I
Tenía la seguridad de
que, una vez aquí, mi intuición me diría claramente hacia dónde dirigirme. Pero
no. La estación está que revienta. No sé de dónde ha salido tanta gente al
mismo tiempo. Saliendo, entrando, abriéndose paso. Altísima concentración humana.
El caso es que esta multitud debe tener claro a dónde va. Y yo no. Lo que no
puedo es quedarme quieto. Me empujan. Miro hacia los trenes y sus vagones.
Todos me parecen iguales. Tengo una décima de segundo para decidirme. Qué vía
escojo. Ésa. La más concurrida. Silba la locomotora. Los que vienen detrás
gritan desesperadamente porque se ven fuera. No llegan. No caben. Aprisionan.
Machacan. Agarro fuerte mi maleta. No pesa casi. Me abro paso. Me escurro. Me
aúpo. Subo. Tercer aviso. Se cierran las puertas. Ayudo a la señora que venía
pegada a mí, porque se quedaba atrapada entre las hojas basculantes. Los
siguientes golpean desesperadamente. Esos ya no suben. Mueve la máquina.
Suspiro. He tenido suerte. Supongo. Ya no hay vuelta atrás. La señora me agradece
la ayuda. No ha sido nada. Ahora la sigo, en busca de algún hueco en los
asientos del vagón. Eso, seguro, será más complicado.
II
El tren avanza
perezosamente. No hay nada que echarse a leer. Así que sólo queda dormitar y
mirar las caras que, poco a poco, van haciéndose familiares. La señora que
subió conmigo in extremis, de tanto en tanto, me va haciendo preguntas y
confecciona un traje con la que supongo es mi historia. “¿Estudiante?” Sí.
“¿Has acabado el curso?” Sí. “¿Bien?”.
Más o menos. “Y ahora, irás a ver a tu novia”. No, no tengo novia. (Aquí
he dado más información de la solicitada). Aún. (Y aquí, mucha, mucha más). Una
parada. Varios pasajeros se apean. Otros nuevos aparecerán en unos segundos.
Silencio en el andén. Silbido. En marcha de nuevo. “¿Y qué decías que
estudiabas?” No, no lo había dicho. Físicas. “Ah. Qué casualidad. Mi marido es
físico”. Qué bien. Tampoco le he dicho que un puto profesor me ha hecho odiar
esta disciplina a muerte. Hasta dudo que vuelva en Septiembre. Me ha amargado de
verdad. “Mi marido da clases en la Facultad. Lo mismo lo conoces. Se llama
Isidro”. Supongo que ahora que menciona al innombrable es cuando me cambia la
cara. “¿Y a dónde dices que ibas?”. Lo digo rotundamente, me sale del alma: A
ninguna parte, señora. A ninguna parte.
III
Me he movido para
estirar las piernas. Me sudaba el trasero al contacto con el escay del asiento.
Discurro a través de un enorme espacio en una enorme unidad de tiempo. Bajan
gentes. Suben. Bajan más. Curioso: las personas mayores cargan con mochilas y
equipajes pesados. Los más jóvenes van casi de vacío. Busco mi maleta. La
acerco a mí, que no se me despiste. Me parece que pesa un poquito más que
cuando me subí a este tren. Figuraciones mías.
IV
Ejercicio para el
aburrimiento. Voy a crear artificialmente un momento imborrable. A la próxima
persona que aparezca detrás de la plataforma que conecta los vagones, no la voy
a olvidar por mil años que viva. Aunque sólo la vea unos segundos y nunca más
vuelva a cruzarme con ella. Atento. Es… es una niña. Grabo su rostro. Chiquita,
no sé quién eres ni quién serás. Pero acabas de entrar en mi historia por la
puerta grande.
V
Viene el revisor. Me
busca a mí directamente. Muy educadamente me indica que yo, y estos dos señores
grandotes que le acompañan, debemos bajar en la próxima parada. “Pero…”. No hay peros. La compañía ferroviaria
habilita un taxi, que nos trasladará a la otra estación, donde enlazaremos con
la otra línea con la que proseguiremos nuestro viaje. Dicho y hecho. Es una
sensación muy rara verme descendiendo de ese tren que tomé inicialmente,
sabiendo que muy probablemente no me encontraré más a todos esos viajeros que
han compartido conmigo tantos kilómetros. Cuando el último vagón se pierde en
el horizonte, y el apeadero queda en silencio, una voz nos llama. Es el taxista
convenido, que nos espera.
VI
Verdaderamente, ahora mi
maleta pesa un huevo (con perdón). Bastante más que las de mis compañeros de
conexión de vías. Ocupa casi todo el maletero. El taxi no es muy grande que digamos
y nos apretujamos en el asiento de detrás. Siento sus alientos. Nos ponemos en
marcha.
VII
“Ésta es la situación”,
nos explica el conductor del taxi. “Son las seis y diez. A menos cuarto pasa el
próximo tren. Si ustedes quieren asegurar el tiro, tendrán que abonarme tres
mil euros para que yo me dé más prisa. De lo contrario, seguiré por el
itinerario previsto, y ya no les garantizo que lleguen a tiempo”. Los mudos
viajeros que me acompañan se alarman y tiran mano de su cartera. Eh, nada de
eso. Esto es un chantaje en toda regla. Ni un céntimo para este cabrón. Me
niego. “Además, yo conozco el terreno, y sé que estamos muy cerca de la próxima
estación”. Por el retrovisor advierto una sonrisa borde del conductor del taxi.
Y lo siguiente es que así, sin saber cómo ni de qué manera, habiendo salido de
un apeadero solitario y fantasmagórico, nos encontramos ahora parados en un
atasco de Domingo por la tarde.
VIII
Me bajo del taxi. Los
dos mudos agigantados vienen detrás. Se fían de mí. Mi maleta me lastra. Me
duele el hombro de tirar de ella. Si la soltara, seguro que iría más ligero.
Pero no quiero. Ya he entendido que guardo todos mis recuerdos ahí dentro.
Intento orientarme. Ahí, ahí hay unos letreros. Se me cae el mundo encima.
Estamos mucho más al norte de lo que yo pensaba. En un promontorio. Y allá
abajo se ve la vieja estación. Y ruge el silbido del tren. Se carcajea el
taxista. “¡Las siete menos cuarto! ¡Teníais que haberme pagado!”. Vienen hacia
mí los gigantes. Me van a hacer picadillo. Porque no llegamos. Porque el tren
no pasa dos veces. Se me vienen los dos encima. Entonces grito.
¡¡¡NOOOOOOOOOO!!!
IX
Ha sido muy rápido. Me
zarandean. “¡Isidro, Isidro!”. Doy un salto. Todo está oscuro. Aterrizo
empapado en sudor. “Estabas gritando”. Sí, supongo que sí. Han desaparecido los
mudos, el taxista. El tren que perdimos se ha quedado sin vías y se ha
precipitado al vacío. Yo hubiera tenido que estar dentro. Tiemblo. Poco a poco
vuelvo a mi realidad. En la habitación contigua duerme la niña del rostro angelical
imborrable. Y aquí, al otro lado de la cama, tengo a la señora a la que ayudé a
subir en aquel tren abarrotado. “…Isidro, siempre que vas a salir de viaje
duermes muy mal o tienes pesadillas”. Es verdad. Tengo Congreso. Me levanto sin
encender la luz. Tropiezo con la maleta, que pesa mucho. “Son los recuerdos,
que me los llevo conmigo”, me digo. Ella me reprende: “Pero… ¡son las cuatro!…
¿se puede saber dónde vas a estas horas?”. No lo digo, pero lo tengo tan
reciente, que me sale del alma: “a ninguna parte, mujer, a ninguna parte”.
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