I
“Por la confianza que te tengo, Puri, y los años que os conozco, he
contactado contigo… Me habría sabido especialmente mal que hubieran procedido a
ejecutar al desahucio”. Ella está sentada en el despacho del director de la
sucursal. Con la espalda recta como un palo. Nadie los ve. Nadie los oye. A Puri
sólo le sale un hilillo de voz: “¿Y… a cuánto asciende el impago de mis
padres…?”. El del banco se ajusta las gafas. “Mmmm… El tema ha llegado a…”. Dice una cantidad. La mujer no puede evitar
cerrar los ojos y ahogar un exabrupto.
Pero ya lo han hablado cien veces. Ahora eso ya no se puede refinanciar.
Ni poniéndose de rodillas. Es tarde para eso. “…esto ya no depende de mí, Puri”. Él no se explica cómo ellos, sus propios padres, no se lo contaron
antes. Ella en cambio sí. Abre su bolso. Saca la libreta de ahorros. Y le
indica: “Cúbrelo con lo que hay en esta cuenta”. Él toma la libreta y la
introduce en una impresora. Saltando de pantalla en pantalla, teclea unos
números. Imprime un justificante. “Firma aquí”. Nunca una firma tuvo un trazo tan
tembloroso. “Arreglado. Espero que, a partir de ahora, las cosas vuelvan a ir
mejor”. Puri se levanta. Las piernas apenas le sostienen. El saldo de la
libreta, raspando, se ha quedado con dos dígitos nada más.
II
A la chica de la Agencia, al verla entrar cinco minutos antes, le había
salido un saludo jovial, eufórico, rotundo. “¡Hey, Puri, qué alegría verte!”. Ahora,
sin embargo, está tragando saliva y ha cambiado su semblante. Se muestra sorprendida:
“Qué me estás diciendo. Cómo que anulas el viaje cuando faltan diez días. Pero
por qué, mujer, con la ilusión que te hacía…”. Firme: “No, no. No puede ser. Yo
lo siento mucho, pero ahora ya no te puedo devolver la señal”. Intransigente: “Sí,
sí: tú léete bien el precontrato y verás cómo explica lo que se entiende por
causas justificadas...”. Y finalmente, cuando
Puri acaba de salir y ya no la puede oír, despectiva: “Ya sabía yo que una
mosquita como ésa, con tanta ansia, con tanta ínfula, que mira que ha dado por
saco dándole mil vueltas a todo, tenía que acabar cancelando… ¡Mucho era ese
viajecito para ella!”.
III
Ya le pesa hasta la cofia que le cubre el pelo. Puri enjuaga los platos y
los apila en el escurridor. Ahora parece que respiran un poco. Pero hace una
hora, aquello era el acabose. A los clientes no les gusta esperar y todo eran
prisas. Las tres cocineras se multiplicaban en un miniespacio de cuatro metros
cuadrados y no daban tregua a la plancha. Puri, una de ellas. Mientras, la voz
exigente del camarero principal, Lalo “el Pincho”, las apremiaba: “¡Eh, que me
faltan todavía las bravas para la mesa diez!”. Va, va, ya va. Bufff.
Afortunadamente, en el bar han empezado a bajar ya los decibelios. Sólo en una
mesa las risotadas atragantantes se suceden. Será que sus ocurrencias están
siendo buenas. Lalo, un poco más templado,
se acerca a la cocina: “Ay, ay, Cocinillas, esta semana que viene no sé
cómo nos las vamos a apañar sin ti”. Ella
se queda de piedra. No le ha dicho que finalmente no se va a ninguna
parte. No ha encontrado hueco. No ha sabido cómo. No se ha atrevido. Y han ido
pasando los días. Lalo se resigna: “…ahora, tú te mereces unas buenas
vacaciones y espero que, por lo menos, te lo pases de miedo”. Puri entorna los
ojos. Se le resbala un plato. Se rompe. Lo pasará de miedo, eso seguro.
IV
No puede faltar nada en la puesta en escena. Puri repasa la maleta por si
falta algo. Luego se encoge de hombros: Si falta, que falte. Abre la puerta de
su pequeño piso. Sale. Cierra tras de sí. Dos vueltas de cerrojo. Y empieza a
bajar lentamente las escaleras. Puri cuenta atrás mentalmente. Cinco, cuatro,
tres, dos, uno, cero. ÑIIIIIIIIC. Crujen las bisagras de la puerta de Mariló,
la vecina. No falla. “Te he oído y me he dicho: voy a decirle a Puri que se lo
pase en grande, que disfrute como una niña y que me lo cuente todo a la
vuelta…”. “No voy a tener mucho que contar, es sólo una semana”. La vecina se
ríe. “anda que si, con la murga que has dado, me voy de viaje, me voy de viaje,
después no me cuentas nada, es como para no volver a hablarte ni dirigirte la
palabra…”. Puri ya llega al patio con los brazos machacados por el peso del
maletón. Mariló le estampa dos besos. “¿Tú ves cómo las cosas buenas van
llegándote poco a poco?”. Y ella, con el aire fresco de la calle piensa que sí,
que es verdad, que cuando se queja de su suerte, se queja de vicio.
V
En ese mostrador, el número 13, facturan los equipajes del vuelo que ya no
tomará. Menuda cola hay. Un montón de niños revolotean excitadísimos alrededor
de los carros que portan sus papás. Puri se detiene en la fila. “¿Es usted la
última?”, le preguntan. Va a decir que sí, pero es que no. “No, no, pase”.
Sigue hacia delante. Mira de nuevo. Se asegura. Que no haya nadie conocido en
la terminal. No, por favor. Se encasqueta unas gafas y cubre su cabeza con un
pañuelo. Ya no parece ella. Sube por la escalera mecánica hacia arriba, al
mirador. Atraviesa las mesas vacías del restaurante. Visualiza “su” avión,
pegado a un dedo extensible por donde embarcarán los pasajeros. Ése. Y espera.
Muchos minutos más tarde, el aparato maniobra y lentamente se dirige a la pista
de despegue. Intermitentes en los extremos de sus alas. A la de una, a la de
dos, a la de tres. Se lanza, toma impulso, y emprende el vuelo. Sube, sube, se
aleja. Y Puri, con la sensación de que ella va dentro, lo sigue mirando, hacia
el cielo, entre nubes, hasta que se convierte en un punto que desaparece en el
infinito.
VI
Es medianoche. Silencio en la calle, junto al portal. Ella vuelve de
puntillas. Nadie por este lado. Nadie por el otro. Sigilosamente. Que no
chirrie la puerta. Puri no respira. De repente, dos ojazos la iluminan. Susto
de muerte. Shhhhhhh. Es Lachata, la gata
de Mariló. Qué hace ahí, suelta. “Gatita buena, no maúlles, no me descubras. No
me has visto”. Sube la escalera. Hasta la llave quiere hacer ruido. Pasa como
un fantasma. No enciende la luz. Se descalza. Que no la oigan ni los de abajo.
Ella, en estos instantes, debería estar entrando en el hotel del parque temático,
en el Palacio de las Hadas. Le habrían dado una suite. Pero ahora es una intrusa
en su propio pisito. No se asoma ni a su habitación. Se deja caer en el sofá. Repara
en el móvil. Se lo piensa. Lo enciende. PI-PI-PI. Ha entrado un mensaje. Le
tiembla el pulso. Es de Lalo. “Hola, Cocinillas, ¿has llegado bien?”. No sabe
qué hacer. Finalmente, escribe. “Avión con retraso. Vuelo con turbulencias.
Hotel impresionante. Seguro que os las apañáis bien sin mí. Abrazos mágicos”.
Después, apaga el teléfono. Y cierra los ojos. Pero no puede dormir. Será, eso
piensa, por el mareo que le dio cuando lo de las puñeteras turbulencias, que
todavía le dura.
VII
Abre los ojos. Ya se cuela el sol entre las cortinas. Lo primero que hace
Puri es consultar en internet qué tal tiempo hará hoy en el Parque del Palacio
de las Hadas. Ve un dibujo con nubes grises y gotitas para todo el día.
“¡Mecachis!”, suelta con un chasquido de dedos, “¡y yo me he dejado el
chubasquero en casa!”. Pasa el resto del día tumbada en el sofá. De tanto en
tanto llegan hasta sus oídos los gritos de Mariló, que mira que tiene la voz de
pito. Lee todo lo que le aparece en el ordenador sobre las Hadas y su palacio
encantador. Las horas parecen transcurrir lentas, pero finalmente acaba anocheciendo
el que es su segundo día de viaje. Se acuerda del móvil. Lo enciende. Espera.
No. No entra ningún mensaje. Se ensombrecen sus ojos y piensa: “Ya te vale,
Pincho Lalo, hoy podrías haberte acordado un poquito de mí”.
VIII
Es de día otra vez. Tras la ducha silenciosa, por favor que las cañerías no
la delaten, se ha puesto delante del ordenador y ha capturado en una página web
una foto preciosa del Palacio de las Hadas. Parece mentira que un sitio tan
hermoso pueda existir. Después ha copiado una silueta suya. Y la ha pegado.
Pasa horas y horas retocando la imagen. Variando sombras. Perfilando píxeles.
Pero es desesperante. Esto es más difícil que hacer una tarta de tres
chocolates. Cada vez, el resultado es peor. Canta por soleares. Maldice al
programita. Las opciones “borrar bolsas de los ojos”, “realzar pectorales”, o
“eliminar cartucheras” salen muy bien. Pero ella sigue quedando como un pegote
y no es creíble que realmente se encuentre ahí. Termina por darle al botón
suprimir, por enviarlo a la papelera de reciclaje y, sin oportunidad para
arrepentirse, por vaciar la susodicha papelera. Cuando desiste de conseguir una
buena evidencia de haber pasado por el Palacio de las Hadas, es de noche otra
vez. Busca el móvil. Lo mira. PI-PI-PIIII. Atropelladamente entra un mensaje.
Bien. De Lalo, claro. “¡Hola, Cocinillas! Si te seduce la gastronomía mágica
del país de las hadas, toma buena nota y la incluiremos en nuestra carta… Ya te
lo puedes estar pasando chupi, porque he de confesar que te echo de menos”.
Puri piensa. Escribe. “Los bufets de aquí son variadísimos. De los que no sabes
por dónde empezar ni cuándo acabar. Pero nada como nuestros estupendos platos.
Abrazos”. Según le da al botón enviar, Puri abre una bolsa de pan integral
tostado, y muerde una tostada. Esta noche es su cena.
IX
Estaba adormilada. Pero de repente ha escuchado un ruido. ¿Eh? Alguien
hurga en la cerradura. A Puri le entran mil y un temblores. ¿Quién está
intentando entrar en su casa a estas horas de la noche? Inspecciona en la
penumbra alrededor suyo, en busca de algo contundente… No encuentra nada. Sí, la
botella de agua, que es de cristal. La
coge del cuello, a forma de empuñadura. Servirá para abrirle la cabeza al
ladrón si se tercia. Mientras, roook,
roook, dos vueltas al cerrojo. Quien quiera que sea lleva llave. Corazón a tope.
Nudo en la boca del estómago. Suda por la sien. Se abre la puerta. Y escucha un
ronco: “¡Gata de mierda, tira para allá!”. Esa voz… esa voz… Puri contiene un
grito. Es la voz de su padre. Sí, es su padre. Qué hace ahí. Instintivamente, ella
da un salto por encima del respaldo del sofá. Cae sobre el gres en mala
postura. “Ay, ay”, gime, “mi hombro”. Cinco segundos más tarde Puri se
encuentra con dos ojos que la miran. Lachata otra vez. “Gatita buena, no me has
visto”. El padre de Puri ya está dentro. Se hace la luz. Deslumbra a Puri en su escondite. “¡Shhhhh, bicho, fuera de aquí!”. La gata lo
torea como quiere y se escurre hacia la escalera. Plooom. Ahora se cierra la
puerta. Composición de lugar. Dos pasos al frente. Silencio falso. Una tos
bronquítica. Va directo a la alcoba. Cajones de la cómoda. Armario ropero. Abiertos.
“Dónde, dónde, dónde guardará la niña ésta…”. A Puri no se le va el
estremecimiento. Se muerde la lengua con fuerza. Los papeles vuelan por el
aire. El registro se prolonga, con pausas incluidas, dos larguísimas horas. “¿Sólo
esto…?”, le escucha decir. Cansinamente, el hombre devuelve lo revuelto al
sitio. A su manera. Va al baño. Tira fuertemente de la cadena. Los desagües
rugen haciendo temblar el patio de luces. Nuevos pasos. El padre mira hacia el
sofá. Se frota los ojos. Raro. Algo raro hay ahí. Se acerca a la mesita y
alcanza al móvil de Puri. Lo coge. Lo mira. Está parado. Ella reza lo que sabe.
Diez segundos más. Lo vuelve a dejar. Y se da la vuelta. Alivio. Está en la
puerta para salir. Una última ojeada. Hola, una bolsa de pan tostado. La recoge
también. Abierta. Mordisquea una rebanada crujiente. Abre. Apaga la luz.
PLOOOOOOM. Cierra. Dos vueltas a la cerradura. Dentro explota un llanto
incontenible. Encajonada detrás del sofá sigue Puri. De ahí no se moverá, no,
hasta bien entrado el nuevo día, no sea caso que a él se le ocurra venir de
nuevo.
X
Ni los céntimos, no ha dejado ni los céntimos. Ahora ya sabe por qué le
desaparecía dinero de tanto en tanto. Ahora sí que no le queda nada. Ahora no
tiene para el alquiler. El abatimiento da paso a la cólera. Y al odio. Mira hacia
el techo. Cuándo, cuándo acabará esto. Pasa el día hipnotizada. En internet
dicen que hace sol en el Palacio de las Hadas. Hoy, un poco antes de lo normal,
enciende su móvil. PI-PI-PIIIIIII. Mensaje. Lo lee con ansiedad. Lalo. “Estoy
por coger el próximo avión, encontrarte en el Palacio de las Hadas y decirte
allí lo mucho que te necesito”. Puri cierra los ojos fuertemente. Los abre. Sí,
desgraciadamente sigue ahí, en su minipiso. Le contesta, con mayúsculas, con
cuatro palabras: “¡NI SE TE OCURRA!”
XI
Todos los viajes acaban. Éste también. En un rato amanecerá el último día.
Puri estira el asa de su maleta. Otra vez la puesta en escena. “Espero no
olvidarme de nada”, murmura. Ahora pesa un poco más, claro, de los recuerdos
que se supone ha comprado. Se alía con el silencio, aunque escucha unos
ronquidos por detrás del tabique. “¡Caray, Mariló!”. Y sale a la escalera. “Lachata,
bonita, nos vemos en un rato”. Acurrucada en el escalón, la gata, impertérrita,
se deja acariciar. Puri ha pasado una semana sin pisar la calle. Llena sus
pulmones de aire fresco. Todo sigue igual. Pero todo es asombrosamente
distinto. Sobre todo en lo que, a partir de hoy, se refiere a sus padres.
XII
Según el panel, el avión tomará tierra a la hora prevista. Puri lo
comprueba. Va de incógnito, con sombrero y gafas oscuras. Estos son segundos de
mucho riesgo, porque aún no puede ser vista por nadie que la reconozca. Junto a
la puerta de salida se amontona ya gente que, con impaciencia, mira el reloj.
Van a recibir a los suyos. Estiran el cuello con ansiedad, a ver si por fin aparecen
por detrás del cristal translúcido en la zona de recogida de equipajes. En unos
minutos se producirán escenas emocionantes. Reencuentros. Abrazos efusivos.
Gritos. Besos. Todo aderezado con un desfile de maletas rodantes vapuleadas. Ahora.
Ya ha aterrizado, indica el luminoso. Ahora es el momento. Puri entra en el
baño. Hace equilibrios, entre la puerta, retrete y maletón. Gorro y gafas fuera.
Procede a cambiarse la camiseta. Es que aquí también las venden con dibujos del
Parque de las Hadas. Todo está calculado. Ésa que sale del baño parece otra. Es
Puri, transformada. Va directa. Se funde con el choque entre la oleada de gente
que llega y el espigón de gente que recibe. Caras felices casi todas. Ahora sí.
Ha regresado. Ya está aquí. Mmmm. No espera que la espere nadie. Avanza hacia
la salida de la terminal, mezclada con pasajeros y familiares. Es cuando, toc,
toc, alguien le toca la espalda, ella se gira y lo ve. A Lalo “El Pincho”. Es
él. Está ahí. De normal y sin su traje de camarero parece otro. Nudo en la
garganta. “Pero qué haces tú aquí…”. “¿Yo? Hacerte caso, Cocinillas”. Puri, al
pronto no entiende. Qué me estás contando. Pincho le enseña con una mano una
ramita de olivo y con la otra una postal. Es una postal del Palacio de las
Hadas. Con matasellos del País de las Hadas. La letra, inconfundible. ¡Es de
ella misma! Puri traga saliva. No entiende nada ¿Pero cómo? Lee: “Pincho, si
quieres triunfar conmigo tendrás que venir a recogerme al aeropuerto con una
varita mágica”. Se queda desconcertada, roja como un tomate. Lalo se justifica:
“Disculpa, no encontré otra varita: espero que sirva lo mismo”. La agita al
aire. Hale hop. Aparentemente todo sigue igual, “ding dong ding, por su
seguridad rogamos permanezcan atentos a su equipaje en todo momento”, pero para
ellos es como si alrededor no existiera nadie más. Encantamiento total. Se
alejan juntos, abrazados, hacia la boca del metro, y sus voces van
difuminándose con el ruido de fondo. “Por cierto… qué tal el viaje”. “…no, yo no
tengo la sensación de haberme ido”. “Ah, ¿No…? Pues tendremos que volver…”. “Los
dos”. Desde la escalera mecánica que baja al andén aún se les ve, pero ya no se
les escucha. Para que no queden dudas, sí, están diciéndose que a la primera
que puedan volarán, juntos, al Palacio de las Hadas.
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