domingo, 2 de mayo de 2010

COMO UN NIÑO

LO QUE CUENTA MARCOS

Imagínate. El primer día de clase. En el primer curso de Facultad. Y en la primera hora. Todos pardillos. Todo caras nuevas. Una profesora llenando la pizarra de bibliografía. Y los alumnos, entre bostezos, asimilando en qué carrera nos habíamos metido. Recuerdo que estábamos en ésas, cuando, ya avanzada la clase, se abrió la puerta del aula y entró un chavalín delgadito. Con su mochila. Con su pelo tieso y su flequillo. Con sus grandes orejas abiertas. Y nos miró desconcertado. La docente interrumpió su disertación. “¿Buscas a tu padre, nene?”. Murmullos, risitas contenidas. El niño no pestañeó. “Disculpe, soy Santiago García Rey, estoy en este grupo”. Ella lo buscó en la lista y sí, allí estaba. Él, mientras, tomó asiento. Luego, tratando de vencer su asombro, y antes de proseguir, hizo un severo comentario, de “si ya empezamos a llegar tarde el primer día, mal andamos”. Casi nada: Un niño superdotado en nuestra clase de Facultad. Ahí fue cuando conocimos a Santiaguillo. Bueno, si tú también lo conocías, te lo podrás imaginar.

LO QUE CUENTA ELSA

¿Ya? ¿Ya puedo hablar por el micro…? (…) Un chiquillo así, tan mono, tan pequeñín, tan de primera comunión, entre estudiantes casi veinteañeros, centraba la atención general. Todos, los treinta y pico que éramos, nos fijábamos continuamente en Santiaguillo. Siempre llegaba y se iba solo. Nunca vimos que nadie, su padre o su madre, estuvieran esperándolo a la salida. Marcos bromeaba: “Es lo que tiene la vida moderna: hay que independizarse pronto”.

Fue un día al terminar la última clase, la de Física. Estábamos muy deprimidos porque no nos habíamos enterado literalmente de nada. A punto de pegarnos un tiro y de tirar la toalla, por este orden. La letra de Marcos era ilegible. No la entendía ni él. “Y eso que he copiado literalmente lo que esta tía ha dicho”. Menuda frustración. “¿Oye, y si le pedimos al superdotado que nos pase sus apuntes?”. Debían estar de nota. Buenísima idea. Aún lo podíamos alcanzar. Los dos salimos corriendo en su búsqueda.

Resultó providencial. Porque cincuenta metros más abajo dos garrulos quinceañeros estaban atracando al pobre Santiaguillo. Marcos, se percató de la escena, y arrancó a por ellos como un toro. Los chorizos lo vieron. Les debió entrar pánico escénico. Y a quién no, con lo que impone un tiarrón de casi dos metros hecho una furia. En cosa de centésimas de segundo, tiraron la mochila, la cartera, y salieron por piernas. Ca-ga-di-tos. “¿Estás bien, te han hecho algo esos cabrones?” Santiaguillo tenía la cara demudada, pero aguantaba el tipo. Acertaba a decir: “Gracias, gracias, gracias”. Yo llegué para recoger las gafas con la montura doblada del suelo. La mochila. La cartera. “Te acompañamos, no te preocupes”. Pero él no quería. Era muy cabezota.

La tarde que salvamos a Santiaguillo del robo cayeron dos mitos. Uno: Vaya mieeeerda de apuntes que tenía el chico. O sea, que de superdotado nada. Dos: el niño, según su carné de identidad había nacido un año antes que nosotros. Tampoco era, pues, tan niño.


LO QUE SIGUE CONTANDO MARCOS

Imagínate, nos hicimos inseparables. Elsa, Santiaguillo y yo íbamos juntos a todas partes. Pasamos muchas tardes en el café Liberto. Parecíamos la familia feliz. Nos pedíamos casi siempre dos jarras de cerveza y una botella de agua mineral. Cuando el camarero veía que el agua no era para el pequeñín, gesticulaba con desaprobación, como diciendo, “menudos padres más depravados y pervertidos…”.

A Santiaguillo le gustaba mucho provocar. Que se lo pregunten a los de la guardia civil. Él los avistaba mientras conducía su Seat Ibiza, e invariablemente, acudía a su encuentro. Para que lo vieran. Para que se alarmaran. Para que le dieran el alto enérgicamente. Para que a Elsa y a mí, pasajeros, nos pincharan y no nos sacaran sangre. Pero él, tan fresco, enseñaba su permiso de conducir, y esperaba a que los agentes desde su intercomunicador recibieran la confirmación de lo asombroso: todo estaba en regla. Volvían, y le devolvían la documentación sin salir de su desconcierto, “bien, puede continuar…”. Nos contaba socarrón: “El primer día de clase también me pararon los de tráfico”, y añadía: “por eso llegué tarde…”.

Santiaguillo nos explicaba, y había que creerle, que “de lo suyo” tenía mucho que ver su madre. Le mirábamos incrédulos. Cómo era eso. Sí, sí, cuando él era muy crío, su madre le había dicho embelesada, pero qué guapo eres, lástima que tengas que crecer. “¡Joder con lo de la lástima!”, exclamaba con su voz de niño de coro. Desde entonces, se había quedado clavado y seguía siendo tal cual. Y nos enseñaba fotos. Con diez años. Con doce. Con el pelo largo. Más corto. Con quince. ¡Era siempre el mismo! Menudo fenómeno, Santiaguillo. Sí, sí, claro que tenemos guardada por ahí alguna foto con él. Y Elsa le preguntaba, ¿Y los médicos? ¿Qué decían los médicos a esto? Él negaba con la cabeza. Nos decía que sus padres eran adeptos a la medicina natural. Nunca había oído hablar de las hormonas ni pisado un hospital, imagínate…

LO QUE SIGUE CONTANDO ELSA

… es que Santiaguillo me inspiraba una ternura enorme. Ya ves, yo desde siempre he sido muy efusiva… Por ejemplo…, cuando en el tablón había salido la lista de las notas del primer parcial, y yo tenía un ocho, se me escapaba un grito salvaje y eufórico de alegría, lo estrujaba abrazándolo al pobrecillo, y lo levantaba dos palmos del suelo. Bastaba un día sin verlo, para que al reencontrarlo a la mañana siguiente en clase, aquí está el chiquitín, le estampara un besazo en la mejilla y le marcara mis labios de carmín. Y él se dejaba. Con lo seriecito que era, a mí sí, a mí me lo permitía…

Solíamos quedar en la biblioteca para estudiar. Al principio dos horas de codos y cinco minutos en el césped. Al final, ja, ja, cinco minutos de codos y dos horas en el césped. (…) Ahora para, detén la grabación… (…) Un mediodía esperábamos a que Marcos trajera los cafés. Sentados a la sombrita, me sinceré con Santiaguillo, “… este Marcos no se decide, no da el paso, es muy parado, tímido, no sé a qué espera…”. Él bajó la cabeza. Estaba midiendo sus palabras. Me dijo: “…pues yo me cambiaría por él…”. Me quedé en blanco. “Elsa, me tratas como a un niño”, me recriminó, “y bien que lo parezco”. Se puso de pie. “…pero ya no lo soy: hace tiempo que no lo soy”. Se levantó y se fue. Yo seguí ahí quieta, como una estatua de piedra. Nunca hasta ese instante me había dado cuenta de sus sentimientos.

DE NUEVO, MARCOS

Imagínate, una carrera tan dura y nosotros en primero las aprobamos todas en Junio. Pero Santiaguillo sólo una. Lo más chocante es que no lo volvimos a ver. Ni a él ni a los quince o veinte que se lo dejaron. En aquel primer curso hubo una criba bestial. Lo que sí es cierto es que al menos, el tío podía habernos llamado. Nosotros por nuestra parte intentamos localizarlo. Varias veces. Pero ni rastro. Mientras, te aseguro que aquel Verano fue inolvidable. Fue justo cuando empezamos a salir Elsa y yo. Y ahí seguimos, como dos campeones. (…)

No, no conocíamos a los padres de Santiaguillo. En realidad, a ningún familiar. Ni tampoco nos extrañó su desaparición. Supusimos que se daría de baja en la Facultad y buscaría en otra parte. ¿Qué si nos acordamos de él? Un montón. ¡Te puedes imaginar cómo se llama nuestro hijo…! Santi, claro. Y va a cumplir pronto veinticinco, el figura. El tiempo vuela.

DE NUEVO, ELSA

¡Ostras! ¿Pero de dónde has sacado tú esta foto de Santiaguillo? ¿En Santiago de Chile? ¿Me tomas el pelo? ¿Y quieres que me crea que esta foto la tomaron hace sólo dos meses? (…) No, no cuela. Esta imagen debe de ser más o menos de aquella época. Mírale en esta otra, él está con Marcos y conmigo. Y compara. Está clavado. Aquí y aquí: igualito. De dos meses, nada. Por lo menos la hicieron hace treinta años. Lo que sí es verdad es que la resolución es impresionante. Si fuera tan reciente, Santiaguillo tendría que tener alguna cana, alguna arruguita, algún asomo de pata de gallo. Que ya es medio siglo el que nos cae en las espaldas. ¡Madre mía, mi niño! (…) Anda, quita, cuéntame una de extraterrestres. Vale, basta ya de bromas ¿Dónde tienes la cámara oculta? (...) Para la grabadora, párala. (…) (…) Dime de qué policía eres. ¿Departamento de Personajes Extraños? Bah, venga, ese nombre te lo has inventado. ¿Eso existe? (…) Por favor, déjame un momento sola. Sí, estoy llorando. No te lleves la foto. Por favor: quiero estar sola.

No hay comentarios:

Publicar un comentario