aún es de noche. Como el cielo está despejado, el relente cala todavía más
en los frágiles huesos de Ingrid y el frío intenso acogota sus sentidos. Encima,
hoy, se ha resentido de la espalda. Gorro, bufanda vuelta y vuelta, cubriéndole
el cuello, grueso chaquetón de paño, guantes de lana y botas por encima del
pantalón hasta casi la rodilla. Más ropa no porque no le cabe. Su figura enjuta
y encorvada avanza pisando las hojas que
cubren la doble acera de la avenida del Mar. Ahí quedan todavía huecos para
aparcar en batería. En menos de dos horas, eso será misión imposible. Ella da
pasos cortos y rápidos. Arrastra los pies. Sube las escalerillas de la entrada
principal. Y accede al edificio empujando con todas sus fuerzas una
desvencijada reja de hierro. Atraviesa el atrio, dejando atrás el eco de sus
tacones. Se cruza con la señora de la
limpieza del turno de noche. Ingrid no saluda. Pero no es por antipatía, que
también. Es porque va absorta. Bulle en su cabeza todo lo que tiene por hacer,
ahora que estará más tranquila, antes de que aparezcan los doctorandos, y la
interrumpan continuamente con preguntas absurdas. Sobre todo esa muchacha…
Tessa. ¿Cabe más dejadez e ineptitud? Lo
duda mucho. Llega por fin ante una doble puerta que ya no admite más capas de
barniz. Saca una enorme llave de hierro macizo. Como si fuera a abrir la puerta
de un castillo medieval. Chirrian las oxidadas bisagras. Bienvenida al
laboratorio de madam Curie. Al rincón antediluviano que nadie quiso y que por
eliminación, le asignaron a ella. Clinck. Se hace una luz fría, parpadeante,
sobre los bancos abarrotados de matraces, agitadores y material de vidrio. Olor
denso y desagradable en un espacio mal ventilado. En tres minutos su olfato se
habrá acostumbrado y ya no lo percibirá. Descarga el bolso que ya le
descoyuntaba el hombro. Cuando entre en calor empezará a quitarse el chaquetón
y le cabrá la bata que fue blanca al principio de los tiempos, con el bolsillo
superior cargado de valiosísimos rotuladores permanentes. Rotuladores
permanentes: Especie protegida en vías de extinción en los laboratorios de
química por falta de presupuesto. Mientras, cada día hace lo mismo. Arrastra
una banqueta y la pone en medio. Luego va hacia su mesa, y se sienta con la
urgencia de plasmar todo lo que venía rumiando por el camino antes de que se le
vaya de la cabeza. Fuera, todavía faltan muchos minutos para que se apaguen las
farolas de la calle.
II
Veinte veces. Tessa ha bordeado veinte veces la banqueta que sigue por ahí
en medio, se ha acercado a Ingrid con el
balón de 100 mililitros esmerilado, la ha interrumpido y le ha preguntado:
“Ingrid…. ¿y ahora qué hago?”. Veinte veces Ingrid se ha mordido la lengua, ha
dejado lo que se traía entre manos, ha contado hasta veinte antes de responder,
y provista de una paciencia casi infinita, le ha dicho paso a paso, punto por
punto, lo que viene a continuación. Ingrid no duda que la chica le escucha. Lo
que cuestiona es si retiene la explicación. Porque, a lo que parece, en veinte
segundos más la ha olvidado. Cuando Tessa contraataca y vuelve la vez que hace
veintiuno, en lugar de preguntar “y ahora qué hago”, lo cambia por un “bueno…
esto ya lo dejo para mañana, que es tarde”. A Ingrid se la llevan los demonios.
Cómo que mañana. Cómo que es tarde. La buena señora ha aparecido casi a las
once. Aún no son las tres y media y ya está diciendo que mañana más. Pero dónde
se cree que está. ¿En un balneario de spa? Va a decírselo. Por ahí no pasa. No
y no. Es justo cuando el balón esmerilado se le escurre a Tessa de entre los
dedos. Y en veinte centésimas de segundo va al suelo. Y se hace pedacitos. Con
la última solución de mimetol que quedaba. La cara de Ingrid es un poema. La
cólera le sube desde el estómago. Qué has hecho, niña, qué has hecho. Los
últimos miligramos de mimetol. No hay más. Y no queda dinero para comprar más.
El mimetol a tomar por saco. Ingrid estalla: “No sé dónde te crees que estás tú.
Vienes cuando quieres. Te vas cuando te da la gana. No prestas atención. No
sabes, no quieres saber. No trabajas, no quieres trabajar…”. Desde los
laboratorios adyacentes acuden y se asoman al escuchar el alboroto. Ingrid se
acuclilla con dificultad en el suelo. Intenta salvar las trazas del reactivo,
aunque sabe que eso es inútil. Ahora la ira se le desborda y sigue bramando: “…recapacita
porque si de verdad es a esto a lo que te quieres dedicar, ya te digo yo que te
busques otra cosa, porque definitivamente tú no sirves”. Tessa está muda. Roja.
Se quita su blanquísima bata. Recoge de la percha de su taquilla el abrigo. Y,
sorteando la banqueta que está por el medio, sale sin despedirse. Ingrid la
persigue: “Y conste que, cada día he puesto adrede esta banqueta en el medio…
con toda la intención… para ver si te dabas cuenta de que es un estorbo, y que
lo que procede con lógica es apartarla, no rodearla como has venido haciendo tú
mil veces… ¿me oyes?”. Ingrid entra de nuevo en el viejo laboratorio. “¡Inútil,
torpe!”. Está sola ahora. Intenta calmarse. Pero no puede. Se dice a sí misma: “Míralo:
el mimetol, todo a la mierda”.
III
Sí, aún brillan las estrellas. Ingrid se pregunta qué está haciendo ella
ahí. Divisa con perspectiva el principio de la Avenida del Mar. En esta
madrugada transparente la luna llena se oculta tras las montañas del oeste. No
siente frío en sus mejillas. Ni cansancio. Ni se acuerda de su espalda. Sólo un
poquito de vértigo. Pasa por encima de las hojas caídas desde unos árboles que
encuentra muy robustos. Coches brillantes y deslumbrantes a sus ojos abarrotan
el margen de la acera. Incluso en doble fila. Por cierto, dónde para la reja de
hierro forjado. Dónde. En su lugar, una cristalera glaseada, se abre por la
mitad a su paso. Suelo reluciente, mármol pulido. Un robot silencioso aspira y
pasa la mopa en el atrio deslumbrante. Ingrid se frota los ojos. Esto será un
sueño, qué duda cabe. Sigue avanzando. Aquí, aquí es donde debería estar la
entrada a su castillo de Madam Curie… En su lugar encuentra una puerta
acorazada con apertura, clic, digital. Ingrid no da crédito. Dónde está su
laboratorio del alma. Dentro, madre mía, bancadas impolutas, vitrinas inmaculadas.
Luz natural. Aire puro a su paso. Qué es todo ese orden. Eh, ahí, una señora con una bata. Le preguntará. Al
punto, Ingrid queda muda. Reconoce detrás de ese pelo gris, ese rictus, esos
ojos. Es Tessa. Seguro. Queda estupefacta. Tessa. En la mano, ella tiene una
publicación abierta por la primera página. Ingrid, no puede evitar releer el
título, “SÍNTESIS CON MIMETOL. Tal como predijo en sus modelos químicos la
doctora Ingrid Mesa treinta años atrás…”. La piel se le pone de gallina a
Ingrid. Va a hablar. Está emocionada. Pero la voz no termina de salirle. Tessa
se encamina hacia la entrada, como si no se percatara que ella está ahí. No
llega a salir. Simplemente arrastra una vieja banqueta, la pone en medio del
laboratorio y suspira en voz alta: “Ay, si Ingrid levantara la cabeza…”.
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