domingo, 3 de junio de 2012

El cometa Diana


I
“¡Gaspar, sal a jugar al patio!”. Gaspar no quiere. Y si dice que no es que no. Se aferra a la pierna de su madre, tambaleándola. “Sí, mira, Gaspar, vete fuera, que allí está Diana”. ¿Diana? Palabra mágica. El niño estira el cuello para ver a través de la ventana. Pero no le hace falta ponerse de puntillas. Ni que se lo digan dos veces. Rápidamente, se da la vuelta y sale corriendo, Diana, Dianaaaa. Ahora quedan frente a frente la cuidadora de la Guardería y la mamá de Gaspar que, visiblemente enfadada, le recrimina: “Vosotras lo veis muy grandote, os creéis que es más mayor y así lo tratáis… pero por favor acordaos de que Gaspar tiene sólo tres añitos y tratadlo como lo que es: un pequeñín de treinta y seis meses…”.
II
Empieza la temporada de Verano. El grupo de chavales entra en tropel en el edificio de la piscina. Uno tras otro van dejando sobre el mostrador una moneda, son cinco pesetas, recogen la entrada y van; ellas por la izquierda al vestuario de las chicas; ellos por la derecha, al vestuario de los chicos. Es cuando llega el turno de Gaspar, que pasa tres cabezas a todos los demás. “Eh, eh, dónde vas tú grandullón… No cuela. Tú ya me tienes que pagar entrada de adulto. Son quince pesetas”. El chico no sabe cómo reaccionar. “Yo, eh…”. Por suerte, desde dentro, al percatarse, Diana ha vuelto sobre sus pasos. E interviene: “...Oiga, que él tiene nuestra edad”. “Ya, ya: es vuestro primo el de Zumosol”. “Gaspar… anda, enséñale tu carné de identidad”.  Sus dedazos apenas caben en los bolsillos de ese pantalón que ya le va quedando pequeño. Encuentra el documento, algo perjudicado. “Mire”. El conserje pone ojos de “si no lo veo, no lo creo”. Pero sí, con esa evidencia, le tiende el ticket, el infantil. Y le deja el paso franco. Gaspar se queda alelado mirando a Diana. Ella lo espabila de un grito. “¡Venga, chavalín, que se nos hace tarde!”. Con paso trascendente, el chico entra por la puerta de la derecha, murmurando: “Diana, te debo una, te debo muchas, te debo la vida”.
III
Lo tenían ya hablado. Él siempre le ha dicho que estudiará lo mismo que ella. Para estar más tiempo juntos. Para poder hablar más de lo mismo. Cuando ya atardece y el cielo se torna anaranjado, Diana, subida en un banco de cemento, para ponerse a la altura de sus ojos, le ha revuelto el pelo, y le ha dicho, “Gasparini, déjate de historias y no te obceques, tú tienes que estudiar lo que a ti te guste”.
IV
Luego ha transcurrido el tiempo. Y él ha tenido unas pesadillas de lo más extrañas. Juntos empiezan la escalada en bicicleta a un puerto de primera categoría. Como él es tan grande y tan pesado, ella pronto se va de rueda, en los primeros repechos, y le saca unos metros. Bastantes. Es verdad que en cuanto ella se percata, afloja y le espera. Él va reventado. Se ahoga. No llega a su altura. No le alcanza. Y entonces, envuelto en sudores y taquicardias, despierta sobresaltado. Y en medio de la oscuridad en su cama extralarga comprueba que el puerto de primera son un montón de apuntes que, por más que lea,  no sabe entender. Y que con los dos metros y pico que mide él ya, lo suyo nunca han sido las pedaladas.
V
Gaspar va con la intención. Le dirá: “Diana, por favor, por favor, no estudies cosas tan difíciles”. Cree que se lo puede pedir. Pero después, delante de ella, desde su altura, desde donde casi se tocan las estrellas más próximas, las cosas se ven con mejor perspectiva, por lo que ha agachado la cabeza, y con lágrimas en los ojos, le ha dicho: “Diana, sigue tú, que yo no sirvo”. Ella entonces, le ha revuelto el pelo, como le gusta hacer, y le ha dado un beso en la mejilla.
VI
Por lo menos, por lo menos, aunque ella empiece a alejarse de su órbita, él siempre estará ahí. Para protegerla. Para que nadie le haga daño. Como ahora, por ejemplo. Gaspar ha llegado justo a tiempo. “Tranquila, Diana, que a este tiparraco se le van a ir las ganas de molestarte para siempre”. Super-Gaspar lo ha cogido de la chaqueta, lo ha zarandeado como si fuera un pelele, y lo ha arrojado, tres metros más allá, de morros contra el suelo. “¡Gaspar! ¿Qué haces, bruto?”. Qué pregunta más rara ante un lance evidente. “¿No te estaba incordiando éste?”. Glup. La respuesta es “no”. Diana corre para auxiliar e incorporar al catapultado, “…pobrecito, ¿te ha hecho daño este cafre?”. Gaspar, ante la metida de pata, trata de sacudir al magullado el polvo a la manga de la chaqueta perjudicada. “Mis disculpas”, murmura. Y se aleja, parque abajo. Sin despedirse ni mirar hacia atrás. Uf, ni eso le queda. Diana no necesita desde luego el tipo de protección que él le puede dar.
VII
El tiempo, imparable, ha caído a capazos enterrando la memoria de lo que fueron. Él ha seguido teniendo sueños de lo más extravagantes. En el último, lee un titular de periódico. “El cometa Diana, visible con telescopio, regresa de nuevo”. Diana, Diana. Él espera entonces donde aquellos atardeceres anaranjados a que caiga la noche. Y, merced a su prodigiosa altura, avista un destello de luz. Brillante. En el horizonte. Inconfundible. Es Diana. Diana,  qué larga ha sido tu ausencia.
VIII
Empieza ahora otra temporada de Invierno. Un grupo de mayores entra en el edificio del balneario de la piscina cubierta. Uno tras otro van dejando en el mostrador un billete, son cinco euros. Es cuando llega el turno de Gaspar, que por fin se ha decidido a probar esas instalaciones. “Eh, eh, dónde va usted, grandullón. No me quiera pasar como jubilado que no cuela. Si quiere entrar, saque el ticket de adulto. Son quince euros”. Desde dentro, una señora menuda y encogida ha vuelto sobre sus pasos. “Oiga… este señor tiene nuestra edad”. “Ya, ya: seguramente es que se acabará de estirar la cara”. “…oye, enséñale tu carné de identidad”. Los dedazos de Gaspar, nerviosos,  escarban en los bolsillos. Encuentra el documento, que está muy perjudicado. “Mire”. El conserje alucina. Con esa evidencia, “dígame usted el secreto”, le tiende el ticket, efectivamente, el de jubilado. Y le deja el paso franco. Gaspar se queda alelado al reconocer a Diana. Ella lo espabila de un grito. “¡Venga, chavalín, que se nos hace muy tarde!”. Pero él, en vez de dirigirse hacia el vestuario, se acerca a ella, se encorva con gran dolor de lumbago, se pone a tiro para que Diana le revuelva el pelo, cosa que efectivamente sucede, y entonces exclama: “…a partir de ahora, iré a donde me lleve el cometa”.   

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