domingo, 24 de junio de 2012

Cerrado por Matemáticas


I
No ha podido dejar de oírlo. Y eso que hay bullicio en las mesas del Café el Teatro. Es Tirso Callao quien así se expresa: “…mi hijo pequeño tiene un examen de matemáticas el mes que viene… como no lo saque bien, no podrá pasar de curso“. Desde la otra mesa, mientras estampa sonoramente el pito doble en el mármol, Luis Aparicio, tercia en una conversación que no era la suya y saca pecho, “para mí las matemáticas no tenían secretos”. Callao, que es dueño de medio pueblo, le coge del brazo, y le espeta: “Oye, Luis… ¿y tú no podrías?”. De repente, el silencio. Luis Aparicio intenta escurrirse: dirá que no tiene tiempo. Pero no cuela. Por el montón de horas que pasa aburrido en aquel local, nadie se lo va a creer. Tirso Callao insiste: “…te estaría muy agradecido”. Balbucea. No va a poder, no va a saber decir que no. Asiente. De acuerdo. Bien, bravo, palmada en la espalda. A Aparicio le suda la frente. Mientras, los contrincantes les han cerrado a blancas. Y con la de puntos que le han cogido, la partida de dominó seguramente ha terminado.

II
La casa debe de ser grande. Luis Aparicio conduce a lo largo del pasillo al joven Jaime Callao. Todas las puertas están cerradas, menos la del fondo, que es donde está el despacho. Montones de libros se reparten sin ningún orden en las estanterías. El mirador que da a la calle tiene los ventanales entreabiertos. La mesa está abarrotada de papeles. Aparicio abre hueco apilando una montaña como las del Himalaya. Con sitio despejado, indica al chico que se siente. Éste saca una carpeta de su bolsa. Y un libro. “Veamos”, dice el señor Aparicio ajustándose las gafas. Relee el primer renglón del temario. Y el segundo. Respira hondo. Está en blanco como un folio sin usar. Pero espera que no se le note.

III
Qué hora más eterna. El señor Aparicio casi empuja al joven Callao para desandar el pasillo de la casa. Le despide apresuradamente. “Nos vemos pasado mañana”, le recuerda el chaval. Cierra la puerta, cierra los ojos, cierra la boca, cierra las manos. Qué mal trago. Esto le pasa por hablar más de la cuenta. Por presumir tantas veces de lo mucho que sabe y de lo bueno que es delante de tanta gente. Por exagerar para destacar. Un momento. Aparicio abre los ojos. Regresa hacia su despacho. De exagerar nada. Enumera con sus largos dedos. Rompió el travesaño de una portería de un soberbio zurdazo. Subió el puerto del Ragudo en un tiempo que nadie ha conseguido igualar. Ganó tres años consecutivos el Torneo Internacional de Ajedrez de Gorroperdido. Obtuvo las mejores notas en el Instituto de su promoción. Sacó sus oposiciones, las que él quiso, a la primera. Le dieron la mención de honor a la fotografía más impactante de Mardebé. Sí,  esa imagen en la que todos pensamos, la hizo él. Escribió poesía de culto en cuatro idiomas. Que también, que domina cuatro idiomas. Ahí están, para quien la quisiera repasar. Desmontó de forma inapelable la hipótesis de los agujeros negros, aunque se siga hablando de ellos. Fue consejero económico del presidente del  gobierno. Que mejor le habría ido si le hubiera hecho más caso. Luis Aparicio para. Es que le faltan dedos. Hoy no tiene ganas de salir de casa hacia el Café el Teatro. Evitará la ocasión de que le pregunten por su primera clase de mates al pequeño de los Callao. Por eso se dirige hacia la nevera. Para cenar se preparará algo congelado. Pero conste, además de todo lo anteriormente expuesto, también sabe cocinar como los ángeles.

IV
“¿Jaime? Sí, mira, que soy el señor Aparicio…”. Pone una voz grave, seria, de circunstancias. Le dice que hoy ha tenido que salir, que no está en Mediavilla. Lo siente en el alma, no podrán dar la clase. Que no se preocupe, que ya se verán la próxima semana. Luis Aparicio cuelga el móvil y se lo guarda en el bolsillo. Bueno. Lo que acaba de hacer no está del todo bien, pero al menos ha ganado un poco de tiempo. Deambula por el eterno pasillo de la casa y, al cabo de un rato, se decide a salir. Con tal de no pasarse por el Café el Teatro, para que no digan, lo tiene claro. Gira la llave para pasar el cerrojo. Aún no ha dado diez pasos, cuando en la primera bocacalle se lo encuentra de frente. Al pequeño Callao. Aparicio se atraganta. Le entra tos y se pone de todos los colores. Le han pillado con el carrito del helado. El chico no dice nada, pero lo mira con sus ojos enormes. “Qué bueno que te veo. Ya he vuelto. Vamos si quieres y repasamos las mates, que todavía estamos a tiempo”. Rueda de nuevo el cerrojo en la casa grande de Aparicio. La luz del pasillo se había quedado encendida. Vaya.

V
Hoy la partida de dominó en el Café el Teatro también se ha puesto cuesta arriba. Por detrás, ha recibido una palmada en el hombro. Joder, qué susto. “Qué, Luis, cómo va mi chiquillo”. Aparicio se ha descentrado. Tira la ficha, porque le tocaba. “Va bien, poco a poco, pero bien”. Tirso se da la vuelta, satisfecho. Y Luis, ostras Pedrín, se percata de que tenía el último cuatro, la puerta,  y lo ha tirado sin darse cuenta.

VI
La ecuación se les está indigestando. Es cuando Jaime Callao, levantando la cabeza por encima de los papeles himaláyicos pregunta que si esos altavoces tan grandes van. “¿Que si van?”, exclama Aparicio. Ha dado en una fibra sensible. “La membrana está hecha con el cartílago de la oreja de un elefante de la sabana africana… Escucha cómo suenan, escucha”. Ceremoniosamente ha preparado un vinilo de la ELO. Lo ha limpiado con una gamuza impoluta. Grrrrrrrr. A toda potencia. Las paredes han vibrado. Y los libros casi han salido sacudidos de sus estanterías.  I’m alive. “Estoy vivo”, ha subrayado. “Estoy vivo”.

VII
No hay por dónde coger esa integral. Mejor dejar que se vaya por donde ha venido y contarle de cuando él jugaba al fútbol de delantero. “No, señor Aparicio, no, creo que se hace con este cambio de variable”. El chico apunta. Luis se ajusta las gafas. Déjame ver. Asiente. “Sí, tienes razón, se hace así”. Es la tercera vez en lo que va de tarde que le enmienda la plana. Que el alumno sepa más que el profesor da rabia. Pero Aparicio lo disimula bien.

VIII
Habrá sido un ataque de amor propio. Desde que terminó la última sesión, Luis Aparicio apenas se ha levantado del despacho. Ha revisado sus viejos apuntes. Ha navegado por los embravecidos mares de internet, infestados de millones de explicaciones, pero casi ninguna la que él buscaba. Ha luchado contra el sueño a base de cafeína y lavados de cara. Como si fuera él mismo el que se tuviera que enfrentar (de nuevo) a un examen que quedó pendiente. Es una profunda transformación. De no saber cómo escaquearse ha pasado a contar los minutos que faltan para que suene el timbre de la puerta y aparezca, con ganas de trabajar y de hacer lo que se pueda, el pequeñín Jaime Callao.

IX
Ya se sabe el camino. Hacia dentro, al fondo, al despacho. Precediendo al maestro. Hoy se ha detenido un poco antes de entrar, como quien olvida algo. “Una cosa”, ha dicho el chico. “¿Todas esas puertas siempre están cerradas?”. Luis Aparicio se sorprende.  No esperaba esa pregunta. Ha mirado hacia el pasillo en toda su extensión. Es verdad. No las abre desde… desde que le sobrevino el apagón emocional. “Bueno… se puede decir que están cerradas por Matemáticas”. No comenta nada el estudiante. Aparicio tarda en centrarse unos minutos. Sabe que, lo próximo, va a ser, ya toca, abrir puertas y ventanas y que corra el aire.

X
Los últimos días antes de la fecha del examen, los esfuerzos se multiplican y se elevan a la enésima potencia. A Luis Aparicio le hubiera gustado tener un par de semanas más todavía por delante. Ahora, ahora que empezaban a dominar la materia. “¿Y de verdad se rompió el palo de la portería?”.  “¡Jaime, Jaime, por Dios,  no te me despistes ahora, yo te prometo que te cuento la verdad del travesaño en cuanto pase todo esto!”.

XI
Estaba tan impaciente que no ha podido evitarlo. Dónde se habrá metido este crío. A la tercera, a la tercera ha respondido a la llamada del móvil. “¿Jaime? Sí, que soy Luis. Nada, que como no me llamabas, quería preguntarte si ya sabes la nota”. Silencio. Luis Aparicio no mueve un músculo. Imposible adivinar si ha sido que sí, si ha sido que no, o si ha sido todo lo contrario.

XII
El camarero del Café el Teatro vuelve a la barra del bar, con la bandeja de copas vacías y la sonrisa en la boca. “Qué, qué es lo que te hace tanta gracia”. “…la última de Aparicio, qué va a ser si no”. El interlocutor acerca la oreja, “…cuenta, cuenta”. “¡…resulta que dice que él ha dado clases al Nobel de Matemáticas!”. ¡Pfffffffff!. Sale proyectado el sorbo de cerveza seguido de una carcajada. “…lo que pasa es que lo dice y se lo cree”. “Ja, ja, ja”. Suena en el ambiente el I’m alive, de la ELO. Luis Aparicio, que va a tirar su ficha se queda quieto al escuchar la canción. Un, dos, tres, segundos. Y dice a la concurrencia: “…así, así, suenan mal. Como de verdad se tiene que oír es con un altavoz con una membrana de cartílago de oreja de elefante”. Detrás, detrás de esto, va la caja de gaseosas, el seis doble, sobre el mármol. PLASSSS. Doce puntos menos. 


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