I
Menudo mazazo. Ya sabía yo que estaba la cosa complicadísima. Que por todos
los sitios están metiendo la tijera. Los
putos recortes. Se han cargado un montón de interinos para este curso. A muchos
de los que conozco también. Pero a mí aún nadie no me había dicho nada. Y no
diciéndome nada, yo interpretaba que el tres de Septiembre, a las ocho y media
en punto, como un reloj, debía
presentarme en la puerta del Instituto para retomar por segundo año mis clases
de Trebolés. Buuuuffff. Eso era así hasta hace cinco minutos. Hoy es Viernes y
el tres de Septiembre es el Lunes que viene. Acaba de llamarme Damián, el
director. Que con todo el dolor de su corazón tiene que comunicarme que no va a
impartirse la asignatura de Trebolés este curso. Que sabe de mi valía, de mi
preparación. Que luchará para introducir la materia en el programa de formación
extraescolar, que… Ya no le escucho. ¿Ahora? ¿Ahora me lo dice? Le he colgado. Por
no enviarlo a la mierda. He pasado de la inquietud del “no sé qué pasará, pero
creo que sí” a la desesperación del “ya sé seguro que no estaré este curso”. Y no tengo plan B.
No quería tenerlo. Me he encerrado en la habitación, con la cabeza escondida
entre los brazos, y por mí, de aquí no saldría ya nunca. Fuera escucho pasos.
Murmullos. Son mis padres, que están con mis tíos, pasillo arriba, pasillo
abajo. Destaca la muy característica voz grave de mi tío Cipri, que recomienda:
“Dejemos al chico tranquilo ahora”.
II
Uaaaauuuhhh. ¡Bien, bravo, bien! Mi ostracismo ha durado apenas cuarenta y
ocho horas. Estaba sonando el móvil otra vez. Tropecientas llamadas perdidas. No
tenía ganas de hablar con nadie, pero he visto que esta vez era un número
desconocido, hoy Domingo, quién será a estas horas, y me he decidido a
descolgarlo. Una vocecilla lejana, con interferencias. “¿Serafín Seco?”. “Sí, soy
yo”. “Mire, soy Berta Aguas, le llamo del Colegio Catarsis, en Solopiensa.
Necesitamos un profesor de Trebolés para incorporarse ya la semana próxima”.
Eh, ¿sí? He saltado de la silla. Me han sobrevenido todos los temblores, todas
las preguntas atropelladamente. Cómo se han enterado de mi nombre. Dónde está
Solopiensa. Qué le ha pasado al anterior maestro. La señora Berta, ésta, como
se llame, ha ido contestando a cada duda, hasta que finalmente, por mi parte se
ha hecho el silencio. “¿Está usted interesado?”. “Naturalmente, claro que sí”. Tenía
que decidirme al instante, no sea que encuentren a cualquier otro mientras me
decido. Otra vez una lluvia de datos. Los he escrito en el margen de unos
ejercicios treboleses que tenía encima de la mesa. “Le esperamos el Lunes,
Serafín”. Clinck. He salido de mi habitación. Brazos en alto. “¡Biennn! ¡A
trabajar! ¡De lo mío!”. Mi padre y mi tío arreglaban la pata desencolada de una
mesa en la terraza. Mi madre y mi tía estaban en la cocina. Pensaba que se
alegrarían. Pero no, más bien lo contrario. “…eso está muy lejos”, ha murmurado
mi madre. “…te va a salir cuenta con paga”, ha comentado mi tío Cipri. “¿Tú te
lo has pensado bien?”, ha preguntado mi tía Tatiana. Y el remate de mi padre ha
sido: “…no pasaba nada porque te prepararas mejor este año unas oposiciones”.
He respirado hondo y me he vuelto por donde he venido. No sé de qué me extraño.
En estas cuatro paredes, mis padres y mis tíos hacen bloque común y los jarros
de agua fría son su especialidad de la casa.
III
Por este orden. Mi padre: “¿Llevas la documentación?”. La tía Tatiana: “Sal
con la cazadora puesta, allí tiene que hacer frío y tú ya sabes que tienes la
garganta delicada”. Mi madre: “Avisa cuando llegues”. Y el tío Cipri: “No
tengas que aguantar más de la cuenta. Si no te gusta lo que ves, te das media
vuelta y te vienes”. Me río. “Sí, sí, no os preocupéis”. Hasta esa línea
amarilla pintada en el suelo pueden llegar. Por ahí, el escáner, y detrás, a
buscar la puerta 13A. Estiran el cuello. Se ponen de puntillas. Me dicen adiós,
nene, adiós. Me avergüenzan un pelín. Ya vale, ya vale. Es que toda la gente me
mira. “¿Tarjeta de embarque, por favor?”. La muestro. “Chaqueta y todos los
objetos metálicos, incluido el cinturón, en la bandeja, por favor”. Últimos
besos al aire. Flota alrededor mío un ambiente de desazón. Luz verde. Puedo
pasar. Voy a lo desconocido. Rezo. En trebolés, claro.
IV
Me lo imaginaba más grande. Al Colegio Catarsis, me refiero. Resulta que
no. Es un edificio bastante nuevo, de dos plantas. Con un pequeño jardín en la
entrada. Y un patio que es un campo de futbito y poco más en la parte trasera.
Según me ha ido explicando Berta, la coordinadora, estuvieron a punto de cerrarlo.
Los alumnos ya tenían otros centros reasignados, a los que tendrían que acudir
en autobús. Pero una acción decidida (y económica) de los padres lo evitó en el
último momento. Mi clase es ésa. De la que más jaleo sale. No hablan, berrean.
Entro. Mi presencia impone una pequeña tregua. Hay una veintena de chavales,
calculo. No me dejaré influir por la primera impresión, no. Antes de nada,
antes de decirles quién soy y a qué vengo, antes de conocerles por su nombre,
tomo asiento. Extraigo un libro. Lo abro por la primera página. Lo he escogido
para el momento. Empiezo a leer. Vocalizando. “El valor de una lengua riquísima
que se remonta al origen de los tiempos”. En perfecto trebolés, la maravillosa
lengua de los cuatro principios que todos deberíamos hablar. Pienso que les va
a impactar. Que se quedarán impresionados. Pero, la verdad, no me hacen ni
puñetero caso.
V
Hoy se me ha pasado llamar a casa. A las doce de la noche ha sonado el
móvil insistentemente. Antes de saludar, antes de decir nada, desde el otro
lado he escuchado la voz de mi madre: “¿Te pasa algooooo?”.
VI
Dos días a la semana, durante el recreo de la comida, me toca vigilar el patio.
Desde la verja, observo los movimientos de los enanos que corren, se persiguen
y se desgañitan con sus estridentes chillidos. De repente, “chisss, chissss”,
me ha llamado un señor al otro lado de la valla, en la calle. ¿Es a mí? Allá
que he ido. “Mire, soy el papá de Milo… él se ha dejado la fiambrera en casa,
¿sería usted tan amable de dársela?”. Faltaría más. Ya sé quién es Milo, porque
destaca. Es pequeñajo, pero con un nervio gigantesco. Lo busco. Lo encuentro
enganchado de un columpio. “¡Miloooo! Tu papi me ha traído esto”. No muestra
excesivo entusiasmo. Se ve que no le va el menú. Salta al suelo en un hale-hop.
“¿Qué papi?”. Me descoloca la pregunta. ¿Acaso no tiene papi? “Pues el tuyo,
cuál va a ser”. “Sí, pero que cuál de los dos”. Ahí me ha dado. No sé qué
composición hacerme. Será que su madre tiene una nueva pareja, que hace las
veces de padre. O será que tiene dos papás. Algo de eso será. Señalo hacia la
valla, como diciéndole. “Ése es”. Pero ahí ya no hay nadie. No voy a entrar en
un maremágnum de descripciones con el crío, así que me encojo de hombros y me
retiro hacia mi rincón para seguir vigilando. De tanto en tanto, miro hacia la
calle, por si vuelvo a ver al papá de Milo. A uno de los dos, me refiero.
VII
Toc, toc. Llamo al despacho de la coordinadora, Berta Aguas. Ella fue la
que me contactó. Estoy llegando a mi límite. No sé si la interrumpo, pero me
tiene que atender. No, no y no tolero que nadie me toree. ¿Hay o no un compromiso
serio por parte del Colegio Catarsis con la asignatura de Trebolés? Quiero
saberlo. Berta, retira sus gafas de vista cansada, y afirma: “El colegio tiene
una orientación clara y definida por todos los idiomas, el Trebolés incluido,
por supuesto”. De acuerdo, entonces. Los alumnos no trabajan. Ninguno se salva.
Quiero convocar a todos los padres para exponerles mi disgusto. O se ponen las
pilas, o me los cargo a todos. Y los padres deben saber cuál es la conducta de
sus hijos. La coordinadora me pregunta: “¿Quieres que convoque a todos los
padres?”. Afirmativo. O se da un golpetazo encima de la mesa, o se rompe la
baraja. “Sea”, me contesta. Luego, se pone las gafas y sigue a lo suyo sin hacerme más caso. Por
lo visto, eso que hace ahora debe de ser también muy importante.
VIII
Me he quedado corto con la previsión de asistencia. Murmullos en un aula
repleta de gente adulta. Entro solemne. Recuento. No me salen las cuentas. Si
tengo cuarenta y seis alumnos, contando las dos clases, aquí como mucho
tendrían que haber venido noventa y dos padres. Pero hay ciento y la madre. Por
lo menos, cuatro por niño. Ah, carámbanos, me respondo a mí mismo, éstos son
los abuelos que vienen delegados por los papás. Me irrito. Mal empezamos.
Menuda falta de compromiso, también en casa, con el Trebolés, una materia tan
trascendente.
IX
Lo reconozco. A veces se me escurre el tiempo de las manos. A veces, me
aburro. Estoy pensando en escribir un cuento. En Trebolés, claro. Para que mis
alumnos lo lean, se enganchen al idioma y luego lo comenten conmigo en clase.
Barrunto la idea. No estaría mal, Serafín, me digo a mí mismo, que escribieras
una historia épica de un grupo de glóbulos rojos que son amigos y que batallan
a muerte contra unas bacterias invasoras. Una historia que podría estar pasando
dentro de nosotros mismos. Estos temas, a los nanos les van mucho. Pliiiiim.
Bombillita encendida. Para evitar incurrir en fallos de nomenclatura, para dar
verosimilitud a la historia y para familiarizarme con los conceptos básicos
como plaquetas, plasma, etc, he buscado a Santos, el profesor de Ciencias. Lo
he encontrado tomándose un cafetito. Le he dicho: “…me gustaría asistir a tus
clases cuando te toque hablar del cuerpo humano…”. Me ha mirado como a un bicho
muy raro. “…eres muy bienvenido cuando quieras”. Biennn. Así, ahora me saldrá
una historia mucho más redonda.
Los chicos me miran. Qué hace el Serafín en la clase del Santos. Pues nada,
ya os enteraréis, ya. Noto que los distraigo. Tengo la nariz taponada, he
olvidado pañuelo, y no sé qué hacer con estos malditos mocos. Los sorbo. Todo el
mundo lo escucha y hace como que no. Por lo demás, Santos explica con un tono
muy monocorde. Tomo apuntes en Trebolés. La verdad es que hasta a mí me cuesta
seguir a este buen hombre y entender todo lo que dice.
XI
Ésta es la tercera clase de Ciencias. Ya no me parece tan buena idea
escribir sobre unos esforzados glóbulos rojos que se hacen amigos y que van a
toda paleta a través de las autopistas arteriales. Iba yo por el cuarto bostezo,
cuando Santos ha empezado a explicar el tema de la reproducción. “Ah, eso”, los
chicos van de sobrados y, con sonrisitas, hacen ver que dominan la materia. Me
aplico. A ver cómo cuenta lo de la semillita y estas cosas. Santos se levanta
hacia la pizarra magnética. Escribe, “Reproducción trebolense”, “Cuatro
principios”, “zoide uno”, “zoide dos”, “vulo uno”, “vulo dos”. Flecha hacia
abajo. Forman un “cuatriembrión”. Veo a Milo, que está fabricando proyectiles
con papel de plata. Se me nubla la vista. Santos se da cuenta: “Serafín, ¿te
encuentras bien?”. Me acabo de caer del guindo. ”Sí, sí, no es nada”. Pero me
salgo de la clase. Estoy pálido. Si me pinchan ahora dudo que encuentren a
ninguno de los glóbulos rojos que pensaban protagonizar mi cuento trebolense.
XII
Llamo. Da tono. Una, dos, tres, a la cuarta descuelgan. Una voz muy grave
me pregunta: “¿Te pasa algo, Serafín?”. Respiro, respiro. Trago saliva. “¿Te
encuentras bien?”. Al final sólo digo: “Estoy bien, papá Cipri”. Ahora el
silencio viene del otro lado. Antes de que les cuelgue, me da tiempo a escuchar
en un susurro a la misma voz grave anunciando a mi otro papá y a mis dos mamás:
“el chico lo sabe”.
No hay comentarios:
Publicar un comentario