domingo, 31 de julio de 2011

Bandera verde




I
Bandera verde. Las sombrillas se concentran en la franja de playa que casi toca la orilla. Allá donde la arena arde y comienzan las dunas móviles, nadie osa a extender sus toallas. Bullicio. Gritos infantiles. Chapoteos. Castillitos con sus torres, sus murallas y sus fosos. Sillas plegables. Tumbonas. Palas de madera, toc, toc, toc y pelotita al agua. A lo lejos, vienen a toda velocidad dos chavales. Pancho el alto. Ariel el más bajito. Los brazos van y vienen. Zancadas kilométricas. Es una carrera. Los rostros enrojecidos. Sudor a raudales. Sortean los obstáculos que se presentan. A saltos. A quiebros. Van muy igualados. Ellos corren y corren. Falta el aire. No escuchan nada. A punto de llegar a la meta imaginaria, Pancho tropieza y cae rulando. Gana Ariel, el pequeñín. Los brazos en alto. Se deja llevar unos pasos más por la inercia. Sin resuello. Para. Se agacha para recuperar un poco. Se moja la cara con agua salada. Y vuelve triunfante. Ya se levanta Pancho, rebozado de arena y con el orgullo dolorido. “¡No vale!”, protesta airado, “¡me has empujado!”. “¿Yo? ¡No…!”. Se encaran. “¡No ni ná!”. Están reventados pero les queda fuerza para gritarse. Se empujan. Se van diciendo. Se enzarzan, “¡te vas a enterar!”. Por la envergadura parece que Pancho se comerá con patatas a Ariel. Pero éste es un hueso muy duro. Alrededor ya se han percatado. Pelea. Pelea de niños. Uno da. El otro para. Uno insulta. Otro, “y tú más”. Por suerte, antes de que se hagan daño, llegan los antidisturbios, es decir, Paloma, la madre de Ariel. Contundente, los separa, cada uno a su rincón del cuadrilátero. “… ¡me ha dado un empujón…!”. “… ¡me ha dicho hijo de eso!”. Los hace callar. A los dos. “¡Parece mentira, con lo amigos que sois!”. Reparte broncas equitativamente. Advierte. “¡Y ahora, a sellar las paces!”. Nadie se mueve. Ni las olas. Destilan sudor orgulloso. Repite. “Las paces he dicho”. Y tiene que amenazar. A la tercera, y con la cabeza agachada y sin mirarse, los rivales se tienden las manos. Con el tratado de paz firmado, Paloma vuelve a su sillón de playa reclinable, aliviada, esta vez no las tenía todas consigo. Vuelven los gritos infantiles. El bullicio. Y la bandera sigue verde.


XXIV
Ése no era el plan. Habían quedado en que estudiarían Químicas juntos. Pancho le explicaría lo que él entendía de las reacciones de oxidación-reducción, pero al primer electrón suelto, los papeles se han quedado en blanco, los libros abiertos, y Ariel se ha dedicado a ponerle las canciones de “The Cure”, que han dejado a Pancho boquiabierto, “macho, de dónde has sacado esta obra de arte”. Claro, las obras de arte se escuchan a toda caña, o no se aprecian de la misma manera. Cuando ya el reloj estaba a punto de quedarse sin horas, las 00:00 h, han llamado las fuerzas de orden público, toc-toc, es decir Paloma, la madre de Ariel y les ha dicho: “Menudo examen os va a salir mañana, majos”. Y ellos, a dúo, tumbados en la cama titular y en la cama nido respectivamente, ya tenían la coartada: “Nos vamos a dormir ya, y nos levantaremos temprano para dar el último repaso”. Paloma, que no se ha caído del guindo, ha contestado: “vosotros veréis”. Y cuando parece que se había ido, ha abierto la puerta y ha añadido: “Ah, Pancho, no pensarás acostarte con los calcetines puestos, ¿verdad?”.


XLIV
“Si nos hubiéramos marchado cuando Tomás ha dicho, nos habríamos perdido lo mejor”, asegura Ariel. Pancho no está tan seguro: “Sí, tío, pero veníamos con su coche y a ahora nos toca volver a patita…”. Andan por la playa. Infinitos puntos blancos salpican un cielo negro. Lucecitas de barcos pescadores destellan en el agua. “…por lo poco que queda para que se haga de día…”, propone Ariel, “…nos podríamos sentar y esperar a que salga el sol”. Pancho tiene reparos: “… a mí no me van a decir nada, pero conociendo a tu madre, estará esperando sentada a que vuelvas…”. “Mejor: así llegamos y desayunamos bien antes de irnos a dormir”. Se sientan. Sienten el relente. Y les pesa el cansancio. Bostezan, uno detrás de otro. Cuando al poco una bola anaranjada emerge en la línea del horizonte que separa el mar del cielo, ambos están sentados con las piernas recogidas, profundamente dormidos.


XCIII
Algunas costumbres no se pierden. Los dos están más hechos, pero guardan las proporciones. Pancho sigue siendo un espagueti. Ariel, un canelón. Por allá vienen a todo meter. Gafas de sol aerodinámicas. Pulsómetro. Chapoteando el agua lo justo. Chof, chof. Zancadas, éstas sí, kilométricas. Pancho toma la delantera. No puede dejar de mirar de reojo. Ariel le sigue. Está pegado a su estela como una lapa. Cuando ya divisan la línea imaginaria de meta, Ariel acelera. No se sabe de dónde saca esa punta de velocidad, pero lo adelanta por donde la arena. Y a Pancho las piernas no le van más. Ariel no levanta los brazos, porque ya ha perdido la cuenta de las victorias. Se le escapa una sonrisa. Y Pancho se tira al suelo, donde le barren las olas, reventado, consciente del todo, ahora sí, de que si, con lo que se ha preparado, no le ha ganado esta vez, ya no le vencerá nunca. El pequeño ayuda al grande a ponerse de pie. Por suerte para el grande, y aunque él mismo insistió mucho en aumentar la apuesta, sólo hay una cena en juego.


CXCIV
El sol sigue saliendo cada mañana, imparable, en el horizonte. Hoy también bandera verde. Y las sombrillas multicolores recubren el espacio adyacente a la orilla. Los paseantes, a distinto ritmo, se adelantan, se cruzan, se sortean, se abren paso. Francisco acumula arena para preparar una muralla que resista el embate de las olas. Paquito rellena el cubo y planta torres como si fueran flanes o setas. Absortos en su labor constructora, alguien exclama: “¡Pancho!”. Uf, cuántos años sin que nadie le llame así. Gira la cabeza, ostras, si es… Se levanta. Es Paloma, la madre de… Se agacha para darle dos besos. Cuánto tiempo. No saben qué decirse. No saben. Bueno, sí, ella le aprieta el antebrazo y le dice: “¿Es tu pequeñín? Desde luego, es una fotocopia tuya, ¡qué requeteguapo es…!”. Los ojos se humedecen. Las pulsaciones se multiplican. Él pregunta: “y tú cómo estás”. Y ella encoge sus hombros cargados. “…voy a días… qué puedo hacer… qué… “. Tiemblan los labios. Tiembla la voz. “…ayer hubiera cumplido treinta…”. Los que Pancho tiene. Las dos amigas que escoltaban a Paloma se acercan, y dulcemente tiran de ella. Ella se deja llevar, absorta, casi sin decir adiós. Pancho no sabe si ha sido bueno este reencuentro. “Ahora viene papi, Paquito”. Aturdido, se zambulle en el agua. Descarga toda su rabia contra las olas. Suelta todos los tacos de su vocabulario. Funde todas sus lágrimas saladas. Cuando sale hacia fuera, se tambalea. Le reclama el pequeñajo. Ya va. Ya va. Hay que reforzar las murallas inmediatamente. Y, con los ojos escocidos por la sal, observa con sorpresa cómo el socorrista se apresta a cambiar la bandera verde por una amarilla, porque en cuestión de segundos, el mar se ha embravecido de forma repentina.

1 comentario:

  1. Qué lastima tener que esperar una semana para leer la próxima ocurrencia...

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