lunes, 17 de septiembre de 2012

Elogio de la imaginación




I
La verdad, Nino la acaba de ver en la penumbra del garaje donde él estaba poniendo el candado a su bicicleta. Y no lo ha dudado ni un instante. Es que es guapa. “Clap, clap, clap”. Así ha sonado el batir de sus chancletas saliendo a su encuentro. “¡Oye, oye!”. Ella se ha girado sorprendida. Confirmado: es muy guapa. Nino ha arqueado las cejas: “... ¿tú y yo no nos hemos visto en otra ocasión?”. A la chica le ha salido un gesto perplejo,  en blanco.  Él ha sonreído.  Buen momento para presentarse. Ya puede decirle: “De todas formas,  yo soy Nino. Estoy en la puerta 39”.  Pero no ha dado tiempo. Por detrás, ha surgido la sombra protectora y ahuyentadora de la madre, que venía cargada con la bolsa de la playa: “¿No irías tú al Colegio Bluefield?”. Glup. Mayday, mayday, abortada la operación “tu cara me suena”. Nino se ha enredado. Y ha reculado. “No, yo… bueno, simplemente me habrá parecido, pero no”. Madre e hija se han abierto entonces paso. Él ha hecho como que se había dejado algo en la bici. Mordiéndose los labios, con la cabeza gacha y una sensación cierta de zángano ha pensado entonces: “…seguro que Segis habría sacado partido de la situación”.

II
Las olas besan unas rocas desiguales que se amontonan sin encajar unas con otras. Parece una escollera más. Pero en realidad es la Base del Destino, una fortaleza muy bien camuflada. Segis y Nino han llegado allí cuando caía la tarde y el sol ya no era tan implacable. Han saltado de piedra en piedra haciendo equilibrios para no caer entre los intersticios. Y se han sentado en la punta del entrante, varios metros mar adentro. Ahí están seguros. De lo contrario, se activarían las alarmas y se pondría en marcha el protocolo de emergencia que, para empezar, a ellos los haría invisibles y para continuar paralizaría a cualquier intruso dejándolo como una estatua de bronce. Desde la Base, suelen contemplar en el horizonte cuanto sucede en el mundo. Con las piernas recogidas y puesta la vista en el agua los dos amigos llevan un buen rato hablando. Segis explica: “Hoy no he venido con el Jaguar. He escuchado un ruido sospechoso. Y lo he llevado a la planta piloto para que mis ingenieros lo chequeen. Alguien malintencionado podría haber contaminado el combustible con un virus”. Nino asiente: “Bien hecho. Cualquier precaución es poca… Por eso los investigadores de mi compañía están trabajando para que nuestro planeta no dependa más del petróleo como fuente de enrgía… Y tengo que decirte, amigo, que estamos a punto de conseguirlo”. Segis abre la boca maravillado. “¿Sí? ¿Y cómo?”. Nino prosigue con entusiasmo: “…teníamos la respuesta científica delante de nuestras narices y no la veíamos… hasta que contratamos a ese maestro relojero del que te hablé…”. “Ah, sí, el barbudo ése”. “…pues que sepas que ese barbitas ha adaptado la cuerda indefinida de los relojes al motor de los vehículos… ¡Y funciona! ¡Esta mañana yo mismo he venido volando con un prototipo de ultraligero, y sólo tenía que darle cuerda de vez en cuando,  así: ras-ras-ras!”. “Hm, hm”. De repente, han escuchado por detrás una voz distinta a la suya.  Otra vez: “Hm, hm”. Segis y Nino enmudecen en seco. Se giran. Se asustan. Se ponen de pie. A la defensiva. No han funcionado los controles de seguridad. Estaban demasiado abstraídos. Qué hace ésa ahí. Qué ha llegado a oír. Se les ha colado hasta la cocina. A menos de medio metro. Segis prepara los pulmones. Le va a decir. Con una señal, Nino le para. Es que es ella. La chica con la que intentó comunicar con el típico “yo a ti te conozco de algo”. Los tres respiran agitadamente. Ella mira ahora a Nino y le dice: “Sala de Esperas, urgencias del Hospital General en Mardebé. Hace cinco años. Soy Carolina”. Nino traga saliva. No se acuerda. Mierda. No se acuerda de aquel episodio. Segis, entonces se abre paso, y saltando entre las crestas de las rocas irregulares, se va, exclamando: “Bueno, mientras os aclaráis, voy a ver cómo han quedado mis ingenieros con lo del ruido del Jaguar”.

III
Tres minutos antes de abrirse la puerta, se ha escuchado un BROOOM, BROOOM de un coche prehistórico. Inconfundible registro sonoro el del trasto de Segis. Veterano de las ITV. Pero por lo menos aún les lleva y les trae a la fábrica cada día. Nino entra en la casa con un: “¡Soy yoooo, ya estoy aquíiiiii”. En el pasillo, se cruza con la suegra que, con los años que la conoce,  sigue igual de seca y envarada y que lo recibe con un: “yo ya me iba”. Acto seguido, besa a Carolina, su mujer, que habrá llegado no hace mucho también. “¿Y la peque?”. “En su habitación”. Nino prosigue su ruta por el piso. “Toc, toc”. Dentro está la princesa. “¿Se puede?”. La niña, monísima,  está seria, muy seria. “Pero… ¿qué te pasa, Carol, que pones esa cara?”. Ella resopla. “Me aburro. Me aburro como una ostra: no va la videoconsola”. Nino hace una mueca. Oh, oh. Esto es un drama. A los tres segundos, con el dedo suelta un chasquido. “Ya está”. ¿Sí? ¿El qué? Nino propone la solución: “¿Te vienes a dar una vuelta con el ultraligero de cuerda que he aparcado en el balcón?”. La niña abre los ojos. Se asoma de puntillas a la terraza por detrás de las cortinas. Macetas, sólo ve macetas. Luego se vuelve hacia su padre y sentencia: “Papi, tú flipas”. 

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