domingo, 26 de agosto de 2012

Soy distinto

  Nebulosa IC59_63. Imagen cedida por OnoR


I
Podría haberme dado cuenta mucho antes. Pero es que tampoco me había parado a pensarlo. Ha sido en este preciso momento. Yo estaba ahí, sentadito en la butaca del cine, cuando se han encendido las luces, la gente se ha puesto en pie, recogía sus chaquetas, se desperezaba, comentaba que vaya pasote de peli, y empezaba a desfilar.  Mientras, en la pantalla subían de abajo a arriba los títulos de crédito, y sonaba una canción: “…Hay un amigo en mí…. Hay un amigo en mí…”. Entonces lo he visto todo claro, muy claro. Me he quedado en estado de shock. “Roque, hijo, espabila, nos vamos a casa”. Es mi madre, que me tira de la manita. Mi descubrimiento es muy fuerte. Así sí que encaja ahora mi rompecabezas. “¡Roque! ¡Vamos!”.  Miro a mi alrededor con otros ojos. “¡Venga, chico, regresa a la tierra!”. Reacciono. Nunca mejor dicho. Acabo de descubrir que yo no soy como los otros. Soy distinto. Como de otro planeta.

II
Practico ahora el ejercicio “Mirarme a mí mismo”. Papel en mano frente al espejo. Cómo me ven. Cómo me veo… Y cómo soy en realidad. Cualidades pictóricas aparte, porque me salen churros de los de mojar con chocolate, mi verdadera silueta es acampanada. Estoy cubierto de pelos verdes ásperos que los demás obviamente no perciben. Tengo los ojos muy rojos. Y la boca pequeña. Con dientecitos de sierra. No tengo piernas, floto. Y mis brazos son cortos pero extensibles. ¿Orejitas? Tampoco. Oigo desde cada uno de mis poros. Voy guardando en el cajón el cuaderno con mis autorretratos para así tener una perspectiva de mi propia evolución. Una vez, que yo sepa, mi madre me ha pillado estos garabatos. Los ha visto uno detrás de otro. Al final, ladeando la cabeza, ha suspirado: “Roque, qué bichos más raros pintas”. Sonrío. Y desde el espejo distingo claramente mis dientecitos de sierra.

III
Deduzco que mis paisanos planetarios, en su momento y tras sesudos estudios previos, determinarían que lo mejor para profundizar en el conocimiento de la raza dominante en este planeta cutrecillo, era enviar a un infiltrado. O sea, al menda. De mí podrían extraer mejor y más directamente informaciones valiosísimas que les ayudarían a tomar decisiones estratégicas en un futuro galáctico. El cómo lo hicieron es un misterio para mí. Y lo que tampoco sé es si habrán mandado a más topillos, repartiéndolos por toda la geografía, o conmigo se les ha agotado el presupuesto. Eso es lo que me faltaba. Proceder de un mundo sin muchos posibles. Desde mi ventana abierta de par en par miro hacia el cielo estrellado, esperando una comunicación nítida y directa. Roque llamando a base. Roque llamando a base. ¿Me reciben? Cuando parecía que sí, que iban a conectar, se ha abierto la puerta de golpe, “¡Roque, mecachis! ¡Cierra inmediatamente! ¡Con el frío que hace vas a pillar una pulmonía!”. “Pero, pero mamáaa…”. No hay peros que valgan. Empujón, cachete y para adentro. Y fin de conexión. Es lo que tiene ser distinto. Que nadie te comprende.

IV
Ella tenía razón. He pillado una pulmonía de campeonato. Estoy muy malito. Ahora los médicos me están atiborrando a pastillas que remueven mi estómago. Estoy machacado. Tumbado en la cama y sin casi poder moverme. Algo ha debido afectar la fiebre a mi cerebro porque, de forma borrosa, voy recuperando imágenes delirantes de mi mundo. Ahí circulan muchos acampanados verdosos como yo por galerías inmensas. Todos hablan el mismo idioma y se entienden. No como aquí, donde hay casi tantos dialectos como personas. Qué maravilla. De repente, otra vez la puerta. Mi madre. La de aquí. “Qué, cómo está el enfermito. Te traigo un zumo y el antibiótico”. Me incorporo. De malhumor. Me cuesta tragar. Si mis paisanos planetarios hubieran querido, me habrían enviado un rayo sensorial y en un microsegundo me habrían puesto bueno. Pero no les debe dar la gana y aquí llevo yo una semana molido. Por favor, por favor, que envíen ese rayo cósmico ya, que yo luego les guardo el secreto.

V
Venga, vale, sí, lo reconozco. Me gusta cruzarme con Amy en las escaleras del colegio. Cuando ella baja y yo subo al tropel con la lengua fuera. He llegado incluso a hacer tiempo si veo que aún no ha salido de su clase. “Id vosotros, que ya os pillo”. Lo importante es coincidir y que nuestras miradas se encuentren al menos un segundo. Trato de imponer la razón en mi desordenada cabeza. Mi amigo Ulises hace chufla, “pero cómo te puede gustar esa tía...”. Yo me hago el indignado. “¿A quién? ¿A míiiii?”.  A él le niego la mayor. Pero lo cierto es que los verdosos pelos que me cubren y sólo yo veo enrojecen por momentos. Dónde está esa fina barrera entre el no fijarse yendo a mi bola y el sentir desazón si ella no pasa. Dónde. Yo creo que hace ya tiempo que la he cruzado.

VI
Paso por el escaparate de la tienda de fotografía casi a diario. Me detengo y observo con envidia los telescopios. Con uno de esos, a lo mejor, se ve mi planeta. Aunque sea como una pulguita en el infinito. Emulo a ET. Mi casaaaaaa. Uli me da una palmada en la espalda: qué haces, tío. Yo me recompongo. “Acompáñame dentro,  que voy a preguntar”. Lo normal. A un chiquillo como yo, el dependiente no le hace ni caso. “Oiga, oiga”. Con desgana gira la cabeza. Cuánto vale por favor uno de esos. Cúal. Ése. Me dice una cifra. Astronómica. Por eso es un telescopio. Uf, uf. Salgo sin decir adiós. Uli detrás, “¡eh, espera!”. Concluyo: Soy distinto, sí. Pero en eso, en mi poder adquisitivo, me parezco a la mayoría de los mortales que habitan este planeta cutrecillo.

VII
Difícil de explicar. Lo que hago aquí, sentado en este banco, mirando hacia la luna menguante como un pasmarote. Hace veinte minutos que Amy se ha levantado y se ha marchado sin darse la vuelta.  Y no va a volver. No. Uffff, lo duro que ha sido decirle que no puede haber un “nosotros”. No me salía cómo. “Soy distinto”, le he confesado. La palabra “distinto” le ha bloqueado. Iba a contarle que no soy de aquí, porque me da que ha entendido otra cosa. Pero no me ha dejado. “Todo está dicho entonces”, ha acertado a decir. El aire que mueve mis pelillos verdes en la frente intenta aliviar mi tristeza. A los de las estrellas les digo: “Qué, cabrones, ¿estáis contentos?”. Sólo recibo silencio. El de siempre. Se supone que yo no debo saber quién soy y, en cambio, lo sé. Mierda, mierda y tres veces mierda.

VIII
Será el azar el que me ha llevado a recorrer medio mundo. Mientras tanto, sigo dibujando en las páginas del cuaderno la imagen que devuelve el espejo de mí. Voy evolucionando. Más ancho, más verde oscuro, más amargado. Visito ciudades superpobladas y aldeas desiertas. Mis paisanos planetarios estarán procesando un montón de información, y seguramente me aplaudirán con las orejas que no tienen. La misión estará resultando un éxito. Datos y más datos. Mientras, en esta Tierra cutrecilla, la gente pasa el tiempo cabreada, discutiendo y machacándose entre sí. Se mira al ombligo como si no hubiera nada más. No saben la que les puede caer encima.

IX
Ha tenido que ser bajando unas escaleras, esta vez las de un centro comercial. Yo subía, Amy bajaba. Nuestras miradas seguramente se buscaban desde hace tiempo y esta vez sí que se han reencontrado. Cuánto tiempo. Nos hemos quedado paralizados unos instantes. Yo por lo menos. Ya no importa a dónde iba ni de dónde venía. Será casualidad, porque no creo en la magia. Pero del altavoz de la juguetería ha emergido esa canción que desde aquella película en aquel cine he escuchado tantas veces. “…no necesitas a nadie más, porque hay un amigo en mí…”. Esta vez sí. No me lo he pensado. Me he puesto a su lado y hemos seguido andando juntos. Entonces he percibido por cada uno de mis poros auditivos una vocecilla metálica que nunca jamás antes había escuchado. Nunca. Y se ha puesto a decir: “Base llamando a Roque… Base llamando a Roque… Base llamando a Roque”. ¿Ahora? ¿Ahora aparece? Haré como que no oigo nada. Estiraré mi brazo, que yo solo sé que es corto y extensible, para abrazar a Amy con todas mis fuerzas. Y después le cantaré a todo pulmón: “Ooooh, sí, hay un amigo en miiiiiií….”.  Y a la base, que le den. 

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