domingo, 17 de julio de 2011

Cara a la pared


I
A Borja le ha costado encontrar sitio para aparcar hoy. Es lo que tiene, haber venido a vivir en el corazón de Mardebé. Así, ha tenido que dejar el coche a tomar por saco. Después, diez minutos más de caminata, cargado con dos bolsas, y por fin, al patio del bloque “A” del edificio Corona, una inmensa mole sesentera que se levanta donde arranca la Avenida del Mar. Los chirridos de la polea del ascensor transmiten malas sensaciones. Cualquier día casca. La luz blanca parpadea. Cualquier día se funde. Asciende lentamente. Pero llega. La doble compuerta se abre. Piso décimo. Desde el rellano se accede a un larguísimo pasillo. El edificio Corona es un antiguo hotel reconvertido. Suena la goma de sus zapatos con el encerado. Puerta 39. Borja busca el llavero. Y abre. Dentro huele todo a cerrado. Oscuro. Descarga encima del sofá. Arriba persianas. La casa es todo lo que se ve. Una minisolución habitacional. Un minúsculo salón-cocina-comedor con un ventanal que da al sur. Un pequeño baño. Y al fondo un dormitorio cuya única luz entra por la cristalera de la puerta. Borja está reventado. Se asoma a la ventana. Aspira aire con humo. Clava la vista en la línea de los edificios que conforman la urbe. Una visita rápida al baño. Y casi, casi, tal como va, se tumba en la cama. Y se duerme. Se duerme. Hasta que, cinco, o diez minutos más tarde… “REGÁLAME TU RISAAA, ENSÉÑAME A SOÑAAAR…”. Da un salto brusco. Coño. La música se filtra a toda potencia a través de la pared de la cabecera de la cama. Retumba toda la casa. Coñooooo. Se tapa con la almohada los oídos. Cierra con fuerza los ojos. Se le acelera el pulso. Cuenta hasta diez. Hasta veinte. Se levanta. Tropieza con la silla. Se hace daño en la punta del dedo gordo del pie. Joder, joder. La madre que la parió. Otra vez la de al lado. Se encara a la pared. Esto no se puede aguantar. “Y TÚ, Y TÚ, Y TÚ, Y SÓLAMENTE TÚUUUUUUU… HACES QUE MI ALMA SE DESPIERTE CON TU LUUUUZ”. Se dirige muy enfadado al estucado y con el puño cerrado golpea tres veces, ¡POOOOM, POOOM, POOOOM! Mano de santo. Porque la música cesa. Uf, menos mal. Al fin. Se deja caer en la cama de nuevo. Recupera la paz. Pero la mente va acelerada. Piensa en lo ocurrido durante el día. A toda velocidad. En lo que le queda mañana, que madruga. A mil por hora. Lentamente va cayendo en un leve sopor. La respiración se pausa. Cuando empieza el letargo, habrá pasado una media hora, entonces, de nuevo, resurge aquel: “¡REGÁLAME TU RISAAA, ENSÉÑAME A SOÑAR….!”. Ojos como platos. Mira el reloj. Son las tantas. Y a punto del ataque de nervios, grita: “¡ME CAGO EN TODO LO QUE SE MENEA, ESA MÚSICAAAA!”. La canción no se detiene. Acaba. Ahora sólo se escuchan los coches de la calle como ruido de fondo. Por fin. Otra vez el silencio. Lo rompe de nuevo una voz indignada que viene desde el otro lado: “¡OYE, VECINITO, QUE SI NO TE GUSTA ALBORÁN, TE PONES TAPONES…!”.

II
Olga duerme profundamente. Con la marca de la sábana impresa en su mejilla. De repente, su sueño se convierte en pesadilla. Un penetrante y continuo RIIIIIIIINNNGGGGG. Se incorpora de golpe. El RIIIINGGG no cesa. Se le clava en los tímpanos. Maldice lo que no está escrito. En el reloj, las cinco de la mañana. Eso es el capullo de al lado, que se levanta, y deja el despertador en marcha. ¡POOOOOM, POOOOM, POOOOM! Olga aporrea la pared tres veces. Pasan aún dos minutos más. El zumbido molestísimo del RIIIINNG cesa. Por fin. Qué alivio. Se acurruca en la cama. Es cuando escucha, cómo desde el más allá, exclaman: “¡ARRIBA, FLAMENQUILLA, HAY QUE DESPERTARSE PARA LEVANTAR EL PAÍS!”.

III
Es la guerra. Borja da cabezadas en el sillón. Pero teme ir a la cama. Sabe lo que va a pasar. Mentalmente calcula. Qué vivienda será la que da a esa pared suya. Desde luego, de su bloque, el bloque “A”, no es. Entonces… tiene que ser del Bloque “F”… Pero el bloque “F”, tiene su entrada por la calle del Río, justo en la paralela de su calle, la calle del Mar. Es complicado averiguar qué vivienda es. Si no, estaría planeando ya plantarse en la puerta de ese piso y cantarle las cuarenta en bastos. Reina el silencio. Un avión que aterriza hace retumbar los cristales del ventanal. Parece que esta noche no habrá concierto. Se decide por fin a ir hacia la cama. Se duerme. Con miedo. Piensa que, de un momento a otro, va a venir, va a llegar, va a irrumpir el “REGÁLAME TU RISA, ENSÉÑAME A SOÑAR”. Y sí, lentamente, empieza a soñar. Y entre sueños, escucha un POOOM, POOOM, POOOM. Pero es un sueño. Otro POOOM, POOOM, POOOM. Éste, un poco más fuerte. Que no, que es un sueño. Y de nuevo, ya más directo, más al oído, un tercer POOOM, POOM, POOOOM. Salta de golpe, asustado. Qué pasa. Qué pasa. ¿Hay una emergencia, una evacuación? Todo está oscuro. Todo está muy quieto. “VECINITO”, escucha él a través del tabique, “VECINITO”. Qué. Qué pasa ahora. “VECINITO: RONCAS”.

IV
Olga ha terminado de recoger sus platos. Deambula por la escueta casa. No sabe qué hacer. Ahora abriría un libro, le daría al “play”, y se dejaría llevar. Pero el de al lado aporreará la pared. Qué cruz, no poder hacer una en su casa lo que le venga en gana. Pasan unos minutos. POOOM, POOOM, POOOM. Qué pasa. Qué narices le pasa ahora al vecinito. “FLAMENQUILLA”, le llama. “FLAMENQUILLA, ¿ES QUE HOY NO VAS A PONER TU CANCIÓN?”. Ella sonríe. Éste es el principio de unas grandes conversaciones a grito pelado.

V
Durante esa jornada, Borja se ha ido cargando. Menudo castañazo. Tos. Bronquítica. Intenta dormir ahora. Y le sobreviene una pesadilla. Lo han atrapado, y lo han encerrado en una mazmorra oscura. Es que él es como el Conde de Montecristo. Tiene manos y pies atados con grilletes a la pared. Estira, estira con fuerza, pero no consigue nada. Imposible escapar. Cree que va a volverse loco. Es cuando escucha, a través de una grieta en el muro, una voz que procede de la celda de al lado. La flamenquilla. “Saldremos de ésta”, le dice. Entonces despierta, convulso, aterrado y empapado de sudor. “¿ESTÁS AHÍ?”, pregunta. Pasan unos segundos. Desde el otro lado, ella responde un “SÍ”. Entonces él le cuenta y no termina. Cuando cree que está hablando solo, Borja escucha un nítido: “SALDREMOS DE ÉSTA, VECINITO”.

VI
Por la tarde, Olga no ha vuelto directa a casa. Ha bordeado la manzana del Edificio Corona y ha pasado de la calle del Río a la Avenida del Mar. En una cafetería desde la que se avista perfectamente la entrada en el bloque “A” se ha sentado y se ha puesto a observar. A los que entran y los que salen. A los bajos. A los altos. A los gordos. A los delgados. A los mayores. A los jóvenes. En el intervalo de tiempo que le ha durado la infusión, no han cruzado muchos ese portal. Intenta imaginar quién puede ser y cómo será aquél que tanto la escucha. Pero al final, resuelve que es mejor no saberlo. Mira el reloj, ya no falta mucho para hablarle a la pared. Paga al camarero y sale. Olga murmura: “…tan cerca, tan lejos…”.

VII
BRIIIIIIIM, BRIIIIIIIM, BRIIIIIIIIIIIIIIIIMMMMMMMMMMMM. Borja empuña con la mano el taladro y una broca del ocho. Al instante, resuenan los golpes, POOOM, POOOM, POOOM. desde el otro lado. “PERO VECINITO, ¿SE PUEDE SABER QUÉ ESTÁS HACIENDO?”. Y él replica: “¿ES QUE NO PUEDO HACER AGUJEROS EN MI PARED CUANDO Y COMO ME DÉ LA GANA?”. El ruido del percutor se prolonga durante unos minutos más. La pared, ya de por sí permeable, transpira. “¡Flamenquilla!”, llama él. “Qué quieres”, responde ella. “¿Has visto? No hace falta en adelante levantar la voz para entendernos”. Es verdad. No están gritando. No hablan con mayúsculas. La pared parece un queso gruyere. Pero no están gritando. Añade orgulloso: “Calidad para mi garganta”.

VIII
Olga entra por fin en su casa del bloque “F” después de cinco días de viaje. Todo está en orden. Arrastra la maleta hacia el interior. Inmediatamente se dirige a la pared y llama. Como siempre, tres veces. POOOM, POOOM, POOOM. Son sólo unos segundos más los que transcurren. “Te he echado de menos”, escucha ella. Entonces pega la mano con fuerza. Él seguramente hace lo mismo al otro lado. Es sólo un ladrillo del siete. Un ladrillo que, además de transmitir sonido, transmite hoy sentimientos.

IX
Casi es fin de semana. La gente carga en el súper de la esquina y se acumula en la línea caja, ding-dong-ding “por favor, señorita Lupe acuda a salida dos”. Y sigue la música de ambiente. Casualidad. Suena: “…Y TÚ, Y TÚ, Y TÚ, Y SÓLAMENTE TÚUUUUUUU… HACES QUE MI ALMA SE DESPIERTE CON TU LUUUUZ…”. Olga y Borja, en la misma cola, afinan los oídos. Les toca la fibra. Se estremecen. Avanzan la cesta con el pie, y golpean en el suelo, poom, pooom, pooom, en minúscula, tres veces. Seguramente se habrán cruzado docenas de veces en este hormiguero que se llama Mardebé. Se miran, pero no se ven. Casualmente (o no) llevan casi lo mismo en la cesta. El mismo cava. La misma pasta. Tienen una cita. Miran el reloj. Al unísono. No quieren llegar tarde. Han quedado. Han quedado para cenar. Han quedado para cenar los dos. A la misma hora. Donde siempre. En el mismo sitio donde se conocieron. Sí, qué pasa, han quedado otra vez de cara a la pared.

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