domingo, 10 de junio de 2012

Papel



I
Desde detrás de la cristalera de la cafetería Luna puede uno entretenerse a estas horas mirando la gente que transita por la acera. Circula un hormiguero humano en todas las direcciones posibles. Resuena un bullicio del que se escapan palabras sueltas que pueden formar parte (o no) de conversaciones interesantes. ¡Yeropaaaa!. Hay prisas. Corre, que llegamos tarde. Hay roces. Eh, a ver si miramos por dónde vamos. Caras comunes. Caras nuevas. Caras hostiles. Caras desconocidas. Sí, con todo eso puede uno pasar el rato si se sienta en una de las mesitas que se encuentran pegadas a la cristalera de esta céntrica cafetería.

II
Mal sitio pues es ése para quedar. Guadalupe lleva ya bastantes minutos esperando fuera. Respirando fuerte. Dando paseítos cortos. Estirando el cuello, porque parece que ya viene. No, falsa alarma. Se observa en el reflejo del ventanal. Va bien. El collar. El vestido. El bolso. Los zapatos, que le quedan un poquito altos. En ésas está, mirándose a sí misma, cuando por detrás aparece él,  Efrén. Uf, qué susto. Saludo frío. Intercambian unas palabras. Él mira su reloj y seguramente está disculpándose por el pequeño retraso. Ella es posible  que le conteste que no pasa nada, que también acaba de llegar ahora mismo. Segundos de indecisión. Él sugiere e indica la entrada de la cafetería. Y ella concede y afirma. Bien, vale, entramos. Empieza a sonar de fondo una canción de Mocedades, ésa que se titula, “Como Siempre”.

III
Desde la calle de las Olas, si los transeúntes que discurren ahora cargados con sus bolsas, o tirando de la correa de sus perros mirasen fugazmente hacia la Cafetería Luna, verían al camarero uniformado con su chaquetita blanca y su pajarita negra, depositando sobre la mesa un café largo para él y una taza de té con una jarrita de leche para ella. Y al lado un ticket, con la cuenta. Guadalupe se aferra a su bolso. Efrén no sabe qué hacer con las manos. “No has cambiado, sigues siendo tú… y yo sigo igual que siempre”, dice la canción.

IV
Bueno. Empieza a romperse el hielo. Efrén cuenta algo. Y ella lo corrobora sonriendo. Y lo apuntala con detalles. “¡Ah, claro, ahora me acuerdo!”, parece que exclama él. Algo le distrae. Un mensaje en el móvil. Lo mira apenas de soslayo. Pero ha perdido el hilo. Su gesto expresa un: Disculpa, Guadalupe. Por dónde íbamos.

V
Ahora hay bullicio en la cafetería Luna.  Voces, gritos, risas desde las mesas que están a reventar se unen al ruido estridente de los platitos que, una vez enjuagados, caen unos sobre otros y saturan acústicamente las canciones del equipo de música que al principio destacaban en el fondo de la cafetería. Ellos se han aproximado. Guadalupe habla, cuenta, se explica en un susurro y entorna los ojos. Él se muerde los labios. Participa con palabras cortas. Sí. Vaya. Traga saliva. Bufff. Hay follón, lo que se dice follón, y da la impresión de que en este momento, ellos están absolutamente solos en este ruidoso mundo.

VI
De tanto ir y venir, como si dirigiera una filarmónica, la mano ha dado de lleno en la tacita causando el desparrame absoluto. Clinc, clanc, catacrás, al suelo. Efrén se sofoca. Glup. Lo siento, lo siento. Se le ve el apuro en la cara. Busca servilletas de papel para contener la riada. No, no ha sido nada. Pero seguramente sí ha sido. Una mancha así de oscura sobre un vestido tan claro no es algo que pase desapercibido. El camarero de la pajarita ya está ahí mismo con un paño en la mano. Se ve que se lo veía venir y ya estaba preparado.

VII
A pesar la insistencia de Efrén, con elocuentes expresiones de: “no, que no, que de verdad que no”; el de la Luna ha traído otro café largo, que eso le puede pasar a cualquiera. A partir de ahora, él se cruza de brazos, para esconder sus desmanotadas manos. Y ella se retira un poco, por si acaso.

VIII
Oscurece en la calle de las Olas. Se han encendido los halógenos del luminoso. Guadalupe consulta el reloj. Huy, qué tarde. Hora de irse. Se levanta. Se alisa el vestido por detrás. Efrén le cede el paso. Paga ella. Él se queda en segundo término. El camarero devuelve el cambio. Una sonrisa amable, que los clientes son los clientes, y un hasta la próxima. Fuera en la calle, empieza a soplar un viento que se lleva volando el encantamiento que les poseía y les devuelve de un plumazo a la realidad de aquel Sábado que termina.

IX
Efrén ha sacado unos folios del bolsillo de la cazadora. Se los da a Guadalupe. Y le pregunta orgulloso: “¿Qué? ¿He estado bien en el papel?”. Ella le perdona la vida con la mirada. “De verdad, no. Has estado de pena”. Efrén se queda contrariado. Cómo que de pena. Y ella se explica: “Mira: para empezar, él nunca habría tomado café después de mediodía… y eso lo tenías bien explicitado en la primera página…”. Efrén se excusa: “…bueno, ya, pero…”. Guadalupe ya no se corta: “…además, estando conmigo, él no se distraería con el móvil”. Efrén, ahí,  no tiene excusa. “Y bueno, chico, lo del acento te lo has trabajado bastante bien… pero te doy un suspenso en la expresión corporal… has estado más tieso que un palo, y cuando te has movido ha sido para tirarme el café por encima”. Silencio. Ambos están en el paso de peatones, esperando la luz verde. Efrén encoge el cuello. Apenas le sale un hilillo de voz entrecortada, parecería que puede empezar a hacer pucheritos, “…entonces… ¿no me darás otra oportunidad? ¿no me volverás a llamar?”. Semáforo verde. Avanzan. Ella dice escuetamente: “No sé”. Sus caminos se bifurcan ahí. Más silencio. Con la de gente que pasaba hace un buen rato, ahora no queda un alma. “Guadalupe”, le dice él, “yo, a diferencia de ese capullo, te hubiera dicho que SÍ”. Ella encaja la frase como si no la oyera. Gira la cabeza y empieza a andar y no dice ni adiós. Seguirá sin entender por qué él se fue por mil veces que intente reconstruir aquel episodio. Efrén se queda quieto como una estatua mientras ella se aleja. Al tiempo, a Guadalupe le viene a la memoria ese final de la canción de la tarde, con coro incluido, in crescendo: “un segundo, y después, tú a lo tuyo y yo también, como siempre, igual que aquella veeeez”. 

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