I
Desde detrás de la
cristalera de la cafetería Luna puede uno entretenerse a estas horas mirando la
gente que transita por la acera. Circula un hormiguero humano en todas las
direcciones posibles. Resuena un bullicio del que se escapan palabras sueltas
que pueden formar parte (o no) de conversaciones interesantes. ¡Yeropaaaa!. Hay
prisas. Corre, que llegamos tarde. Hay roces. Eh, a ver si miramos por dónde
vamos. Caras comunes. Caras nuevas. Caras hostiles. Caras desconocidas. Sí, con
todo eso puede uno pasar el rato si se sienta en una de las mesitas que se
encuentran pegadas a la cristalera de esta céntrica cafetería.
II
Mal sitio pues es ése
para quedar. Guadalupe lleva ya bastantes minutos esperando fuera. Respirando
fuerte. Dando paseítos cortos. Estirando el cuello, porque parece que ya viene.
No, falsa alarma. Se observa en el reflejo del ventanal. Va bien. El collar. El
vestido. El bolso. Los zapatos, que le quedan un poquito altos. En ésas está,
mirándose a sí misma, cuando por detrás aparece él, Efrén. Uf, qué susto. Saludo frío.
Intercambian unas palabras. Él mira su reloj y seguramente está disculpándose
por el pequeño retraso. Ella es posible
que le conteste que no pasa nada, que también acaba de llegar ahora
mismo. Segundos de indecisión. Él sugiere e indica la entrada de la cafetería.
Y ella concede y afirma. Bien, vale, entramos. Empieza a sonar de fondo una
canción de Mocedades, ésa que se titula, “Como Siempre”.
III
Desde la calle de las
Olas, si los transeúntes que discurren ahora cargados con sus bolsas, o tirando
de la correa de sus perros mirasen fugazmente hacia la Cafetería Luna, verían
al camarero uniformado con su chaquetita blanca y su pajarita negra,
depositando sobre la mesa un café largo para él y una taza de té con una jarrita
de leche para ella. Y al lado un ticket, con la cuenta. Guadalupe se aferra a
su bolso. Efrén no sabe qué hacer con las manos. “No has cambiado, sigues
siendo tú… y yo sigo igual que siempre”, dice la canción.
IV
Bueno. Empieza a
romperse el hielo. Efrén cuenta algo. Y ella lo corrobora sonriendo. Y lo
apuntala con detalles. “¡Ah, claro, ahora me acuerdo!”, parece que exclama él.
Algo le distrae. Un mensaje en el móvil. Lo mira apenas de soslayo. Pero ha
perdido el hilo. Su gesto expresa un: Disculpa, Guadalupe. Por dónde íbamos.
V
Ahora hay bullicio en la
cafetería Luna. Voces, gritos, risas
desde las mesas que están a reventar se unen al ruido estridente de los
platitos que, una vez enjuagados, caen unos sobre otros y saturan acústicamente
las canciones del equipo de música que al principio destacaban en el fondo de
la cafetería. Ellos se han aproximado. Guadalupe habla, cuenta, se explica en
un susurro y entorna los ojos. Él se muerde los labios. Participa con palabras
cortas. Sí. Vaya. Traga saliva. Bufff. Hay follón, lo que se dice follón, y da
la impresión de que en este momento, ellos están absolutamente solos en este
ruidoso mundo.
VI
De tanto ir y venir,
como si dirigiera una filarmónica, la mano ha dado de lleno en la tacita
causando el desparrame absoluto. Clinc, clanc, catacrás, al suelo. Efrén se
sofoca. Glup. Lo siento, lo siento. Se le ve el apuro en la cara. Busca
servilletas de papel para contener la riada. No, no ha sido nada. Pero
seguramente sí ha sido. Una mancha así de oscura sobre un vestido tan claro no
es algo que pase desapercibido. El camarero de la pajarita ya está ahí mismo
con un paño en la mano. Se ve que se lo veía venir y ya estaba preparado.
VII
A pesar la insistencia
de Efrén, con elocuentes expresiones de: “no, que no, que de verdad que no”; el
de la Luna ha traído otro café largo, que eso le puede pasar a cualquiera. A
partir de ahora, él se cruza de brazos, para esconder sus desmanotadas manos. Y
ella se retira un poco, por si acaso.
VIII
Oscurece en la calle de
las Olas. Se han encendido los halógenos del luminoso. Guadalupe consulta el
reloj. Huy, qué tarde. Hora de irse. Se levanta. Se alisa el vestido por
detrás. Efrén le cede el paso. Paga ella. Él se queda en segundo término. El
camarero devuelve el cambio. Una sonrisa amable, que los clientes son los
clientes, y un hasta la próxima. Fuera en la calle, empieza a soplar un viento
que se lleva volando el encantamiento que les poseía y les devuelve de un
plumazo a la realidad de aquel Sábado que termina.
IX
Efrén ha sacado unos
folios del bolsillo de la cazadora. Se los da a Guadalupe. Y le pregunta
orgulloso: “¿Qué? ¿He estado bien en el papel?”. Ella le perdona la vida con la
mirada. “De verdad, no. Has estado de pena”. Efrén se queda contrariado. Cómo
que de pena. Y ella se explica: “Mira: para empezar, él nunca habría tomado
café después de mediodía… y eso lo tenías bien explicitado en la primera
página…”. Efrén se excusa: “…bueno, ya, pero…”. Guadalupe ya no se corta:
“…además, estando conmigo, él no se distraería con el móvil”. Efrén, ahí, no tiene excusa. “Y bueno, chico, lo del
acento te lo has trabajado bastante bien… pero te doy un suspenso en la
expresión corporal… has estado más tieso que un palo, y cuando te has movido ha
sido para tirarme el café por encima”. Silencio. Ambos están en el paso de
peatones, esperando la luz verde. Efrén encoge el cuello. Apenas le sale un
hilillo de voz entrecortada, parecería que puede empezar a hacer pucheritos,
“…entonces… ¿no me darás otra oportunidad? ¿no me volverás a llamar?”. Semáforo
verde. Avanzan. Ella dice escuetamente: “No sé”. Sus caminos se bifurcan ahí.
Más silencio. Con la de gente que pasaba hace un buen rato, ahora no queda un
alma. “Guadalupe”, le dice él, “yo, a diferencia de ese capullo, te hubiera dicho
que SÍ”. Ella encaja la frase como si no la oyera. Gira la cabeza y empieza a
andar y no dice ni adiós. Seguirá sin entender por qué él se fue por mil veces
que intente reconstruir aquel episodio. Efrén se queda quieto como una estatua
mientras ella se aleja. Al tiempo, a Guadalupe le viene a la memoria ese final
de la canción de la tarde, con coro incluido, in crescendo: “un segundo, y
después, tú a lo tuyo y yo también, como siempre, igual que aquella veeeez”.
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