domingo, 17 de junio de 2012

A ninguna parte



I
Tenía la seguridad de que, una vez aquí, mi intuición me diría claramente hacia dónde dirigirme. Pero no. La estación está que revienta. No sé de dónde ha salido tanta gente al mismo tiempo. Saliendo, entrando, abriéndose paso. Altísima concentración humana. El caso es que esta multitud debe tener claro a dónde va. Y yo no. Lo que no puedo es quedarme quieto. Me empujan. Miro hacia los trenes y sus vagones. Todos me parecen iguales. Tengo una décima de segundo para decidirme. Qué vía escojo. Ésa. La más concurrida. Silba la locomotora. Los que vienen detrás gritan desesperadamente porque se ven fuera. No llegan. No caben. Aprisionan. Machacan. Agarro fuerte mi maleta. No pesa casi. Me abro paso. Me escurro. Me aúpo. Subo. Tercer aviso. Se cierran las puertas. Ayudo a la señora que venía pegada a mí, porque se quedaba atrapada entre las hojas basculantes. Los siguientes golpean desesperadamente. Esos ya no suben. Mueve la máquina. Suspiro. He tenido suerte. Supongo. Ya no hay vuelta atrás. La señora me agradece la ayuda. No ha sido nada. Ahora la sigo, en busca de algún hueco en los asientos del vagón. Eso, seguro, será más complicado.

II
El tren avanza perezosamente. No hay nada que echarse a leer. Así que sólo queda dormitar y mirar las caras que, poco a poco, van haciéndose familiares. La señora que subió conmigo in extremis, de tanto en tanto, me va haciendo preguntas y confecciona un traje con la que supongo es mi historia. “¿Estudiante?” Sí. “¿Has acabado el curso?” Sí. “¿Bien?”.  Más o menos. “Y ahora, irás a ver a tu novia”. No, no tengo novia. (Aquí he dado más información de la solicitada). Aún. (Y aquí, mucha, mucha más). Una parada. Varios pasajeros se apean. Otros nuevos aparecerán en unos segundos. Silencio en el andén. Silbido. En marcha de nuevo. “¿Y qué decías que estudiabas?” No, no lo había dicho. Físicas. “Ah. Qué casualidad. Mi marido es físico”. Qué bien. Tampoco le he dicho que un puto profesor me ha hecho odiar esta disciplina a muerte. Hasta dudo que vuelva en Septiembre. Me ha amargado de verdad. “Mi marido da clases en la Facultad. Lo mismo lo conoces. Se llama Isidro”. Supongo que ahora que menciona al innombrable es cuando me cambia la cara. “¿Y a dónde dices que ibas?”. Lo digo rotundamente, me sale del alma: A ninguna parte, señora. A ninguna parte.

III
Me he movido para estirar las piernas. Me sudaba el trasero al contacto con el escay del asiento. Discurro a través de un enorme espacio en una enorme unidad de tiempo. Bajan gentes. Suben. Bajan más. Curioso: las personas mayores cargan con mochilas y equipajes pesados. Los más jóvenes van casi de vacío. Busco mi maleta. La acerco a mí, que no se me despiste. Me parece que pesa un poquito más que cuando me subí a este tren. Figuraciones mías.

IV
Ejercicio para el aburrimiento. Voy a crear artificialmente un momento imborrable. A la próxima persona que aparezca detrás de la plataforma que conecta los vagones, no la voy a olvidar por mil años que viva. Aunque sólo la vea unos segundos y nunca más vuelva a cruzarme con ella. Atento. Es… es una niña. Grabo su rostro. Chiquita, no sé quién eres ni quién serás. Pero acabas de entrar en mi historia por la puerta grande.

V
Viene el revisor. Me busca a mí directamente. Muy educadamente me indica que yo, y estos dos señores grandotes que le acompañan, debemos bajar en la próxima parada. “Pero…”.  No hay peros. La compañía ferroviaria habilita un taxi, que nos trasladará a la otra estación, donde enlazaremos con la otra línea con la que proseguiremos nuestro viaje. Dicho y hecho. Es una sensación muy rara verme descendiendo de ese tren que tomé inicialmente, sabiendo que muy probablemente no me encontraré más a todos esos viajeros que han compartido conmigo tantos kilómetros. Cuando el último vagón se pierde en el horizonte, y el apeadero queda en silencio, una voz nos llama. Es el taxista convenido, que nos espera.

VI
Verdaderamente, ahora mi maleta pesa un huevo (con perdón). Bastante más que las de mis compañeros de conexión de vías. Ocupa casi todo el maletero. El taxi no es muy grande que digamos y nos apretujamos en el asiento de detrás. Siento sus alientos. Nos ponemos en marcha.

VII
“Ésta es la situación”, nos explica el conductor del taxi. “Son las seis y diez. A menos cuarto pasa el próximo tren. Si ustedes quieren asegurar el tiro, tendrán que abonarme tres mil euros para que yo me dé más prisa. De lo contrario, seguiré por el itinerario previsto, y ya no les garantizo que lleguen a tiempo”. Los mudos viajeros que me acompañan se alarman y tiran mano de su cartera. Eh, nada de eso. Esto es un chantaje en toda regla. Ni un céntimo para este cabrón. Me niego. “Además, yo conozco el terreno, y sé que estamos muy cerca de la próxima estación”. Por el retrovisor advierto una sonrisa borde del conductor del taxi. Y lo siguiente es que así, sin saber cómo ni de qué manera, habiendo salido de un apeadero solitario y fantasmagórico, nos encontramos ahora parados en un atasco de Domingo por la tarde.

VIII
Me bajo del taxi. Los dos mudos agigantados vienen detrás. Se fían de mí. Mi maleta me lastra. Me duele el hombro de tirar de ella. Si la soltara, seguro que iría más ligero. Pero no quiero. Ya he entendido que guardo todos mis recuerdos ahí dentro. Intento orientarme. Ahí, ahí hay unos letreros. Se me cae el mundo encima. Estamos mucho más al norte de lo que yo pensaba. En un promontorio. Y allá abajo se ve la vieja estación. Y ruge el silbido del tren. Se carcajea el taxista. “¡Las siete menos cuarto! ¡Teníais que haberme pagado!”. Vienen hacia mí los gigantes. Me van a hacer picadillo. Porque no llegamos. Porque el tren no pasa dos veces. Se me vienen los dos encima. Entonces grito. ¡¡¡NOOOOOOOOOO!!!

IX
Ha sido muy rápido. Me zarandean. “¡Isidro, Isidro!”. Doy un salto. Todo está oscuro. Aterrizo empapado en sudor. “Estabas gritando”. Sí, supongo que sí. Han desaparecido los mudos, el taxista. El tren que perdimos se ha quedado sin vías y se ha precipitado al vacío. Yo hubiera tenido que estar dentro. Tiemblo. Poco a poco vuelvo a mi realidad. En la habitación contigua duerme la niña del rostro angelical imborrable. Y aquí, al otro lado de la cama, tengo a la señora a la que ayudé a subir en aquel tren abarrotado. “…Isidro, siempre que vas a salir de viaje duermes muy mal o tienes pesadillas”. Es verdad. Tengo Congreso. Me levanto sin encender la luz. Tropiezo con la maleta, que pesa mucho. “Son los recuerdos, que me los llevo conmigo”, me digo. Ella me reprende: “Pero… ¡son las cuatro!… ¿se puede saber dónde vas a estas horas?”. No lo digo, pero lo tengo tan reciente, que me sale del alma: “a ninguna parte, mujer, a ninguna parte”. 

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