lunes, 28 de diciembre de 2009

A CÁMARA LENTA

De pequeño, sus padres le marcaban muchas actividades extraescolares. También los fines de semana. Con tanta ocupación, a Martín apenas si le quedaba algún rato para jugar. "Se cansa enseguida de todos los juguetes", decían de él algo preocupados. Pero era todo lo contrario; porque él exprimía el tiempo y sacaba de un minuto hasta las centésimas de segundo. Así pues; Martín supo a edad muy temprana de su peculiaridad, aunque nunca se hizo preguntas sin respuesta del estilo de : "¿por qué esto me pasa precisamente a mí?".
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El punto de inflexión vino el día que revivió el cuento de la tortuga y la liebre (Martín en el papel estelar de tortuga, claro está). Era una carrera en la que participaban compañeros que le sacaban dos palmos o más en altura. Se le burlaban en la línea de salida, ¿dónde se cree que va el renacuajo éste?
Al grito del profesor de Educación Física, "...preparados..., listos..., ¡ya!", los grandullones salieron escopeteados a grandes zancadas, enseñándole el dorsal en la espalda y dejándolo muy rezagado en la miseria. Entonces, él apretó los puños, y el tiempo empezó a frenarse... para los demás. Martín siguió a su ritmo, sin azorarse, hasta darles alcance, primero uno, luego otro, y vio nítidamente la perplejidad en sus rostros sofocados, porque el enano les adelantaba sin apenas esfuerzo...Cruzó la meta holgadamente en primer lugar, y dejó entonces que el tiempo volviera a su velocidad normal...(claro: para los demás). Escuchó cómo lo vitoreaban, "¡Martín-Martín!...", y sintió cómo lo levantaban en volandas, porque acababa de protagonizar su primera proeza.
Sin embargo, procuró en lo sucesivo no hacer abuso de esta cualidad. Cuando todos se quejaban del poco tiempo que la profesora había dejado para el examen, Martín pisaba el freno del reloj, repasaba hasta tres veces todas las preguntas y entregaba orgulloso las respuestas en un montón de folios escritos primorosamente.
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Sus padres no lo veían estudiar casi nunca. Él era de mucho salir, de estar siempre dando vueltas con los amigotes por la calle. Regresaba justo a la hora de la cena, y después abría un libro (retardaba el tiempo para los demás); y el efecto neto era que en un "pis-pas" los deberes estaban hechos.
"Martín es muy inteligente", decía de él la psicóloga del colegio, "le bastan dos minutos para aprender lo que otros tardan dos horas... si él quisiera podría hacer más".
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Estiró cuanto pudo los momentos dulces. Delante de la chica que le gustaba. Estudió el brillo de sus ojos, y anticipó en el gesto de sus labios que ella le iba a corresponder. Martín preparó a conciencia la frase justa, pero sólo le salió: "Contigo el tiempo se me pasa volando". Era verdad. A su lado, le costaba moderar la velocidad del reloj.
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No tenía complejo de super-héroe, aunque méritos no le faltaban. Atropellos que pudieron ser y no fueron (ahí estaba Martín empujando a la señora y evitando el impacto en la última fracción de segundo). Incendios que pudieron ser pavorosos y quedaron en conatos (las llamas a cámara lenta no tenían "tiempo" ni para calentarle los calcetines). Bañistas que pudieron ahogarse y se quedaron con cuatro tragos (y los de la Cruz Roja sin enterarse).
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Y Martín tuvo que afrontar momentos muy amargos que, como a cualquiera, le llegaron inexorablemente. En el lecho de muerte de su padre, convirtió los segundos en horas (los suyos, no los de los demás), tratando desesperadamente de encontrar una solución milagrosa, tratando de invertir el sentido del paso del tiempo. En vano. De sobra sabía que la batalla contra el tiempo siempre se pierde.
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Un día Martín empezó a sentirse cansado. Se agotaba pronto. Y le dolían los huesos. Le dolía el alma. Se hizo un chequeo. Ahí no tuvo que retener al tiempo, porque ya de por sí, las esperas en los pasillos del hospital para cada prueba médica se eternizaban. Cuando pasó a la consulta para recibir los resultados, el doctor le hizo sentarse, "Martín, lo que tienes no se corresponde con la edad de una persona tan joven como tú... Arritmias, artrosis... son síntomas de envejecimiento prematuro". Martín suspiró. Y vio su rostro en el reflejo de la ventana. Con menos pelo, más arrugas. No le sorprendió el diagnóstico, y no quiso llevarle la contraria al médico porque, ciertamente, él había vivido muchísimo más tiempo del que se reflejaba en su carné de identidad.

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