domingo, 3 de julio de 2011

Matusalén


I
No todos los días se cumplen ciento ocho años, como en mi caso, y se vive para contarlo. La vida me pesa. No sobreviven los más listos, ni los más fuertes. Soy un ejemplo de ello. De todas formas, no deja de ser un día, otro día más. Me he despertado aún de noche. Con la migraña, que no es que ahora me visite con más frecuencia, sino que cuando viene, se queda. Con las piernas cada vez más torpes y cansadas. He hecho una excursión al cuarto de baño. Otra a la cocina. Y lo de siempre, me he preparado un vaso de leche con un chorrito de coñac. Después, me he sentado con cuidado en la mecedora y me he puesto a esperar pacientemente a que amanezca porque no quiero cambiar, como alguna vez me ha sucedido, mi ciclo biológico.

II
Hoy no espero que venga nadie. Pero cuando llegué a los cien, sí que me organizaron una buena. Cayó en Domingo. No me habían avisado. Sorpresa, sorpresa. Como estoy un poco sordo, tampoco me enteré bien de lo que me preparaban. Salía de casa con la bicicleta para irme a la huerta, cuando de repente, medio pueblo estaba allí, en la calle, esperándome, aplaudiéndome, con la banda de música y los de la tele y todo, y un cartelón grande que ponía: “Feliz centenario, querido Augusto”. Los dos hijos que todavía me vivían, las nueras, los siete nietos, todos, se pusieron en torno a mí. Abrazos y besuqueos. Fotos y más fotos con las autoridades. Ché, esto se avisa, que no voy preparado, que yo me iba al campo, que hoy tocaba regar. Y la alcaldesa me entregó una placa. Y un operario portaba un azulejo pintado a mano para pegarlo en la fachada, “Mediavilla a Augusto Fuster, en su centenario”. Fue bonito. Me invitaron a comer. De lujo. En fin, que me hicieron un homenaje. Por llegar hasta aquí.

III
A veces voy a ver a Marcos. Iría más, pero me da la sensación de que les molesto. Por cómo se ha encorvado y con ese poco pelo que le queda, parece mi hermano mayor, en vez de mi hijo. Él me dice, a modo de reproche, que soy muy frío. Que no me conmuevo por nada. Que ni siquiera cuando lo de mamá. “Cada uno es como es”, le digo a modo de excusa. Con rabia contenida, me suelta: “Pues luego no te quejes, porque cada uno recoge lo que siembra”.

IV
Se enfadaron mucho cuando lo del bisnieto. “Que sí, que sí, que ahora cuando se case, él se arregla un trozo de la casa, en el altillo, y así está cerca de ti, y te hace compañía, y te cuida, y se ocupa de lo preciso y…”. “No”, dije. “Pero…”. “¿Qué parte del “no” no has entendido?”. Yo soy muy de mis desórdenes controlados, de ir por donde me plazca cuando me plazca dentro de mi casa. Cuando yo no esté, que ellos dispongan como quieran, pero no antes. De todo aquel episodio queda un televisor que me regalaron y que nunca enciendo porque no sé cómo va. Y queda, que mi bisnieto no ha vuelto a venir por aquí para nada. Es que estará muy ofendido seguramente.

V
De tanto en tanto, aparece alguien que quiere bucear en la historia reciente de Mediavilla. Estudiantes en busca de sus orígenes. Y entonces, qué. Visita obligada al viejo tío Augusto. Qué mente más lúcida. Qué capacidad para contar las cosas en tiempo real, como si estuvieran pasando ahora mismo. Esta semana dos chicas me preguntaron por el edificio del Café El Teatro, ése que dicen han restaurado. En realidad, lo han tirado abajo y han hecho… otra cosa. Bien, esta vez les he hablado del pintor Braulio, el que decoró el techo y las paredes del teatrito. Y que después moriría en la guerra. Con lo que les he dicho, Braulio queda a la altura de Picasso por lo menos. Me he referido a él con tanto lujo de detalles que ya no estoy seguro de que eso hubiera pasado tal y como lo conté. Es como si la historia se hubiera adaptado a mi memoria y no al revés. Pero así la han escrito: tal y como la recuerdo, no tal y como sucedió.

VI
“¿Quién es?”, le pregunté al abrir la puerta, “ya tengo la goma del gas recién instalada”. “No, no, soy de la Seguridad Social”. Me extrañó mucho esa visita. Había pensado que era el timador del gas. Sí, se identificó con una tarjeta, como la de la policía. El señor me pidió el carné de identidad. Se lo mostré. Hace treinta años que me lo hicieron “para siempre”, así que está un poco arrugado. Miró la foto. Miró la cara. Con atención. “Qué pasa”, le pregunté. “Nada, nada”. Resopló. “Mire, lo siento, pero dada su edad, dudamos que usted sea usted”. “Hable un poco más alto, que no le oigo bien”. “Que si usted no es usted estará incurriendo en un fraude a la seguridad social por cobro indebido de la pensión”. Me dejó sin palabras. “Pregunte si quiere en el ayuntamiento”, le contesté. “Disculpe, pero me veo obligado a tomarle una muestra del ADN”. ¿Del qué…? Pero qué ojo clínico el de estos de la Seguridad Social. A lo mejor ahora resulta que yo no soy yo y aún no me había dado cuenta.

VII
Es tarde. Hora de estirar las piernas. De salir hacia la huerta, antes de que el sol apriete más. Veo cómo se levantan al mismo tiempo todos mis fantasmas del pasado. Todos. Son muchos, porque de mi quinta sólo debo quedar yo. Me preguntan a voces qué hago todavía aquí. Me dicen que soy un anacrónico. Me llaman Matusalén. Les corrijo: “Augusto, me llamo Augusto”. Los distingo a todos claramente. Pero, para su desesperación, los ignoro. No me inquietan lo más mínimo. Todo tiene su tiempo. Todo. Abro la puerta del dormitorio lateral. Está en penumbra. “Olivia….”. Ella se despierta, “¿pasa algo?”. “Nada, nada, que me voy al campo”. Se levanta. Olivia es la chica que encontré en la calle y acogí hace unos dos meses. Un cielo. “Ve con cuidado”. Me ayuda a sacar la bici a la calle. Olivia es la excusa que ha encontrado lo que me queda de familia para no dirigirme la palabra. “¡Hasta luego!”. Su mejor sonrisa. Y la mía. No todos los días se cumplen ciento ocho años yendo en bicicleta.

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