I
Catástrofe. Cuando he encendido esta tarde el ordenador, me ha señalado que el “system” está corrupto y se ha quedado la pantalla en negro. He reiniciado varias veces, por si acaso se animaba y se enganchaba el XP, pero nada. Una terrible preocupación me ha invadido en ese momento. Que no se pierdan mis ficheros, por favor, que no se pierdan. Después, el reloj ya marcaba casi las siete de la tarde, y he tenido que posponer la operación rescate. No quiero llegar tarde a mis clases de español. Llovía ligeramente en Aylesbury, y mis pies, más que aterrizar, volaban sobre los charcos para cruzar desde Old Town hasta la Academia que pilla cerca, más o menos, del Waterside Theatre. Justo a tiempo, porque hoy no había venido ninguno de los otros compañeros, y Yolanda, después de los diez minutos de espera de rigor ya se marchaba. Me ha recriminado: “Tú no tienes puntualidad británica, Lawrence, pareces español”. Ya empezamos.
II
Yolanda, la spanish teacher, no se explica la facilidad que tengo con el idioma de Cervantes. Me ha preguntado mil veces si yo he estado en España alguna vez, “Ya me gustaría”. Pero no. Y empezando de cero, ya soy capaz de mantener una conversación sin problemas, muy por encima del resto del grupo. Ella habla despacio. Alto y claro. Yo la escucho atentamente. Y se me quedan, todas sus frases se me quedan. “Lawrence, hoy te he traído un dvd con una película de Pajares y Esteso”. Ah, qué bien, éstas me gustan. “Yolanda, esto es massa pa’ la carabassa”, le digo. Ella se queda a cuadros. “¿Qué?”. Qué de qué. “Repite lo que has dicho”. “Massa pa’ la carabassa”. Alucina. “Dónde has oído eso antes, Lawrence”. Pues la verdad, no lo sé. Me ha salido así y punto. Por qué. Qué quiere decir. Después se ríe. “Ja, ja, porque no puede ser y además es imposible, pero has dicho una expresión, con la misma entonación, la misma, una expresión muy de Mediavilla…”. Ya es la hora. Se me pasan muy rápido estas clases. “No sé si podré ver hoy la peli, Yolanda”. “¿Y eso?”. Le explico: “…es que tengo el system corrupto”.
III
Voy dándole vueltas a las palabras de la profesora Yolanda desde hace tiempo. Nada es casualidad. Nada es porque sí. Reinstalo el sistema operativo. Me cuesta horrores. El ordenador debería empezar a funcionar de nuevo. Pero los programas anteriores que tenía no están vinculados. Sin embargo están ahí. Yo sé que están ahí. Es muy tarde. Voy al cuarto de baño. Me miro al espejo. Qué tiene de particular este pelo rojo tuyo, Lawrence. Señalo mi frente. Ahí dentro debo tener también algo como un disco duro. Entonces me asaltan mil preguntas sin respuesta. ¿Y si es verdad que yo tuve una vida anterior? ¿Y si esa vida transcurrió en España? ¿Y si, cuando “renací” aquí, en Aylesbury, no me formatearon del todo bien el disco duro? ¿Será por eso que me cuesta tan poco aprender este idioma? ¿Podré rescatar de mi cerebro esos ficheros ocultos que retengo de mi vida anterior, si es que la tengo? Desaguo con puntería en la taza del wáter. Descarto estas ocurrencias estrafalarias. Antes de salir del lavabo, me miro de nuevo, como si yo mismo fuera un extraño, y repito en voz alta: “massa pa’ la carabassa…!”.
IV
Resueltos, de momento, mis problemas con el system corrupto, he mirado en internet todo lo que hable de Mediavilla. Me he fijado en sus imágenes y me he preguntado delante de cada una, “atención, Lawrence, ¿esto te suena?”. Tengo que ser muy sincero conmigo mismo. Yo mismo me contesto: “para nada”.
V
Mis padres me han preguntado si no tenía otro sitio mejor para visitar. No. Quiero ir a Mardebé. No les digo el porqué, claro. “Parece un sitio muy pequeño. Igual te aburres a los dos días de llegar”. Yo ya he reservado los vuelos. Estoy decidido. Espero con ansiedad el día de la salida. A lo mejor, cuando llegue allí, me reencuentro con mi pasado.
VI
Hay un metro desde el Aeropuerto a Mediavilla. Cuando asciendo a la superficie, la luz me ciega por momentos. Es por la tarde. Mucho, mucho sol. Arrastro la maleta de ruedas. Atención, Lawrence, fíjate. ¿Esto te suena de algo? Para nada. Yo aquí, seguro que nunca he estado antes. La gente hace como que no me ve. Pero todos me miran. Los que toman un café en las terrazas de los bares mientras fuman un cigarrito. Los que van. Los que vienen. Qué pasa. No han visto un pelirrojo nunca o qué. Consulto el mapa que me he imprimido. Tengo que ir hacia la parte antigua, que se supone es la que menos habrá cambiado y podría recordar mejor. Tráfico intenso en la calle. Estoy empezando a confirmar que esto no me suena de nada. Es cuando veo que, allá, al fondo hay un tumulto. Un policía retiene el paso de los coches. Se oye música. Me acerco. ¡Es una banda de música! Precedidos por un estandarte. Me sitúo entre la gente que aguarda su paso. Suena bien, muy bien. La percusión va delante. Timbal. Platillos. Trompetas. Los clarinetes al final. Perfectamente acompasados. Qué música es ésa. Qué música. Enganchada con una pinza al instrumento llevan los músicos la partitura. Inmediatamente un hormigueo me invade. Me pongo a cantar. Si soy capaz de seguir esta melodía y tararearla sin problemas sin haberla oído nunca antes jamás, es por algo. Tiene que ser por algo.
VII
Tengo el hotel en Mardebé. Por la mañana, temprano, con la cámara al hombro, retomo el metro y vuelvo a Mediavilla. Recorro las calles. La cisterna árabe. La iglesia. El café el Teatro. La avenida. Intento hacer un esfuerzo mental. Pero no me puedo engañar a mí mismo. No acabo de tener esa sensación de “yo ya he estado aquí antes”. He acudido al Cementerio, que queda muy próximo a la parada del metro. Estaba abierto. Cipreses enormes a la entrada. Algunas mujeres con flores frescas entraban en el recinto. He preguntado al vigilante dónde quedaban más o menos las personas fallecidas el 28 de Abril del 86, que es cuando yo nací, y por lo tanto debe de ser cuando debí morirme cinco minutos antes. Parecía no entenderme. Debe ser que no hablo suficientemente bien aún el español. Al final sí, al final me ha entendido y ha dicho que bueno, por aquella zona más nueva, pero que eso no tiene nada que ver, que aquí puedo encontrar un totum revolutum. Este recinto data de, nada menos, 1911. Así que me he armado de paciencia, y he recorrido los edificios de lápidas de arriba abajo, de izquierda a derecha, fijándome bien en todas las caras retratadas de aquellas personas que un día fueron y hoy ya no están.
VIII
En el remotísimo supuesto de que yo haya sido antes otro yo, he apuntado en mi libro de notas diez posibilidades. Luego he tachado cuatro. Quedaban seis. Me he salido de allí para despejarme y tomar un café en un bar que queda cerca. Y en diez minutos he regresado. “¡Ya está aquí otra vez el guiri!”, ha exclamado el enterrador que se aburre en la puerta. Estoy sugestionado. Tiene que haber una clave, un detalle en el que me reconozca. De los seis, ¿quién podría decir “massa pa’ la carabassa”? Pasaba por allí una señora, arrastrando una enorme escalera con ruedas y un cubo de agua. Me he apartado para dejarle hueco. Me ha radiografiado. Buenas tardes. Buenas tardes. Voz baja. “Disculpe”, le he dicho, “¿me puede ayudar?”. Ella se ha detenido. Ha levantado la cabeza, porque soy mucho más alto que ella. Escuchaba. “…disculpe… ¿usted cree que este señor…?”. Lo pregunto o no lo pregunto. He respirado a fondo. “…este señor, qué”. “…diría <massa pa’ la carabassa>…?”. La reacción ha sido de ofensa y desprecio, “…pero bueno, este chico no está bien de la azotea, ¿será posible?…”. Yo he mostrado las palmas de mis manos,”…es una pregunta sin mala intención, para mí es importante…”. Se ha dado la vuelta, ha continuado tirando de la escalera, “hoy ya nadie respeta nada”, y levantando la voz, “yo qué sé si diría massa pa’ la carabasa, yo qué sé…”, veinte metros más para allá, ha continuando mascullando, “¡pues siendo de Mediavilla, seguro que sí, seguro… buuuuf… esto es massa pa’ la carabasa ya, lo que tengo que oír…!”. He mirado el rostro de este hombre. Bernabé Bastiano, de cuarenta y seis años. Tu esposa no te olvida. Me he dicho, Lawrence, te estás mirando a ti mismo. Seguro que ése he sido yo. Seguro.
IX
Aunque de la catedral de Mardebé he visto sólo fotografías, les he dicho a mis padres que menuda joya arquitectónica tienen aquí, que una cosa es una postal y otra entrar dentro. Que estoy contentísimo de haber elegido Mardebé como destino por encima de otras capitales con más renombre y fama. Y ya casi nadie se sorprende de ver al extraño guiri de la cámara en el cuello deambulando por Mediavilla. He acudido a los archivos de la biblioteca. He buscado en las oficinas parroquiales. Le he dicho al párroco, que es nuevo, recién llegado, que estoy haciendo un trabajo de fin de carrera. A lo Ian Gibson. ¿Usted conoce al célebre hispanista, Ian Gibson? Ha recelado. Qué es lo que quieres ver. Bueno… a ver qué pone de Bernabé Bastiano. He tomado buena nota. Que no me deje llevar por la emoción. Cada vez este lugar me resulta más familiar. Y les entiendo al pie de la letra. Estoy a punto de demostrarme a mí mismo que yo fui Bernabé. Y ahora soy Lawrence.
X
En el mercado, me dijeron que preguntara a Matilde, que todavía vive. Matilde es, sería, por así decirlo, “mi” viuda. He apuntado la dirección. Y he paseado por el parque del polideportivo antes de decidirme. Primero tengo que verla. Tengo que saber si su cara me suena. Tengo que estudiar cómo abordarla. Pero todo lo tengo que hacer rápido, porque el tiempo de este viaje se me agota. Toca ya regresar a Aylesbury. Qué momento más decisivo para mí. Para la humanidad entera. Ya estoy. Frente a la puerta. Pulsaciones a mil. Riiiiiiiiinmnnng. Espero. Abre una mujer. Matilde. Unos sesenta y pico. Más o menos. “Disculpe”. “No quiero nada”, replica. “No, no vendo nada”. Intento estirar el cuello. Ver más allá, en el recibidor. A lo mejor hay un retrato mío, bueno quiero decir, de Bernabé. A lo mejor me suena la casa y sé dónde guardaba los calcetines. “¿entonces qué quiere?”. “Disculpa Matilde”, le digo, “tú verás a un pelirrojo extranjero, pero…”. “…pero qué”. “…pero creo que soy Bernabé”. Esto es como si me hubiera caído un rayo allí mismo. Matilde ha lanzado un rodillazo hacia mis partes. Me ha alcanzado de lleno. Me he retorcido. Se me han saltado las lágrimas. Y se han debido borrar todos los ficheros de mi disco duro de golpe. Oh, my god. Oh, my god. System corrupto. La respiración cortada. “A la próxima, vuelves. Hace falta ser hijo puta para mentar a Bernabé”, grita desde detrás de la puerta. Fin del juego. Fin de la locura. No sé cómo he podido llegar tan lejos. No sé. Me levanto como puedo. Ando a arrastrones. Tengo una tortilla entre las piernas. El intensísimo dolor va pasando. Voy poco a poco hacia la parada del metro, que queda lejos. Regreso a Aylesbury. Ya. Sin discusión. Y cuando voy enfilando las escaleras mecánicas que descienden al andén me sale del alma, me sale no sé de dónde, un suspiro, una exclamación: “Jo, Matilde, sigues teniendo la misma mala leche de entonces”.
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